En Aquinum el general mandó llamar a Sila y le arrojó una carta con bastante enojo. ¡Cómo habían cambiado las cosas!, pensó Sila, recordando que antes de todo aquello, en Roma, era a él a quien Lucio César había recurrido pidiendo consejo, convirtiéndose en su «experto». Ahora Lucio César ya se consideraba experto.
—Léela —dijo tajante el general—. Es de Cayo Mario y acaba de llegar.
Por cortesía, quien recibía una carta solía leerla a las personas con quienes la compartía. Consciente de ello, Sila sonrió irónicamente para sus adentros y comenzó a desentrañar la misiva de Mario.
Como comandante del frente norte, Lucio Julio, creo que ha llegado el momento de informarte de mis planes. Te escribo ésta en las calendas del Sextilis, acampado cerca de eate.
Tengo la intención de invadir las tierras de los marsos ahora que mi ejército está en óptimas condiciones y estoy totalmente seguro de que se conducirá tan magníficamente como hicieron en el pasado todos mis ejércitos, por el bien de Roma y de su general.
¡Ajá!, pensó Sila, encolerizado. ¡Nunca había oído expresarse al viejo en estos términos! «Por el bien de Roma y de su general.» ¿Qué será lo que se trae entre manos? ¿Por qué vincula su nombre al de Roma? No los ejércitos de Roma, sino mis ejércitos. Lo habría pasado por alto, porque todos lo decimos, de no ser por esa referencia al general. Esta carta irá a los archivos de guerra y en ella Cayo Mario se equipara a Roma.
Sila alzó la cabeza y miró a Lucio César; si el comandante del frente sur había reparado en la frase, hacia como si no. Pero Lucio César no solía tener tanta sutileza, pensó Sila antes de reanudar la lectura.
Creo que coincidirás conmigo, Lucio Julio, en que necesitamos una victoria, una victoria completa y decisiva en el frente a mi mando. Roma llama a esta guerra contra los itálicos la guerra mársica, luego debemos derrotar a los marsos en el campo de batalla y si es posible infligirles pérdidas que les impidan recuperarse.
Ahora puedo hacerlo, querido Lucio Julio, pero para llevarlo a cabo necesito la ayuda de mi viejo amigo y colega Lucio Cornelio Sila. Dos legiones más. Comprendo perfectamente que te será harto difícil prescindir de los servicios de Lucio Cornelio, y no digamos de dos legiones. Si no considerase imperativo lo que te pido, no te rogaría este favor. Pero te aseguro que ese traslado no va a ser definitivo. Digamos que es un préstamo, no un regalo. Sólo lo necesito dos meses.
Si ves la manera de acceder a mi petición, tu amabilidad será por el bien de Roma. Si no puedes acceder a ello, tendré que seguir sentado en Reate pensando otra cosa.
Sila alzó la vista y se quedó mirando a Lucio César, enarcando las cejas.
—¿Y bien? —inquirió, dejando la carta despacio en la mesa del general.
—Si, si, ve con él, Lucio Cornelio —dijo éste con indiferencia—. Yo haré lo de Aesernia sin ti. Cayo Mario tiene razón. Necesitamos una victoria decisiva contra los marsos en el campo de batalla. Este frente de guerra está muy complicado y es imposible contener a los samnitas y a sus aliados o sorprenderlos juntos en número suficiente para infligirles una derrota decisiva. Aquí lo único que puedo hacer es seguir haciendo demostración de la fuerza y de la decisión de Roma. En el sur no va a haber una batalla decisiva; es en el norte donde debe darse.
