—Es que…
—¡Tenemos que alejar de Acerrae a Mutilo! Y lo mejor es una maniobra de distracción contra Aesernia. ¡Confia en mí, Lucio Julio! Lo haré y no perderé ningún hombre.
—¿Cuál es tu plan? —inquirió Lucio César, pensando en la derrota del desfiladero próximo a Atina en donde le había atacado Escato.
—Seguiré la misma ruta que tú, la Via Latina hasta Aquinum y luego la garganta de Melfa.
—Te tenderán una emboscada.
—Pierde cuidado, estaré prevenido —replicó Sila sin perder los ánimos, advirtiendo que cuanto más se deprimía Lucio César, más se exaltaba su imaginación.
Al jefe samnita Duilio, sin embargo, las dos espléndidas legiones que surgieron por la carretera a Aquinum no le parecieron muy aptas para repeler una emboscada. A última hora de la tarde la cabeza de la formación romana entraba confiada en las fauces del desfiladero y el samnita oía perfectamente gritar a la tropa a centuriones y tribunos, que se apresuraran a alcanzar el centro para acampar antes de que anocheciera.
Duilio miró desde la cresta, con el entrecejo fruncido y mordiéndose las uñas. Aquel descaro de los romanos ¿sería el colmo de la estupidez o alguna estratagema? En cuanto las primeras filas de la columna estuvieron a la vista, supo quién la mandaba, y, además, lo hacia a pie. Era Lucio Cornelio Sila, inconfundible con su sombrero de paja. Y Sila no tenía fama de tonto, pese a que de momento su actuación en la guerra había sido ínfima. Por la manera en que todos se apresuraban parecía que, en efecto, se disponían a hacer un campamento muy fortificado para apoderarse del desfiladero y expulsar a la guarnición samnita.
—No lo conseguirá —dijo finalmente Duilio, aún ceñudo—. De todos modos, esta noche haremos lo que podamos. Es demasiado tarde para atacar, pero haré que le sea imposible retroceder mañana cuando le ataque. Tribuno, pon en marcha una legión en su retaguardia, y sin ruido, ¿entendido?
Sila estaba con su segundo, abajo en el desfiládero, viendo a los afanosos legionarios.
—Espero que salga bien —dijo el lugarteniente, nada menos que Quinto Cecilio Metelo Pío, el Meneitos hijo.
Desde la muerte de su padre, el Numidico, había aumentado el afecto de Metelo Pío por Sila. Había servido al sur de Capua con Catulo César y los primeros meses de la guerra los había pasado ayudando a poner en pie de guerra las tropas de Capua. Aquella misión, a las órdenes de Sila, era la primera tarea realmente militar que le encomendaban desde la invasión de los germanos y ansiaba descollar, decidido a que Sila no tuviera motivo de queja de él. Estaba dispuesto a cumplir las órdenes al pie de la letra.
Sila enarcó las finas cejas, que ya no se teñía.
—Saldrá bien —dijo muy sereno.
—¿Y no sería mejor quedarnos en posición y echar a los samnitas del desfiladero? Así tendríamos asegurado el acceso al este —dijo el Meneítos animándose.
—No daría resultado, Quinto Cecilio. Sí, podríamos apoderarnos del desfiladero, pero no tenemos las dos legiones más que serían necesarias para conservarlo. Lo cual quiere decir que los samnitas volverían a tomarlo en cuanto nos fuésemos. Ellos si que tienen dos legiones de sobra. Por consiguiente, es más importante demostrarles que lo que consideran una posición inexpugnable no lo es necesariamente —dijo Sila con un gruñido contenido—. Bien, ya casi no hay luz. Que enciendan las antorchas con toda naturalidad.
Metelo Pío mandó encenderlas, de tal modo que a los vigías en las alturas les pareció en las horas siguientes que la fortificación del campamento de Sila proseguía febrilmente.
—No cabe duda que han decidido arrebatarnos el paso —dijo Duilio—. ¡Locos! Se quedarán dentro para siempre —añadió alborozado.
