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Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—Pues...
—Naturalmente que sí, excelencia —tronó lord Cobham—. Nunca he pretendido ocultarla. La Biblia de Wycliffe está en mi solana, sobre una mesa, junto a la traducción latina de la Vulgata, para que todos puedan leer las palabras de Nuestro Señor. No es necesario que interroguéis a este hermano. Os confesaré yo mismo mi fe. No tengo nada que esconder.
Su respuesta llenó a Gabriel de una mezcla de alarma y gratitud.
Sir John siguió hablando.
—Creo en que la salvación procede únicamente de Cristo, sin intermediarios.
Arundel se puso nervioso. De momento sir John se ajustaba a la doctrina católica.
—Prudente respuesta, sir John, pero ¿no es cierto que negáis el milagro de la misa y la necesidad del confesionario?
—Yo no niego el milagro de la misa. —El acusado hizo una pausa, como si sopesara en su propia balanza el coste de la verdad. Después sacó la barbilla y dijo con bastante fuerza como para ser oído fuera de la sala—: Niego que el pan se convierta literalmente en el cuerpo de Cristo dentro de la boca. Niego que el vino se convierta literalmente en su sangre. Simbolizan el sacrificio de nuestro Señor. El milagro de la misa no reside en trozos de carne y sangre, ni en las buenas artes del panadero y del vinatero, sino en la gracia salvadora de Nuestro Señor Jesucristo.
Arundel se apoyó en el respaldo, sonriendo.
—¿Y el confesionario?
—Los sacerdotes son simples facilitadores de la confesión. Cualquier hombre o mujer puede confesarse a Jesucristo sin la mediación de un sacerdote.
La sonrisa de Arundel se ensanchó.
—¿Y el Santo Padre? ¿Y las sagradas reliquias? Es de dominio público que disteis la espalda a la cruz durante la procesión de Semana Santa.
La aguda voz del arzobispo casi se había reducido a un susurro.
Gabriel cerró los ojos y esperó lo inevitable.
—Creo que depositar esperanzas, fe o confianza en imágenes es el gran pecado de la idolatría. Un Papa que autoriza la venta de reliquias e indulgencias es para mí el Anticristo. Estas prácticas no contribuyen a impartir la gracia a quienes pecan sin querer. Sólo sirven para engrosar las bolsas de los bulderos sin escrúpulos y el tesoro romano, a la vez que mandan al infierno a los pecadores con sus engaños. — Sir John repitió en voz más alta, por si alguien de la sala no le había oído—: Un Papa que autoriza la venta de reliquias e indulgencias es para mí el Anticristo.
Los espectadores se quedaron sin aliento todos a la vez. Se oyeron algunas exclamaciones entre los bulderos y los frailes: «¡Hereje! ¡Que quemen al hereje!». Algunos que ya habían oído bastante empezaron a ir hacia la puerta. El ambiente estaba muy alterado, pero sir John guardaba una calma extraña. Gabriel se la envidió, porque a él de repente le atenazaba el miedo y la seguridad de que era inminente su propio arresto, al que seguiría la tortura hasta que confesase su herejía.
Buscó con la mirada una salida.
Arundel ya no sonreía. Ahora estaba lívido de rabia. Dio un golpe en la mesa con el mazo.
—Vuestras propias palabras os condenan como hereje, lord Cobham. No necesitamos ningún otro testimonio. —Departió un momento con los otros dos—. Si confesáis y os sometéis, seréis absuelto.
Era la única oportunidad de escapar de Gabriel, mientras la ira de Arundel fuese tan abrasadora que le impidiera pensar en algo más que en encender el fuego a los pies de su enemigo. Algunos frailes dominicos del público se habían adelantado. Gabriel se acercó al borde de la multitud, se puso la capucha y miró hacia atrás.
Una de las franjas de luz que entraban por las ventanas cruzó el rostro de sir John, que al levantar las manos (atadas) para protegerse la vista se pareció a los santos de los textos miniados.
—No pienso confesar ante vosotros —dijo—. Mis pecados, que son muchos, sólo se los confieso a Dios. Podréis condenar mi cuerpo, pero nada podréis contra mi alma.
Arundel ya no sonreía.
—En tal caso, lord Cobham, no tenemos más remedio que condenaros por herejía y entregaros a los hombres del rey para que seáis ejecutado. Que Dios, con quien decís tener tal familiaridad, se apiade de vuestra alma.
Dio otro golpe con el mazo.
Era el momento tan esperado por los asistentes. En el tumulto general, Gabriel se escapó por el arco que daba al refectorio, pensando en Anna, en el hijo de ambos y en la furia que había desatado sobre sus cabezas.
* * * * *
Anna vigilaba a diario el camino entre Appledore y la casa de su suegra, y cada día veía lo mismo. Por el camino del pueblo no venía nadie. Pensó en lo triste que sería pasar ahí el invierno, pero a la señora Clare no se lo parecía, por lo visto... Su actitud severa no impedía que a veces Anna la oyera canturrear mientras hacía las tareas domésticas. Hoy el camino estaba cubierto de niebla. El cielo gris se fundía con el mar hasta el punto de que resultaba difícil determinar si era el cielo el que engullía al mar o el mar el que engullía al cielo. Todo era un gran vacío.
