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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (51 page)

BOOK: La comerciante de libros
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—La abadía estaba limpia, gracias al aviso de un amigo cuyo nombre no recuerdo. Cuando se es vieja, la memoria... —La abadesa sonrió. El hermano Gabriel también sonrió un poco, señal del nuevo compañerismo que nacía entre los dos—. Se llevaron todo lo que había en el
scriptorium
de Anna. Nada comprometedor. Un libro de poesía y algo de música que estaba copiando para Bek.

El puso cara de preocupación.

—¿Cómo está Bek? Tenía mucho apego a Anna. ¿Se encuentra bien?

A la abadesa le gustó que preguntara por el niño. Roma no le había quitado la compasión.

—Le cuida la hermana Matilde. Se han cogido afecto. Le está enseñando a tocar las campanas de la capilla.

—¡Las campanas de la capilla! ¡Pero si él odia el ruido de las campanas!

La abadesa sintió tensarse sus cicatrices al sonreír. Daba gusto pensar en aquellos pequeños éxitos. «Todo cuanto hay de amable, todo eso tenedlo en cuenta», había escrito el apóstol san Pablo en su Carta a los Filipenses. Buen consejo para malos tiempos.

—Sólo si no lo controla. Él compone los cambios y la hermana Matilde le ayuda a ponerlos por escrito. Al acostarse todavía canta el nombre de Anna, por supuesto. Es su versión de la oración de completas, o una nana que le ayuda a dormirse.

—¿Le daréis un mensaje de mi parte cuando se despierte? Decidle que ha vuelto VanClef. Decidle que VanClef se ha ido a buscar a Anna.

—¿Descansaréis un poco antes de iros?

—No puedo descansar, madre, al menos hasta haberla visto y haberle pedido perdón.

—Entonces id con Dios.

Sonaron las campanas de prima; no era el tañido monótono de una sola campana, sino una cacofonía de sonidos gloriosos, con una energía sorprendente.

—Son las campanas de Bek —dijo la abadesa—. Tiene una melodía distinta para cada oficio, si es que se puede llamar melodía a este alegre clamor: secuencias matemáticas que guarda en su cabeza.

Gabriel sonrió.

—Esto por sí solo ya demuestra que existen los milagros. Ahora, rezad para que haya otro.

Cuando el hermano Gabriel se fue en su caballo, Kathryn se unió a la procesión que entraba en la capilla. Era 3 de abril, la festividad de santa Irene, la doncella del siglo IV quemada por leer las Sagradas Escrituras. Qué irónico, pensó... No, era el cansancio, que contaminaba su cerebro con pensamientos importunos. Todo iría bien. El hermano Gabriel encontraría a la muchacha y usaría su influencia para velar por su seguridad. Enrique IV estaba muerto. Había pasado el viejo orden. Dios, por favor, que el nuevo rey fuera más tolerante con la causa...

Estaba tan agotada que se quedó dormida a medio oficio.

* * * * *

—Madre, ha terminado el oficio.

Era la novicia que atendía a Kathryn. La estaba sacudiendo suavemente para despertarla.

—Sí, sí, claro —dijo ella, antes de murmurar el último verso del
tedeum
, contenta de llevar el velo y con la esperanza de que la joven atribuyese su estado a la contemplación, no al cansancio.

Entumecida de tanto conservar la misma postura, cogió la mano que le ofrecía la novicia. Al salir de la capilla sintió el calor brusco del sol en la cara.

Se paró.

—Creo que me quedaré a meditar un poco más. —Pensó en las tareas cotidianas que tenía por delante—. O quizá no.

Suspiró.

Estaban al lado de la puerta de la pequeña habitación donde se había alojado Anna. Poco a poco caló en ella otra vez todo el espanto de la situación.

—Voy a preparar un baúl pequeño para Anna. Después quizá encontremos a alguien que se lo lleve.

«¿Quién?», pensó en cuanto lo dijo. Desde la huida de sir John y lady Joan, en el castillo de Cooling no quedaba nadie. Si pudiera mandarle un mensaje a Anna, unas palabras tranquilizadoras, ropa, incluso algún dinero... Había oído que los prisioneros se tenían que pagar la comida. A Anna se la habían llevado sólo con lo puesto. La abadesa ni siquiera sabía adónde. «Buena suerte, hermano Gabriel», pensó. Buena suerte.

Entretanto, escribiría una carta a la oficina del arzobispo para preguntar por el paradero de Anna. A fin de cuentas era abadesa y amiga de un amigo del rey, sir John Oldcastle. ¡Alguien de la oficina le respondería! A menos que tuvieran demasiado miedo de mancharse de herejía...

Hacía tres días que se habían llevado a Anna. El pequeño Bek se había instalado en la habitación de la hermana Matilde, cuya celda era la más próxima al campanario, y la de Anna olía a humedad al no estar habitada. Kathryn descolgó de la ventana el pergamino engrasado, para que entrara aire fresco. Cogió los dos vestidos de la joven, los dobló con cuidado y los puso al fondo del arcón. Pronto habría que ensancharlos. Decidió meter aguja e hilo en el arcón. Quizá Anna se distrajese de sus miserias con la costura.

