—¡Estupendo! —exclamó Pompeyo mientras limpiaba la espada en la tienda de los cadetes aquella noche—. ¡Hemos hecho una carnicería! Cuando dijeron de rendirse, mi padre se echó a reír y los obligamos a escapar por las cumbres sin convoy de aprovisionamientos. Así que si no mueren de frío, morirán de hambre —añadió, acercando la hoja a la luz de la antorcha para comprobar que estaba reluciente.
—¿Y no podríamos haberlos hecho prisioneros? —inquirió Cicerón.
—¿Siendo mi padre el comandante? —dijo Pompeyo riendo—. El no es partidario de dejar enemigos con vida.
Como no era un timorato, Cicerón insistió.
—Pero son italianos, no enemigos extranjeros. ¿No los necesitaremos después para nuestras legiones, cuando acabe esta guerra?
—Estoy de acuerdo contigo, Marco Tulio —dijo Pompeyo tras pensárselo—. ¡Pero ahora ya es tarde para preocuparse! A mi padre le fastidiaron y cuando alguien le fastidia, no le da cuartel. Yo seré igual —añadió, clavando sus ojos azules en los marrones de Cicerón.
Pasaron meses antes de que Cicerón dejase de pensar en ellos, aquellos rústicos picentinos, pereciendo congelados o escarbando desesperadamente bajo las encinas para encontrar bellotas, que era el único alimento posible en las montañas. Era otra horrible faceta de la guerra para alguien que en lo más íntimo de su ser la detestaba.
Cuando Pompeyo Estrabón alcanzó el Adriático en Fanum Fortunae, Cicerón había aprendido a hacer cosas útiles y hasta se había acostumbrado a llevar la cota de malla y la espada. En la tienda, era él quien limpiaba y hacía la comida, y en la del general se ocupaba de las tareas intelectuales que los administrativos y secretarios picentinos de Pompeyo Estrabón encontraban excesivas para su limitado talento: informes al Senado, cartas al Senado y partes de batallas y escaramuzas. Cuando Pompeyo Estrabón repasó el primer trabajo de Cicerón, una carta al pretor urbano Aselo, se quedó mirando al muchachito con mirada extraña, sin saber qué decir.
—No está mal, Marco Tulio. Quizá haya motivo para esa vinculación de mi hijo contigo. No sabía yo por qué era…, pero él siempre tiene razón. Por eso le dejo tomar iniciativas.
—Gracias, Cneo Pompeyo.
—A ver si arreglas eso, muchacho —dijo el general, señalando con un amplio gesto el desordenado escritorio.
Finalmente se dispusieron a descansar a unas millas de Asculum Picentum, y como lás tropas del finado Sexto César aún estaban cercando la ciudad, Pompeyo Estrabón optó por montar el campamento lejos de ellas.
El general y su hijo solían salir con frecuencia a hacer una incursión con el número de tropas que estimaban necesario y permanecían lejos del campamento varios días. En tales ocasiones, el general dejaba a su hermano menor, Sexto Pompeyo, al mando de las tropas y Cicerón se encargaba de todo el papeleo. Aquellos períodos de relativa libertad habrían debido ser una delicia para Cicerón, pero no lo eran porque no estaba Pompeyo hijo para protegerle y Sexto Pompeyo le despreciaba al extremo de agredirle a veces, dándole bofetadas, patadas y ponerle la zancadilla cuando se movía con prisas.
Cuando todavía el terreno estaba duro y helado y aún faltaba para la primavera, el general y su hijo salieron con una pequeña fuerza hacia la costa para detectar movimientos de tropas enemigas.
Poco después del amanecer del día siguiente, cuando Cicerón estaba delante de la tienda de mando frotándose las doloridas nalgas, unos marsos a caballo entraron en el campamento como si fuese suyo. Tan tranquila y segura era su actitud, que nadie tomó las armas. El único que reaccionó fue el hermano de Pompeyo Estrabón, que avanzó hacia ellos y les dirigió un saludo al ver que se detenían ante la tienda.