—Tienes que ser paciente —dijo la señora Clare.
Anna no acababa de verla como la madre de Gabriel. El único parecido que observaba eran las manos, bonitas y bien constituidas a pesar de lo enrojecido y agrietado de la piel. Se había fijado en ellas por primera vez al ver en los hombros de Gabriel al pequeño Bek, con unas manos bien formadas sujetando sus raquíticas rodillas.
—Cuesta... —dijo Anna— no saber.
—Vendrá —respondió la taciturna mujer.
En los ojos de la señora Clare había una fuerza dura y resuelta que a Anna le recordaba al hermano Gabriel. Era una mirada que sólo había visto una vez en VanClef: el día de la discusión sobre las indulgencias.
El bebé se despertó y empezó a llorar, pero se calló cuando Anna movió un poco la cuna, regalo de sir John y lady Joan.
«Hice mal en dejar que me trajera aquí, a este sitio donde sopla el viento todo el día —se dijo Anna—. Debería haberme quedado con la madre superiora y Bek. Al menos allá habría tenido noticias.»
—Me voy al pueblo —dijo mientras se envolvía con un chal, y se agachaba para coger al niño dormido.
—Ya le vigilo yo.
—Gracias. —Alisó la manta y le arrebujó un poco más en ella, pensando en lo pequeño y frágil que se le veía—. No tardaré mucho.
El pueblo sólo quedaba a unos cuantos estadios. Entró en la primera tienda, que era la del fabricante de velas, y compró unas cuantas de sebo.
—¿Hay noticias de Londres? —preguntó como si careciera de importancia—. ¿Algo nuevo de la corte del rey?
Como si fuera una simple comadre en busca de chismes.
—Acaba de subir el precio de la cera de abeja. Un nuevo impuesto para las nuevas guerras del rey en Francia —rezongó el velero—. Ayer pasaron unos peregrinos de Canterbury y dijeron que el arzobispo juzgará por herejía a sir John Oldcastle. Mal asunto. Lo más probable es que le quemen.
Anna vio mentalmente a su bebé, plácidamente dormido en la cuna (regalo de sir John) como si no estuviera rodeado de un mundo enloquecido de hombres feroces e iracundos que usaban la palabra de Dios como una excusa para matar y mutilar.
—¿Era el único? —preguntó, pensando en la abadía y en lady Joan. Pensando también en su marido.
—¿El único?
—Detenido.
Pagó las velas.
—Por lo que se decía, no había ningún otro. —La mirada del velero se volvió interrogante—. ¿No estáis con la mujer mayor que vive en la casa del cabo?
—Sí. Me llamo Anna.
—Pues no hace ni una hora que ha pasado un mensajero con una librea muy elegante preguntando por vos.
Anna aguantó la respiración.
—¿Qué colores llevaba?
El velero se rascó la cabeza.
—Rojo y algo... plateado, creo.
Los colores del castillo de Cooling eran el rojo y el plateado, pero el velero no estaba seguro del segundo. Anna hizo un gran esfuerzo mental para intentar acordarse de los colores del arzobispo.
—¿Le habéis dicho dónde podía encontrarme?
—Sí. Me sorprende que no os hayáis cruzado con él.
Con lo solitario que era el camino de las marismas, seguro que Anna se habría fijado en un jinete, hasta con niebla. ¿Y si era un espía del arzobispo? «Si Arundel se entera de nuestro matrimonio, podría ser peligroso para ti y mi hijo.»
Salió disparada por la puerta, sin despedirse siquiera del velero.
Se ciñó bien el chal y tomó el camino a casa con el corazón alborotado. En medio de la niebla, la casita brillaba como un faro. Hacia ese faro caminaba Anna, encorvada contra el viento que soplaba del norte.
Al acercarse vio la silueta de un caballo atado a un arbolito. Se levantó las faldas y corrió sin respirar, hasta que estuvo bastante cerca para ver el rojo y el plata de la librea de Cobham.
Tiritando de frío y de alivio, se recordó que podía ser una trampa; sin embargo, al entrar vio al guardián del castillo de Cooling, a quien ya conocía, inclinado sobre la cuna y haciendo ruiditos con la lengua a su pequeño ocupante. La señora Clare no se alejaba ni un momento, con el celo vigilante de un petirrojo hembra. El guardián se irguió y entregó a Anna un pergamino enrollado, con el sello de la abadía.
—Es de una de las monjas, señora. Me ha dicho que espere la respuesta.
Anna se apresuró a romper el sello. Reconoció la letra de la hermana Matilde.
—Es mi abuela —le dijo a la señora Clare—. Está muy enferma y quiere verme.
—Pues entonces tienes que ir.
—Pero ¿cómo? A él no me lo puedo llevar. Sería demasiado peligroso. Además, tiene que mamar.
Después de una ausencia tan breve, Anna ya se sentía los pechos muy hinchados.
