La comerciante de libros (49 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: La comerciante de libros
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El sargento levantó el arcón y lo dejó al revés sobre la cama para examinarlo detenidamente.

—Suena macizo —dijo, dándole unos golpes.

—Como debería sonar —dijo Arundel— si contuviese algo sólido, como, por ejemplo..., no sé..., ¿ladrillos? —Miró taimadamente a Anna, como un zorro oliendo una presa—. ¿O... libros?

Se agachó, pasó los dedos cargados de anillos por las tallas y se paró en las dos rosas de la esquina. Al presionar los centros con los pulgares, saltó una tapa. La sonrisa del arzobispo se comunicó a sus ojos.

Anna se quedó completamente inmóvil. No pensaba darle la satisfacción de mostrarse asustada.

—Muy inteligente —dijo. Clavó la vista en el arcón—. ¿Qué es todo esto?

—Soy copista —dijo—. Son mis propios libros. Los tengo aquí dentro para que no les pase nada.

—Sacadlos, para que podamos examinar estos volúmenes a los que tan poco valor da nuestra copista. Los tiene escondidos como si fueran una especie de tesoro secreto, cuando la mayoría de los de su clase hacen ostentación de sus riquezas.

El sargento cogió los dos libros y los puso uno al lado del otro encima de la cama, junto a la ropa interior limpia de Anna: primero el códice más pequeño, el de la encuadernación de piel con las piedras preciosas arrancadas, y después el más grande, la Biblia de Wycliffe. El arzobispo apartó al sargento para abrir el libro grande por su página tapiz, exquisitamente coloreada y miniada, único adorno del texto; la página que con tanto amor había coloreado Finn el Iluminador.

Sin embargo, no era la hermosa página tapiz lo que miraba el arzobispo. Anna siguió la dirección de su mirada, cuyo destino era la página del título. Arundel se encogió como si hubiera visto una víbora.

Leyó en voz alta, con voz ronca de odio:

—«La Santa Biblia: una traducción de las Sagradas Escrituras al idioma de Inglaterra.»

—Oh, Anna... —musitó la abadesa con tono de decepción.

Al tratar de proteger a la abadesa, la joven había puesto en manos del arzobispo justo la prueba que buscaba él; prueba que, sin la confesión de Anna, tal vez nunca hubiera aparecido.

—Son mis propios libros. La abadesa no sabía que existían. Desde mi llegada han estado dentro del arcón, tal como los habéis encontrado. No los había sacado nadie hasta ahora.

Era como si el arzobispo no la oyera. Giró las páginas de la Biblia. Anna tuvo ganas de gritarle que no la tocase con sus dedos huesudos, arrugados y sobrecargados de anillos. No era digno de tocar unas páginas copiadas con tanto amor. Empezó a tener la sensación de que se movían las paredes. En ese momento apareció a su lado la madre superiora, que le prestó el apoyo de sus brazos.

—Ven, Anna, siéntate antes de que te caigas.

La llevó hasta la silla.

—Le conviene estar sentada para oír lo que voy a decirle —dijo el arzobispo—. Señora, ¿habéis oído hablar de una ley llamada
De haeretico comburendo
? Anna oyó que la abadesa contenía un grito y sintió que sus brazos se ponían rígidos.

—Ilustrísima, seguro que no es aplicable a una extranjera, a una mujer que no podía tener conocimiento de las leyes inglesas. Seguro que la simple posesión de un libro no puede penarse con un castigo tan severo, y menos teniendo en cuenta que el libro es una herencia familiar y que la señora Bookman no podía saber que el mero hecho de su pertenencia era ilegal...

El arzobispo ahuyentó sus palabras con la mano, como si matara mosquitos, y se despachó con un simple comentario entre dientes.

—La ignorancia de la ley no es ninguna excusa. Si no, cualquier patán y mentiroso del país alegaría ignorancia. En cuanto a su condición de extranjera, las leyes y creencias de la Santa Iglesia son universales. —Se inclinó un poco (no era alto), hasta que Anna tuvo tan cerca su cara que percibió su mal aliento—. Señora,
De haeretico comburendo
se puede traducir como «De la quema de los herejes». Estipula que la simple posesión de una Biblia en inglés basta para que el pecador sea condenado a muerte.

—¡Ilustrísima! —dijo la madre superiora sin aliento—. Por favor... Mostrad la misericordia que querría que mostraseis nuestro Señor. Esta muchacha es inocente. Además, debéis saber que con vuestras palabras no estáis amenazando una sola vida, sino dos. La señora Bookman está embarazada.

—Tráeme el otro libro —ordenó Arundel al sargento, que estaba mirando el menor de los dos volúmenes con cara de sorpresa.