Pero al salir el sol, Duilio comprendió su craso error. Detrás de los enormes parapetos de piedra y tierra, levantados a ambos lados del desfiladero, no había ningún soldado; después de burlar al toro samnita, los romanos se habían esfumado. Hacia el este, no hacia el oeste. Desde su atalaya, Duilio veía la retaguardia de la columna de Sila bajo una nube de polvo camino de Aesernia. Y nada podía hacer él, pues las órdenes que tenía eran tajantes: guarnecer el paso de Melfa y no acosar a ninguna fuerza enemiga en las desprotegidas llanuras. Lo mejor que podía hacer en tales circunstancias era enviar aviso a Aesernia.
Pero eso resultó también inútil, porque Sila abrió brecha en las filas de los sitiadores y entró en la ciudad casi sin bajas.
—Es muy hábil —decía el siguiente mensaje itálico, esta vez de Cayo Trebatio, comandante samnita del cerco, a Cayo Papio Mutilo, que atacaba Acerrae—. Aesernia es demasiado extensa para poder cercarla completamente con las tropas que tengo y haberle impedido penetrar en ella, y no creo que pueda evitar que salga si lo decide.
Sila vio en seguida que los habitantes de la ciudad sitiada estaban contentos y nada deprimidos. Había diez cohortes de excelentes tropas, y a los que habían desertado de Escipión Asiagenes y Acilio se habían sumado los fugitivos de Venafrum y de Beneventum. Además, tenían un comandante competente en la persona de Marco Claudio Marcelo.
—Te agradecemos los víveres y las armas que nos has traído —dijo Marcelo—. Podremos aguantar muchos meses.
—¿Es que piensas quedarte aquí?
—¡Claro! —contestó Marcelo sonriente, asintiendo con la cabeza—. Tuve que salir de Venafrum pero estoy decidido a no moverme de la latina Aesernia. Los ciudadanos romanos de Venafrum y Beneventum han muerto todos a manos de la población —añadió, ya sin sonreír—. ¡Cómo nos odian los itálicos! Sobre todo los samnitas.
—Y con motivo, Marco Claudio —contestó Sila, encogiéndose de hombros—. Pero eso es pasado y futuro. Y lo que a nosotros nos importa es la victoria en el campo de batalla y el conservar las ciudades que son retadoras avanzadillas en el mar itálico —añadió, inclinándose hacia adelante—. Esta es también una guerra de espíritus, y hay que enseñar a los itálicos que Roma y los romanos son inviolables. He saqueado todos los asentamientos entre el paso de Melfa y Aesernia, y lo habría hecho aunque sólo hubiese habido dos casuchas. ¿Para qué? Para demostrar a los itálicos que Roma puede operar tras las líneas enemigas y apoderarse de productos de la tierra itálica para avituallar ciudades como Aesernia. Si puedes resistir aquí, querido Marco Claudio, también tú les darás una lección.
—Resistiré en Aesernia todo lo que pueda —dijo taxativo Marcelo.
Así, cuando Sila abandonó la ciudad, lo hizo con toda confianza, sabiendo que aguantaría el asedio. Cruzó al descubierto por territorio itálico, confiando en su suerte, aquel vínculo mágico que le unía a la diosa Fortuna, ya que no tenía idea de dónde paraban los ejércitos samnitas o picentinos. Y la suerte le sonrió, aun cuando pasó ante ciudades como Venafrum, arengando a sus soldados para que profirieran insultos, entre gestos de burla, contra los centinelas de las murallas. Cuando sus tropas cruzaron las puertas de Capua lo hicieron cantando, entre vítores de la enardecida población.
Le dijeron que Lucio César había marchado sobre Acerrae nada más retirar Mutilo parte de sus tropas para continuar lo que parecía un fuerte despliegue en ayuda de la sitiada Aesernia, pero, por suerte, Mutilo había permanecido en Acerrae. Dejando a Catulo César para asegurarse de que sus hombres se tomaban un merecido descanso, Sila montó en una mula y salió en busca de su general.
Lo encontró de malhumor y sin la caballería que Sexto César había transportado por mar.
—¿Sabes lo que ha hecho Mutilo? —inquirió Lucio César nada más entrar Sila.