La cólera de Sila volvió a aumentar. Uno de los dos generales pensaba en sí mismo como parte de Roma, y el otro se encontraba sumido en un abatimiento que le impedía ver cláro al sur, al este o al oeste. ¡Suerte que al menos en el norte vislumbraba alguna posibilidad! ¿Cómo podía vencerse en Campania teniendo el mando un hombre como Lucio César?, se preguntaba Sila. ¡Por los dioses!, ¿por qué nunca tengo el grado que me corresponde? ¡Soy mejor que Lucio César y quizá pudiera ser mejor que Cayo Mario! Desde que entré en el Senado me he pasado la vida sirviendo a hombres inferiores a mí; incluso Cayo Mario es inferior porque no es un Cornelio patricio. ¡Metelo el Meneitos, Cayo Mario, Catulo César, Tito Didio y ahora este cachorro de una antigua casa, constantemente deprimido! ¿Y quién es el que va cada vez mejor, gana la corona de hierba y acaba gobernando en una provincia a la provecta edad de treinta años? Quinto Sertorio. Un sabino sin importancia. ¡Primo de Mario!
—¡Lucio César, venceremos! —exclamó Sila muy serio—. ¡Te digo que oigo aletear a la Victoria a nuestro alrededor! Haremos polvo a los itálicos. Pueden vencernos en una batalla o dos, pero no pueden ganar la guerra. ¡No puede nadie! Roma es Roma, poderosa y eterna. ¡Yo creo en Roma!
—¡Oh, yo también, Lucio Cornelio, yo también! —contestó Lucio César disgustado—. ¡Ahora, márchate! ¡Sé útil a Cayo Mario, porque te juro que a mi no me eres de gran utilidad!
Sila se puso en pie y alcanzó la puerta de salida, pero antes de cruzarla se volvió. Había leído tan ensimismado la carta, que el aspecto físico de Lucio César no había podido distraer su atención de Mario. Pero ahora le invadía un temor, viendo a su general decaído, letárgico, tembloroso y sudando.
—Lucio Julio, ¿te encuentras bien? —inquirió Sila.
—¡Sí, si!
—No, no estás bien —replicó Sila, volviendo a sentarse.
—Estoy bien, Lucio Cornelio.
—¡Que te vea un médico!
—¿En este poblacho? Tendrán alguna curandera asquerosa que receta pociones de estiércol de cerdo y cataplasmas de arañas machacadas.
—Pasaré por Roma y te enviaré al Siciliano.
—Pues envíalo a Aesernia, Lucio Cornelio, que es donde estaré —dijo Lucio César, con el entrecejo sudoroso—. Puedes irte.
Sila se encogió de hombros y se puso en pie.
—Tú sabrás. Para mí que tienes las fiebres.
Eso debía de ser, pensó mientras cruzaba la puerta y salía a la calle, esta vez sin volverse. Lucio César iba a entrar en el paso de Melfa en un estado físico que le incapacitaba para el ataque; le tenderían una emboscada y tendría que retirarse por segunda vez a Teanum Sidicinum a lamerse las heridas, dejando un importante número de soldados muertos en aquel peligroso desfiladero. ¡Ah!, ¿por qué serían siempre tan tercos y obtusos?
No había andado gran trecho, cuando se encontró con el Meneitos, también con aire macilento.
—Ese hombre está enfermo —dijo Sila, señalando la casa con un movimiento de cabeza.
—¡No me hables! —exclamó Metelo Pío—. Ya en sus mejores momentos es difícil de animar, pero cuando está con fiebres es desesperante. ¿Qué le has hecho para que esté de malhumor y te haya marginado?
—Le dije que dejara Aesernia y se concentrara en echar a los samnitas del oeste de Campania.
—Sí, lo único que le faltaba a nuestro comandante tal como se encuentra —replicó el Meneitos, esbozando una sonrisa.
El tartamudeo de Metelo Pío siempre había fascinado a Sila.
—Ultimamente no tartamudeas —dijo.
—Oh, ¿por qué lo-lo-lo has di-di-cho, Lucio Cornelio? No me-me-me pasa si no pienso en e-e—ello, ¡mal-mal-mal-dita sea!
—¿Ah, sí? Qué interesante. Antes… de Arausio no tartamudeabas, ¿verdad?
—Sí. ¡Es u-u—una cr-cr-cruz! —contestó Metelo Pío con un gran suspiro, dirigido a olvidar conscientemente su impedimento vocal—. En su ac-ac-actual estado no creo que te ha-ha-haya di-di-dicho lo que piensa hacer cuando regrese a Roma.