—Soy Publio Vetio Escato, de los marsos —dijo el que los capitaneaba, desmontando.
—Y yo Sexto Pompeyo, hermano del general, al mando provisional durante su ausencia.
—Lástima —replicó Escato torciendo el gesto—, porque he venido a tratar con Cneo Pompeyo.
—Si no te importa esperar, él tiene que volver —dijo Sexto Pompeyo.
—¿Cuánto tardará?
—Entre tres y seis días.
—¿Puedes alimentar a mis hombres y a los caballos?
—Claro que sí.
Correspondió a Cicerón, el único
contubernalis
que había quedado en el campamento, organizar el alojamiento y aprovisionamiento de la tropa de Escato. Para su sorpresa, veía que los mismos que habían obligado a los picentinos a huir en desbandada por las montañas, condenándolos al frío y al hambre, ahora que tenían el enemigo en casa se comportaban con suma hospitalidad, desde Sexto Pompeyo hasta el último soldado raso de las tropas auxiliares. No entiendo este fenómeno llamado guerra, se decía Cicerón, contemplando a Sexto Pompeyo y a Escato que caminaban juntos en amigable actitud o salían a cazar jabalíes, que en invierno salían de sus guaridas en busca de alimento. Cuando Pompeyo Estrabón regresó de su incursión, le dio una palmada en la espalda a Escato como sí fuese su mejor amigo.
Los actos de hospitalidad desembocaron en una gran fiesta. Cicerón miraba asombrado a los Pompeyos, imaginándose cómo serían las celebraciones en lo más profundo de sus enormes fincas del norte de Picenum: cerdos enormes asándose en el espetón, fuentes rebosantes, todos sentados en bancos y mesas, en lugar de reclinados, criados yendo y viniendo con más vino que agua. Para un romano del corazón del mundo latino, como Cicerón, el espectáculo que se desarrollaba en la tienda de mando era francamente bárbaro. Así no celebraba nadie las fiestas en Arpinum; ni siquiera Cayo Mario. Por supuesto que no se le ocurrió a Cicerón pensar que si se da un banquete en un campamento del ejército a más de cien hombres, difícil es disponer de camillas y andarse con delicadezas. Aunque sí habría debido hacerse.
—No entraréis pronto en Asculum —dijo Escato.
Pompeyo Estrabón no contestó, ocupado como estaba en masticar una tajada de carne de cerdo de piel crujiente e inflada; acabó, se limpió las manos en la túnica y sonrió.
—Igual me da lo que tardemos —replicó—, más pronto o más tarde, Asculum Picentum caerá. Y yo me encargaré de que se arrepientan de haber puesto la mano encima a un pretor romano.
—Es que la provocación fue muy grande —alegó Escato con toda naturalidad.
—Grande o pequeña, a mí me da a igual —contestó Pompeyo Estrabón—. He oído que Vidacilio ha entrado y os veréis obligados a alimentar más bocas.
—No hay ninguna boca de Vidacilio que alimentar en Asculum —replicó Escato con tono extraño.
—¿Ah, no? —inquirió Pompeyo Estrabón, levantando el rostro pringado de grasa de cerdo.
—Vidacilio se volvió loco, por lo que sabemos —contestó Escato, que comía con más delicadeza que su anfitrión.
Presintiendo que iba a contar algo, toda la tienda guardó silencio.
—Se presentó ante Asculum con veinte mil hombres poco antes de que muriera Sexto Julio —dijo Escato—, por lo visto con la intención de actuar de acuerdo con los que estábamos dentro. Su idea era que cuando él atacase a Sexto Julio, los asculanos saliésemos de improviso cayendo sobre la retaguardia romana. Era un buen plan que podría haber salido bien. Pero cuando Vidacilio atacó, los asculanos no nos movimos; Sexto Julio abrió sus líneas y le dejó penetrar, por lo que en Asculum no hubo más remedio que abrir las puertas y dejarle entrar.