—No —contestó éste, apoyándose en una columna hecha de lanzas capturadas al enemigo y resignándose a oír una letanía de quejas.
—Al capitular Venusia y unirse sus habitantes a la causa itálica, el picentino Cayo Vidacilio encontró un rehén enemigo confinado en aquella ciudad. Yo me había olvidado completamente de que estaba allí, y supongo que nadie se acordaba ya de Oxintas, uno de los hijos del rey Yugurta de Numidia. Bien, pues Vidacilio envió al númida a Acerrae; yo, en el ataque, utilicé la caballería númida en vanguardia. ¿Y sabes lo que hizo Mutilo? ¡Sacó a Oxintas en cortejo con una túnica púrpura y una diadema! Y mis dos mil soldados de caballería se arrodillaron ante un enemigo de Roma! —exclamó Lucio César tragándose la rabia—. ¡Y pensar lo que ha costado traerlos hasta aquí! ¡Todo en vano!
—¿Y qué has hecho?
—Los cerqué y los obligué a marchar hasta Puteoli para que los embarquen a Numidia. ¡Que su rey se encargue de ellos!
—Muy bien hecho, Lucio Julio —dijo Sila, irguiéndose y acariciando la columna de lanzas capturadas—. ¡Vamos, no has sufrido ningún desastre militar por mucha exhibición de Oxintas! Has ganado una batalla.
El congénito pesimismo de Lucio César comenzó a disiparse, a pesar de que era incapaz de esbozar una sonrisa.
—Sí, he ganado una batalla…, eso si. Mutilo atacó hace tres días, supongo que al enterarse de tu fantástica entrada en Aesernia rompiendo el cerco. Yo le engañé sacando las tropas por la puerta trasera del campamento y matamos seis mil samnitas.
—¿Y Mutilo?
—Se retiró en el acto. De momento, Capua no corre peligro.
—¡Excelente, Lucio Julio!
—Ojalá yo pensara igual —replicó Lucio César, entristecido.
—¿Qué más ha sucedido? —inquirió Sila, reprimiendo un suspiro.
—Publio Craso ha perdido a su hijo mayor ante Grumentum y quedó encerrado mucho tiempo en la ciudad. Afortunadamente para Publio Craso y su hijo mediano, los lucanos son tan veleidosos como indisciplinados, y cuando Lamponio salió para otro destino con sus tropas, Publio y Lucio Craso pudieron huir —dijo el comandante en jefe con un profundo suspiro—. Esos locos de Roma querían que lo dejase todo y compareciese allí nada menos que para asesorarles en la elección de un cónsul
suffectus
sustituto de Lupo hasta las elecciones. Los mandé a paseo, aconsejándoles que lo dejen en manos del pretor urbano; Cinna es muy capaz —volvió a lanzar un suspiro, un resoplido y cambió de tema—. Cayo Celio, en la Galia itálica, ha enviado un ejército bastante decente al mando de Publio Sulpicio para que ayude a Pompeyo Estrabón a levantar su engreído trasero de Firmum Picenum. ¡Le deseo toda la suerte del mundo para tratar con ese bizco semibárbaro! Ah, tengo que decirte que Cayo Mario y tú teníais razón respecto al joven Quinto Sertorio. En estos momentos es él quien manda en la Galia itálica y lo hace mejor que Cayo Celio. Celio ha salido a toda prisa para la Galia Transalpina.
—¿Qué sucede allí?
—Los saluvios han emprendido una mortífera incursión de caza de cabezas —contestó Lucio César con una mueca—. ¿Qué esperanzas hay de civilizar a esas gentes si los siglos que llevan en contacto con la cultura romana y griega son como si nada? En cuanto pensaron que ya no los vigilábamos, han vuelto a sus bárbaras andanzas. ¡Caza de cabezas! He enviado a Cayo Celio un mensaje personal dándole instrucciones para que actúe sin contemplaciones. No podemos permitirnos una insurrección general en la Galia Transalpina.