—No. ¿Qué piensa hacer?
—Conceder la ciudadanía romana a todos los itálicos que no hayan alzado un dedo contra nosotros.
—¡Bromeas!
—Yo no, Lucio Cornelio. En su compañía se me ha olvidado lo que es un chiste. Es cierto; te juro que es cierto. En cuanto las cosas vayan bien aquí, esperemos que para el otoño, se quitará el uniforme de general y revestirá la to-to-toga bordada en púrpura, y dice que su última actuación como cónsul será conceder la ciudadanía a todos los itálicos que no hayan empuñado las armas contra nosotros.
—¡Pero eso es una traición! ¿Quieres decir que él y el resto de esos imbéciles ineptos que tienen el mando han perdido miles de hombres por una cosa que ni siquiera han tenido valor para pensarla? —dijo Sila, temblando—. ¿Es que va a conducir seis legiones al paso de Melfa a sabiendas de la inutilidad de las vidas que se pierdan? ¿A sabiendas de que va a abrir las puertas de Roma a todos los itálicos de la península? Porque eso es lo que sucederá, ¿sabes? Todos se emanciparán, desde Silo y Mutilo hasta el último liberto clientes de ellos. ¡No puede hacer eso!
—¡No hace falta que me chilles, Lucio Cornelio! Yo soy de los que siempre estaré en contra de la emancipación.
—Ni tan siquiera tendrás ocasión de oponerte a ello, Quinto Cecilio, porque estarás en el campo de batalla y no en el Senado. Allí sólo estará Escauro para oponerse, y ya es muy viejo. Votarán Filipo y el resto de las
saltatrices tonsae
—añadió Sila con los labios prietos, mirando distraído a la animada calle—. Y votarán que sí. Y los
Comitia
, igual.
—Tú también estarás en el campo de batalla, Lucio Cornelio —dijo el Meneitos cabizbajo—. Me-me-me han dicho que te han nombrado segundo de Cayo Mario, el viejo patán itálico. ¡Seguro que él no desaprueba la ley de Lucio Julio!
—No estoy seguro —replicó Sila con un suspiro—. Una cosa que hay que admitir respecto a Cayo Mario, Quinto Cecilio, es que por encima de todo es un militar, y que antes de que se acaben sus días en el campo de batalla habrá unos cuantos marsos muertos que no puedan adquirir la ciudadanía.
—Esperémoslo, Lucio Cornelio. Porque el día en que Cayo Mario entre en un Senado medio lleno de itálicos, volverá a ser el primer hombre de Roma. Y cónsul por séptima vez.
—No, si yo puedo impedirlo —comentó Sila.
Al día siguiente, Sila separó sus dos legiones de la retaguardia de la columna de Lucio César cuando ésta giraba para tomar la ruta del río Melfa y siguió por la Via Latina para cruzar el Melfa camino de la antigua ciudad en ruinas de Fregellae, que Lucio Opimio había arrasado en represalia por la insurrección treinta y cinco años antes. Sus legiones hicieron alto entre los parapetos floridos formados por los desmoronados muros y torres, y como no estaba de humor para vigilar a tribunos y centuriones en la fundamental tarea de plantar estacas y fortificaciones, dio un paseo en solitario por la ciudad desierta.