Suponiendo que hubiera bastante luz para coser... Cogió algo muy valioso de sus reservas: tres velas.

El contenido del arcón seguía desperdigado por la cama, tal como lo habían dejado los hombres del obispo. Dobló dos camisas nuevas y las añadió al montón. Después introdujo una barra de jabón que olía muy bien y un trapo limpio que estaba junto al aguamanil. También el cepillo de Anna. Recordó sonriendo su gran masa de rizos, y añadió una redecilla.

En la cama había un rayo de sol que arrancaba esquirlas de luz al collar de plata. Kathryn lo cogió. Haría reparar la cadena y también se la enviaría. Anna había dicho que era una herencia familiar. Tener el collar la consolaría.

Era poco corriente, con algo especial en la cruz. Kathryn ya había visto uno parecido. Era por la colocación de las perlas. Cerró los ojos. Decididamente, necesitaba un tónico que equilibrase sus humores y reavivase su sangre de vieja. Cerró los dedos en torno al collar, palpando los pequeños brazos de filigrana de la cruz, sembrados de perlas al azar. No, al azar no, sino con gran astucia. Una estrella escondida. ¡Una estrella de seis puntas!

Se sentó pesadamente en la cama. El examen de la cruz azuzó viejos recuerdos que habían reposado demasiado tiempo. Y lo que le ofreció la memoria fue una imagen de la misma cruz alrededor del cuello esbelto de una joven de pelo azabache, ojos vivos y piel blanca como la leche. Nada que ver con Anna, con su pelo tan brillante como..., ¡como el de Alfred! Y los ojos tan azules como los de Colin. Y la piel tan blanca y suave como la de Colin. La frente de Kathryn se mojó de sudor a pesar del frío del dormitorio. Se vio a sí misma intentando ponerle una chaqueta de pieles a una niña de rizos claros y piel blanquísima que se resistía. Fue un recuerdo doloroso para su anciano corazón.

No. La situación estaba rebasando los límites de la razón para dar cumplimiento a algún deseo oculto. Aquella niña se llamaba Jasmine.

«Le he puesto un nombre cristiano, por la madre de la Virgen», le había dicho la vieja comadrona.

Y Kathryn a Finn: «Fue bautizada con el nombre de Anna».

Anna, tan temperamental como su tío; Anna, la de los ojos claros y serenos de su padre; Anna, que con tanto amor se refería a su anciano y querido abuelo.

Finn. El abuelo por el que llevaba luto Anna.

Finn, el gran amor de Kathryn, el hombre a quien había traicionado.

Su viejo corazón palpitaba como un pájaro salvaje. Sintió un dolor agudo que se transmitió desde su corazón hasta su brazo. Intentó levantarse para llamar a alguien, pero se le doblaron las piernas.

—¿Os encontráis bien, madre?

Era la hermana Matilde, inclinada hacia ella.

La abadesa oyó su nombre en boca de la monja, pero no tuvo aliento para contestar. Todos sus pensamientos y toda su energía estaban volcados en sondear la respuesta que aguijoneaba su mente.

—¡Id a la botica y pedidle a la hermana un poco de digital! —gritó Matilde a las otras hermanas que se estaban reuniendo.

¡Jasmine! Era a Jasmine a quien se había llevado el arzobispo; Jasmine, la niña a quien Kathryn había acunado y querido, y que había sido su único consuelo. No, Dios no era un cruel bromista. No le enviaría a la niña sólo para llevársela, como se habían llevado encadenado a Finn.

Sintió una presión en el pecho e hizo el esfuerzo de respirar, junto al de sosegar su viejo corazón. No podía morirse en un momento así. No ahora que la necesitaba Jasmine.

Era lo mínimo que le debía a Finn.

* * * * *

Lady Joan pagó al mensajero y rasgó con avidez el paquete de cartas, ignorando los requerimientos de su nieto de dos años, que intentaba subírsele a las faldas. Se lo había llevado al patio para que su hija, lady Brooke, descansara un poco de las incesantes quejas del pequeño. Era objeto de los mimos más desorbitados porque el hijo anterior había nacido muerto y el de antes había fallecido de fiebre a los quince meses.

—Un momento, tesoro.

—Arriba. Arriba.

El niño levantó unos brazos regordetes y apretó los puños. Lady Joan se sentó en el murito de piedra que rodeaba el patio y sentó al bebé en su regazo. Con la otra mano levantó la carta hacia el sol para leerla.

¡Su John estaba en Herefordshire, sano y salvo, y sin problemas! ¡Gracias a Dios y a todos los santos! Su mirada hambrienta recorrió la página. John había respondido a la citación eclesiástica con una declaración escrita de sus creencias, en la que cuestionaba la venta de indulgencias y la confesión de los sacerdotes, e insistía en que la verdad del evangelio sólo se componía de la doctrina presente en las Sagradas Escrituras.

¿Cómo sino —alegué, querida esposa mía— puede un hombre (o una mujer) conocer la verdad, si no se le permite leer e interpretar por sí mismo las palabras de nuestro Señor? ¿Deberá dejar su fe en manos de curas avariciosos y frailes pecadores, dispuestos a venderle lo que Dios, en sus propias palabras, ofrece gratuitamente a toda la humanidad?