—No sabía que Sexto Julio tuviese tanto ingenio militar —dijo Pompeyo Estrabón.
—Pudo ser una casualidad, pero lo dudo —dijo Escato encogiéndose de hombros.
—Supongo que a los asculanos no les encantaría la perspectiva de tener que alimentar veinte mil bocas.
—¡Se subían por las paredes! —contestó Escato sonriente—. No recibieron a Vidacilio con los brazos abiertos, sino con mala cara; entonces, Vidacilio se dirigió al Foro, subió al tribunal y dijo ante toda la ciudad lo que pensaba de la gente que no obedecía las órdenes. Si hubieran hecho lo que él pedía, no existiría ejército de Sexto Julio. Cosa que posiblemente sea verdad, pero el caso es que los asculanos no estaban dispuestos a admitirlo. El magistrado mayor se dirigió al tribunal y dijo a Vidacilio lo que pensaba, preguntándole si no se daba cuenta de que no había comida bastante para alimentar al ejército con el que había entrado.
—Me alegra saber que hay tan poca concordia entre las diversas facciones del enemigo —comentó Pompeyo Estrabón.
—Si os cuento todo esto es para demostraros que Asculum está decidido a resistir —añadió Escato con voz firme—. Como es muy posible que os enteraseis, he querido que sepáis la auténtica historia.
—¿Y qué sucedió? ¿Hubo una pelea en el Foro?
—Exacto. Se hizo evidente que Vidacilio estaba loco. Llamó a los asculanos simpatizantes de Roma y sus soldados mataron a unos cuantos. Entonces, la población fue a por las armas y respondió. Afortunadamente, la mayor parte de las tropas de Vidacilio comprendió que había perdido el juicio y desalojaron el Foro; en cuanto oscureció se abrieron las puertas y más de diecinueve mil hombres se infiltraron a través de las líneas romanas. Sexto Julio había muerto y sus hombres estaban más ocupados en el duelo que en vigilar debidamente.
—¡Humm! —exclamó Pompeyo Estrabón—. Continuad.
—Vidacilio se apoderó del Foro. Había entrado con muchas vituallas y se dispuso a dar una gran fiesta. Quedarían unos setecientos u ochocientos hombres para el banquete, y también organizó una gigantesca pira funeraria. Cuando la fiesta estaba en su apogeo, bebió una copa con veneno, subió a lo alto de la pira y le prendió fuego. ¡Y mientras sus hombres se entregaban a la jarana, él se quemó vivo! Me han contado que fue espantoso.
—Estaba más loco que un galo cazador de cabezas —dijo Pompeyo Estrabón.
—Eso es —añadió Escato.
—Y la ciudad sigue en la lucha, ¿es eso lo que decís?
—Luchará hasta la muerte del último asculano.
—Os digo una cosa, Publio Vetio, si cuando tome Asculum Picentum quedan asculanos vivos se arrepentirán de estarlo —dijo Pompeyo Estrabón, tirando un hueso y limpiándose otra vez las manos en la túnica—. Sabéis cómo me llaman, ¿no? —inquirió en tono amable.
—No, creo que no.
—
Carnifex
. El Carnicero. Y da la casualidad, Publio Vetio, de que me enorgullece ese nombre. He tenido bastantes epítetos en mi vida. El de Estrabón no requiere explicación, pero cuando tenía unos años más que mi hijo ahora, estaba de
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con Lucio Cinna, Publio Lupo, mi primo Lucio Lucilio y mi buen amigo Cneo Octavio Ruso, aquí presente. Servíamos a las órdenes de Carbón en aquella terrible expedición contra los germanos en Noricum. A mis compañeros cadetes yo no les gustaba mucho, salvo a Cneo Octavio Ruso, aquí presente. ¡Si no hubiera sido amigo mio, hoy no estaría aquí como legado mayor! Bien, mis compañeros cadetes añadieron otro sobrenombre al de Estrabón: Menoeces. Sucedió que, camino de Noricum, habíamos pasado por mi casa y vieron que el cocinero de mi madre era bizco y se llamaba Menoeces. Y aquel gracioso malnacido de Lucilio (sin ningún respeto por mi madre, que era tía suya) me puso Cneo Pompeyo Estrabón Menoeces. — Lanzó un suspiro apagado—. Ese sobrenombre lo llevé durante años, pero actualmente me dicen Cneo Pompeyo Estrabón Carnifex. Suena mejor: Estrabón el Carnicero.