Aquí yace todo por lo que luchamos, pensó. Aquí yace lo que esos asnos del Senado nos dijeron que habría cuando aplastásemos esta nueva insurrección generalizada de Italia. Hemos entregado nuestro tiempo, nuestros impuestos, nuestras vidas para convertir Italia en una inmensa Fregellae. Dijimos que los itálicos pagarían con sus vidas; crecerían amapolas rojas en suelo tinto de sangre itálica, las calaveras de los itálicos quedarían blanquecinas como esas rosas blancas y los ojos amarillos de las margaritas mirarían ciegas al sol a través de sus órbitas vacías. ¿Para qué hacemos todo esto si no sirve para nada? ¿Por qué hemos muerto y seguimos haciéndolo si no sirve para nada? Él va a legislar la concesión de la ciudadanía a la mitad de los insurrectos de Umbría y Etruria. Y luego ya no podrá parar, O alguien recoge la vara de
imperium
que él deje caer o todos obtendrán la ciudadanía con las manos aún manchadas de nuestra sangre. ¿Para qué hacemos todo esto si no va a servir de nada? Nosotros, descendientes de los troyanos, que deberíamos descubrir a los traidores dentro de las murallas. Nosotros, que somos romanos, no itálicos. Y él quiere que se hagan romanos. Entre él y los de su ralea van a destruir todo lo que representa Roma. Su Roma no será ya la de sus antepasados, mi Roma. Este jardín itálico entre ruinas de Fregellae es mi Roma, la Roma de mis antepasados… fuerte y lo bastante decidida para que en sus calles rebeldes crezcan flores sin el zumbido de las abejas y el piar de los pájaros.
No estaba muy seguro de si la calina que nublaba su visión era consecuencia de su aflicción o producto del calor que irradiaban los abrasadores adoquines que pisaba, pero a través de aquella atmósfera tremolante comenzó a discernir una figura que se acercaba, azul y grande: un general romano que avanzaba al encuentro de otro general romano. Ahora era más negra que azul, y se veía el brillo de la coraza y el casco. ¡Cayo Mario! Cayo Mario el itálico.
Sila lanzó un suspiro como un sollozo, el corazón comenzó a latirle aceleradamente y se detuvo para esperar a Mario.
—Lucio Cornelio.
—Cayo Mario.
Ninguno de los dos se acercó al otro. Luego, Mario giró sobre sus talones y se puso a su lado para seguir caminando juntos, callados como tumbas. Fue Mario quien, finalmente, lanzó un carraspeo, incapaz de aguantar aquella emoción silenciosa.
—Supongo que Lucio Julio va camino de Aesernia —dijo.
—Sí.
—Debería estar en la bahía del Cráter, recuperando Pompeya y Stabiae. Otacilio está armando una buena flota ahora que tiene más reclutas. La marina siempre es el hermano pobre en la lista de prioridades del Senado. De todos modos, me han dicho que el Senado va a obligar a todos los hombres libres que no tengan impedimentos físicos a enrolarse en una fuerza especial para guarnecer las costas de la Campania y el bajo Lacio, de manera que Otacilio pueda incorporar esa milicia costera a su flota.
—Humm —gruñó Sila—. ¿Y cuándo piensan decretarlo los padres conscriptos?
—¡Quién sabe! Al menos han comenzado a hablar de ello.
—¡Maravilla de las maravillas!
—Te veo muy amargado. ¿Te crispa los nervios Lucio Julio? No me extraña nada.
—Sí, Cayo Mario, estoy amargado —contestó Sila sin alterarse—. He estado paseando por esta preciosa calle, pensando en el destino de Fregellae y el porvenir que les espera a nuestros actuales enemigos itálicos. ¿Sabes que Lucio Julio piensa legislar la concesión de la ciudadanía romana a todos los itálicos que hayan permanecido pacíficamente al lado de Roma? ¿No es estupendo?
Mario dio un paso vacilante, para inmediatamente recuperar su pesado ritmo.
—¿Ahora va a hacer eso? ¿Cuándo? ¿Antes o después de llegar como un relámpago a Aesernia?
—Después.
—Con lo cual habrás implorado a los dioses que te iluminen para entender por qué luchamos, ¿no? —dijo Mario, haciéndose inconscientemente eco de los pensamientos de Sila. A esta frase siguió una carcajada—. De todos modos, la verdad es que a mí me gusta batallar. Esperemos que haya un par de batallas antes de que el Senado y el pueblo de Roma adopten la decisión. ¡Qué cambio! Si Marco Livio Druso no estuviera entre los muertos nada de esto habría sucedido, el Tesoro estaría lleno en lugar de estar vacío y la paz reinaría en la península, llena de romanos legalizados, felices y contentos.