—Así que el joven Quinto Sertorio aguanta bien en la Galia itálica… —dijo Sila, con una expresión mezcla de cansancio, impaciencia y amargura—. ¿Y qué otra cosa podía esperarse? Ganador de la corona de hierba antes de cumplir treinta años.
—¿Tienes envidia? —inquirió Lucio César, malicioso.
—¡No, no le tengo envidia! —espetó Sila—. ¡Que tenga suerte y vaya a más! Me gusta ese joven. Le conozco desde que era cadete con Mario en Africa.
Lucio César profirió un sonido ambiguo y volvió a ensimismarse en su tristeza.
—¿Ha sucedido algo más? —se apresuró a preguntar Sila.
—Sexto Julio César al frente de la mitad de las tropas que trajo por mar se puso camino de Roma por la Via Appia, y supongo que piensa pasar allí el invierno. Está enfermo, como de costumbre —añadió Lucio César, que no sentía gran afecto por su primo—. Afortunadamente tiene a su hermano Cayo y entre los dos forman un individuo aceptable.
—¡Ah, así mi amiga Aurelia tendrá marido por un buen rato! —comentó Sila con una tierna sonrisa.
—¿Sabes que eres muy raro, Lucio Cornelio? ¿Qué puede importarnos eso?
—No importa nada. Pero tienes razón, Lucio Julio. Soy muy raro.
Lucio César vio algo en el rostro de Sila que le impulsó a cambiar de tema.
—Tú y yo nos pondremos en marcha pronto —dijo.
—¿Ah, si? ¿Con qué misión? ¿A dónde?
—Tu maniobra en Aesernia me ha convencido de que esa ciudad es clave en este frente. Mutilo, después de su derrota, se dirige allí, o al menos es lo que informa tu servicio de espionaje. Yo creo que debemos dirigirnos allí también. Aesernia no debe caer.
—¡Oh, Lucio Julio! —exclamó Sila desesperado—. ¡Aesernia no es más que una espina espiritual en la zarpa itálica! Mientras resista, los itálicos tendrán sus dudas respecto a ganar la guerra; aparte de eso, Aesernia no tiene importancia. Además, está muy bien aprovisionada y tiene un comandante muy capaz y decidido en Marco Claudio Marcelo. Déjale que siga dejando a los sitiadores con dos palmos de narices y no te preocupes. Si Mutilo se ha retirado al interior, la única ruta es el paso de Melfa. ¿Para qué arriesgar nuestras valiosas tropas?
—¡Tú lo cruzaste! —replicó Lucio César, ruborizado.
—Sí, porque los engañé. Pero no podremos repetirlo.
—Lo cruzaré —replicó Lucio César, hierático.
—¿Con cuántas legiones?
—Con todas las que tenemos; las ocho.
—¡Oh, Lucio Julio, no lo hagas! —imploró Sila—. Sería mejor y más prudente concentrarnos en expulsar a los samnitas del Oeste de Campania de una vez por todas. Con ocho legiones en bloque podemos apoderarnos de todos los puertos que tiene Mutilo, reforzar Acerrae y tomar Nola. ¡Nola es más importante para los itálicos que Aesernia para nosotros!
Los labios del general se crisparon de disgusto.
—¡Quien está al mando soy yo, no tú, Lucio Cornelio! Y he dicho que a Aesernia.
—Por supuesto, lo que tú digas —contestó Sila, encogiéndose de hombros.
Siete días más tarde, Lucio Julio César y Lucio Cornelio Sila marchaban hacia Teanum Sidicinum con ocho legiones, toda la fuerza disponible en el frente sur. El fondo supersticioso de Sila iba soliviantado, pero no le quedaba más remedio que obedecer. El general era Lucio César. Una lástima, pensaba Sila caminando en cabeza de sus dos legiones —las mismas que había llevado a Aesernia— y viendo delante de él la gran columna de tropas serpenteando por las colinas. Lucio César le había situado en retaguardia, lo bastante alejado para que en cada alto del camino no participase en las conversaciones en su tienda. Ahora era Metelo Pío el Meneitos quien compartía las charlas con Lucio César, un privilegio que no le apetecía nada, porque él quería estar con Sila.