Escato parecía aburrido más que asustado.
—Bueno, ¿y qué puede importar un nombre? —dijo—. A mí no me llaman Escato por haber nacido en un bonito manantial, ¿sabéis? Por lo visto era muy cagón.
Pompeyo Estrabón sonrió brevemente.
—¿Y qué os trae por aquí, Publio Vetio el Cagón?
—La capitulación.
—¿Estáis cansados de luchar?
—Sinceramente, sí. No es que no esté dispuesto a seguir luchando, y lo haré si es preciso, pero creo que Italia está acabada. Si Roma fuese un enemigo extranjero, no estaría aquí. Pero soy un marso italiano y Roma lleva en Italia tanto tiempo como los marsos. Creo que ya es hora de que ambos bandos salven cuanto puedan de este desastre, Cneo Pompeyo. La
lex Julia
de civitate Latinis et sociis danda
cambia bastante la situación. Y aunque no es aplicable a los que han empuñado las armas contra Roma, he advertido que no hay nada en la
lex Plautia Papiria
que me impida solicitar la ciudadanía romana si ceso las hostilidades y me presento al pretor en Roma. Y lo mismo respecto a mis hombres.
—¿Qué condiciones pondríais, Publio Vetulio?
—El paso sin obstrucción de mi ejército a través de las lineas romanas, tanto aquí como ante Asculum Picentum. Nos desbandaremos entre Asculum e Interocrea y tiraremos la armadura y las armas al Avens. A partir de Interocrea necesitaré un salvoconducto para mis hombres hasta llegar a Roma para presentarnos ante el tribunal del pretor. Os pido igualmente una carta para el pretor, confirmando los hechos y dando vuestra aprobación a la concesión de la ciudadanía para mí y todos mis hombres.
Se hizo un profundo silencio. Cicerón y Pompeyo hijo, que escuchaban desde un rincón, se miraron mutuamente.
—Mi padre no aceptará —musitó Pompeyo.
—¿Por qué?
—Tiene ganas de una buena batalla.
¿Realmente de caprichos así depende el destino de pueblos y naciones?, pensó Cicerón.
—Ya comprendo por qué lo pedís, Publio Vetio —dijo finalmente Pompeyo Estrabón—, pero no puedo concedéroslo. Habéis derramado demasiada sangre romana con vuestras espadas. Si queréis cruzar nuestras líneas para presentaros al pretor en Roma tendréis que ganar cada palmo de terreno.
Escato se puso en pie, dándose una palmada en los muslos.
—Bueno, ha valido la pena intentarlo —dijo—. Os doy las gracias por la hospitalidad, Cneo Pompeyo, pero ya es hora de que vuelva con mi ejército.
La tropa marsa partió de noche, y apenas dejó de oírse el ruido de sus cascos, Pompeyo Estrabón mandó tocar las trompetas y el campamento se entregó a una febril actividad.
—Atacarán mañana, seguramente por dos frentes —dijo Pompeyo afeitándose el lampiño vello de un antebrazo con la espada—. Será una buena batalla.
—¿Y qué tengo que hacer? —inquirió Cicerón, apabullado.
Pompeyo envainó la espada y se dispuso a tumbarse en el catre; los Otros cadetes estaban de servicio y en aquel momento se encontraban solos.
—¡Te pones la cota de malla y el casco, coges la espada y el puñal y colocas el escudo y la lanza fuera de la tienda de mando —dijo Pompeyo con júbilo—, si los marsos irrumpen en el campamento, Marco Tulio, tendrás que combatir hasta el final!