Sin embargo, la vista de Joan resbaló deprisa por el tratado teológico de John, buscando las palabras que anhelaba oír. Ahí estaban, ni tan siquiera en clave, sino expresadas con total franqueza, señal de que John debía de considerar que ya había amainado la tormenta.

Tengo la plena seguridad de que lo peor que puede hacerme Arundel es la excomunión, y dado que las llaves del auténtico reino de los cielos las tiene mi Cristo, no un Papa anticristo, no la temo. En cuanto a ti, amor mío, teniendo en cuenta que sobre tus tierras siempre ha pesado un interdicto, probablemente puedas volver sin peligro. Gracias a la ley que hicimos aprobar en el Parlamento, sin una orden escrita del rey, el arzobispo no tiene poder para acosarnos más de lo que lo hace. Yo me quedaré un poco más, hasta que se apague el fuego del viejo Arundel. Enrique IV ha muerto y la corona ha pasado a Harry. Tengo la esperanza de que sea más tolerante, como antiguos compañeros de armas que fuimos. Dentro de poco podremos volver a nuestras «actividades normales».

¡Cuánto se fiaba de la camaradería!

Entretanto, mi querida esposa, vuelve al castillo de Cooling y ve a ver a nuestros amigos para aconsejarles que sean cautelosos y esperen pacientemente mi regreso. No falta mucho tiempo para que te tenga en mis brazos, aunque es posible que deba ir a verte al amparo de la noche hasta que se aclare el panorama; pero ¿no ha sido siempre la noche nuestra amiga?

Se levantó, pasándose al bebé desde el regazo a la cadera, y entró en la sala principal.

—¡Bridget —le dijo a su doncella—, prepárame el arcón de viaje, que nos vamos a casa!

* * * * *

Una semana después, sir John yacía con su esposa en la cama alta con cortina del dormitorio del señor del castillo de Cooling. Faltaba poco para el alba y hacía frío, porque aún no estaban encendidas las chimeneas de las habitaciones. Lady Joan se había acostado sin pedir brasas. Entre ella y John ya generaban bastante calor.

—Da gusto estar en casa, dulce esposa mía, pero no me puedo entretener. Debo salir antes de que cante el gallo. Mientras permanezca aquí, en la diócesis de Arundel, estaré sujeto a la autoridad del arzobispo y seré una presa demasiado fácil.

—¿Y estáis seguro, señor mío, de que vuestra amistad con el nuevo rey podrá soportarlo? Arundel no se rendirá fácilmente.

De momento no se lo había dicho, porque no quería romper el embrujo de la reunión, y John venía pensando en otras cosas que relegaban a un segundo plano las urgencias de la política y la religión, pero ahora tendría que saberlo.

Joan tenía apoyada la cabeza en el brazo de John. Sintió el roce de sus labios en la coronilla.

—¿Has ido a ver a la abadesa? ¿Va todo bien?

¡Ni que le leyera el pensamiento!

—La abadesa ha estado muy enferma, pero dicen que se recupera. Le he llevado dos veces infusión de fárfara con miel y carne en conserva. La última vez me pareció más fuerte. Estuvimos una hora viendo formarse las primeras yemas bajo el sol de primavera, aunque ella no habló mucho. Por su manera de mover la cabeza, yo creo que se quedó dormida, aunque con el velo no se le notaba. Se despertó una vez para preguntarme si conocía a su nieta. Cuando le pedí más información, se rió sin fuerzas y dijo que había estado soñando. Nada más.

—Pues tiene tiempo de sobra para descansar. Me temo que no habrá copias durante una buena temporada. Creía que Arundel registraría la abadía.

—Ya la registró.

—Pero no encontró nada, ¿verdad? El nido estaba limpio. La abadesa lo había quemado todo, ¿verdad?

—Me temo que no todo.

Joan se resistía a contarlo, sabedora del afecto de John hacia la joven y de que se sentiría responsable de haberla puesto en peligro, al igual que ella.

—La joven viuda de Praga. Descubrieron que tenía una Biblia de Wycliffe... y otro libro, un libro judío de conjuros. La han arrestado, John. Se la llevaron al palacio de Lambeth para interrogarla.

Él dijo una palabrota entre dientes. Oyeron el primer canto del gallo.

—Aquí está mi señal —dijo él, levantándose y cogiendo los pantalones, que con las prisas había dejado tirados sobre una silla—. Voy a ver a Harry. Exigiré que suelten a la chica.

Típico de él: ante todo actuar, sin haber meditado a fondo sus decisiones. ¡De cabeza, y al cuerno con las consecuencias! Gracias a ello había destacado en el campo de batalla, pero aquella lucha no era tan sencilla.

—¡Piensa un poco, John! Arundel quiere interrogarla para conseguir pruebas contra ti y usará la acusación de brujería para presionarla. ¿Qué chica joven podría aguantar la amenaza de ser quemada? Lo único que lograrás intercediendo por ella ante el rey será reforzar los argumentos contra ti y contra ella.

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