—No, hay otras maneras; puedo ponerle en la boca un vaso de miel y agua de cebada.
—No sé... Nunca he...
—No le faltará de nada. Era como alimentábamos a mi hermano pequeño cuando mi madre estaba demasiado enferma para darle el pecho, y se hizo tan fuerte que se embarcó a los dieciséis años. No he vuelto a saber nada de él. —La señora Clare miró directamente al mensajero—. ¿La llevaréis vos a la abadía?
—Por eso estaba esperando.
—¿Y la traeréis aquí al final de la visita?
—Sí. Ahora que vuelve a estar fuera lady Joan, en el castillo no hay gran cosa que hacer.
—No sé...
El bebé se despertó y empezó a llorar. Anna quiso cogerlo, pero la señora Clare le puso una mano en el brazo para detenerla.
—No, deja que tenga hambre. Voy a poner a hervir la cebada, y te haré una demostración para que te vayas tranquila.
Dos horas después, Anna quedó asombrada al ver que su hijo de dos meses bebía en abundancia el agua con miel que le ponían en la boca. La siguiente toma fue de pecho, más para alivio de Anna que del bebé.
Al amanecer del día siguiente se fue con el guardián del castillo de Cooling.
—Si no vuelvo cuando aparezca Gabriel, y hay peligro, decidle que se lleve a nuestro hijo a algún lugar seguro. No debería seguirme. Volveré, a menos que...
La señora Clare demostró haberla entendido con un gesto sobrio de la cabeza.
—No dejaremos que le pase nada —dijo.
¿De qué vale un buen caballero? [...] Yo os
digo que, sin buenos caballeros, el rey es
como un hombre que no tiene pies ni manos.
Gutierre Díaz de Gámez
,El Victorial
(siglo XV)
—¡Que insensato! —Harry daba vueltas por su estancia. Beaufort acababa de darle la noticia de la confesión de sir John—. ¡Si le había avisado! ¿Qué espera que haga?
Una ráfaga de viento sacudió el cristal de la ventana e hizo parpadear las velas del candelabro redondo colgado de las vigas. Las sombras se agitaron.
—A mi entender, excelencia, espera un real indulto.
—Pues entonces espera demasiado. Ya conoce las reglas. Aún no me han ungido, e ir en contra de Arundel sería un regicidio... y un suicidio.
Beaufort estaba muy serio.
—Podrían salir en su defensa los hombres de lord Cobham, quien, por otra parte, goza de mucha popularidad entre la clase campesina. Ni siquiera el fraile enviado para espiarle ha querido dar pruebas contra él. —Y añadió entre dientes—: No querría yo estar en su lugar.
—¿O sea, que empezaré mi reinado igual que mi padre, con una insurrección entre mis propios nobles? —Harry dejó de dar vueltas—. ¿Tú qué me aconsejas, tío? Comparte conmigo tu buen juicio.
Ahora quien daba vueltas era Beaufort.
—Lo he meditado a fondo, excelencia, y no hay ninguna respuesta política posible. O incurrís en la ira del arzobispo, a quien necesitáis para que os corone, dando con ello legitimidad a vuestro reinado, o bien os arriesgáis a una guerra civil con vuestros nobles.
Se agachó para atizar el fuego que chisporroteaba en la chimenea —una simple treta para ganar tiempo, como bien sabía Harry—. Beaufort era un estratega. Por eso era canciller, no por nepotismo, como osaban insinuar algunos.
—Exacto —dijo Harry—, pero se te olvida algo: la deuda de lealtad para con un amigo.
—¡Ah, señor, pero es que la lealtad es una puerta que se abre en ambos sentidos! ¿No es cierto que lord Cobham ya ha traicionado vuestra amistad yendo en contra de vos? ¿Acaso estáis obligado a respetar un lazo que ha sido roto?
Harry no dijo nada, pero en sus pensamientos echaba un pulso con Merry Jack sobre una mesa de taberna, mientras la señora Quickly, Balrdolph y Pistol jaleaban a sus favoritos. Casi olía el sudor y la cerveza derramada.
Beaufort se aclaró la garganta, y de paso la memoria del rey.
—He aquí mi consejo, majestad: no le perdonéis, pero aplazad cuarenta días su ejecución, alegando que es lo que se merece un caballero del reino. Decid que intentaréis razonar con lord Cobham y convencerle de que se retracte. Arundel se enfadará, pero no lo bastante como para retrasar la coronación, sobre todo sabiendo que al cabo de los cuarenta días tendrá la pira que desea.
—¿Saberlo? ¿Cómo?
Beaufort no apartó la mirada al contestar.
—Como todos los que asistieron al juicio. Sir John Oldcastle no se retractará. Para bien o para mal, se considera vasallo de un señor más alto que vuestra majestad, y está dispuesto a dar la vida por él.
—¿Entonces de qué sirve...?
—Así ganaréis tiempo, y nunca se sabe qué puede ocurrir. Además, no tendréis su muerte sobre la conciencia. Habréis hecho todo lo que estaba en vuestras manos. La misericordia es propia de un monarca.