—Está en un idioma raro. No es inglés, ni la lengua de la Santa Iglesia.

El sargento se lo tendió al arzobispo, que se lo arrancó de las manos.

—Está en hebreo. Yo no lo entiendo, pero no es la primera vez que veo estos garabatos demoníacos. —Lo hojeó y lo giró en varios sentidos—, Mmm... —Sus ojos se redujeron a dos ranuras—. Sargento, parece que podríamos tener entre manos algo más que una hereje. Podríamos haber cogido a una bruja.

«
Faites flotter la sorcière
!» Anna lo oyó otra vez en su cabeza, a la vez que veía sacar del río el cuerpo sin vida de Jetta. «
Faites flotter la sorcière

Notó que le subía a la garganta la sopa de puerro que había comido al mediodía. Intentó tragársela otra vez, pero tuvo una arcada. La madre superiora le puso las manos delante.

—Aquí, Anna. No pasa nada.

Vomitó en las manos de la abadesa, antes de apoyar la cabeza en las rodillas.

Oyó verter agua en la jofaina. Era un sonido tan lejano como la voz de la madre superiora.

—Sólo es un libro.

Oyó que se lavaba las manos. Después la abadesa le dio un trapo mojado para que se limpiara la cara.

—¡Sólo un libro, abadesa! Es un libro de conjuros judíos, un libro para invocar a los ángeles.

Señaló el diagrama de una estrella de seis puntas.

—Pero es que Anna trata con libros... Puede que sólo lo comprase por el pergamino.

—Ya la interrogaremos. Si es inocente, su inocencia quedará de manifiesto a los interrogadores.

—Tened algo de compasión, arzobispo Arundel —suplicó la madre superiora—. ¿Y el niño?

—Que lo tenga en la torre. Cuando nazca, será entregado a un monasterio. Al menos habrá un alma que se salve.

Anna se levantó de un salto. La habitación daba vueltas. Fijó la vista en la lámpara de aceite de encima del armario. Las cosas dejaron de girar. La lámpara se centró, pero la rabia contenida mientras hurgaban en sus pertenencias y profanaban su sagrado libro fue más fuerte que su sentido común. Se plantó ante el arzobispo, percibiendo el olor de su sudor, de sus dientes podridos y el hedor de su alma anquilosada.

Sintió en la oreja el aliento de la madre superiora y la oyó susurrar:

—Tranquila, Anna. Piensa en el niño. Todo irá bien.

«Ya estoy pensando en el niño —se dijo ella—. No me queda nada en que pensar, excepto el niño. ¿Cómo puedo estar tranquila, cuando la rabia me desbarajusta las ideas?» Echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa histérica, salvaje, que al convertirse en grito reverberó entre las paredes, asustándola incluso a ella.

El arzobispo retrocedió un paso.

—Está poseída.

Terminado el espasmo, Anna se tranquilizó de golpe. Se sentía sin fuerzas.

Lo siguiente que dijo fue en voz baja, sin alterarse.

—Si intentas quitarme a mi hijo, viejo, tú y yo nos veremos en el infierno.

Casi no oyó acercarse al sargento por detrás. Se quedó rígida, mirando al arzobispo, que se obstinaba en no mirarla a ella. El sargento le cogió las manos y empezó a atarle las muñecas con una tira de cuero.

—No tan fuerte —protestó la abadesa, con bastante firmeza para que la joven sintiera aflojarse la correa—. Tranquila, Anna, que no pasará nada. Rezaremos por ti y por el bebé.

La abadesa la envolvió en su capa y se la abrochó debajo de la barbilla.

—Madre, ¿creéis de verdad que alguien oirá vuestros rezos?

—Pues claro que sí, Anna. Dios siempre escucha. No pierdas la fe. Necesitas tu fe para superar este trance. ¡Todo irá bien!

«Todo irá bien», la frase de Juliana de Norwich que la abadesa siempre repetía a las hermanas. ¿Cuántas veces había oído lo mismo en boca de su abuelo? ¿Y dónde estaba ahora
Dĕdeček
? No, Anna dudó que fuera todo bien, pero no lo dijo. Que la abadesa conservara la fe. La necesitaría. Quizá pudiera tener bastante para las dos, como Finn el Iluminador.

El sargento la ayudó a subir al palafrén en el que la montaron.

—Lo siento, madre —dijo Anna, pero sin mirarla.

Su vista estaba fija en el ribete de armiño de la capa del arzobispo, que se arrastraba por el barro, trocado su blanco por un sucio gris.

* * * * *

Desde el campanario, Bek vio irse a Anna con los hombres.

Supo que era ella por el color de su vestido. Pero volvería.

Nunca se iría sin decírselo.

En vez de buscar a la hermana Matilde, como le había dicho Anna, había arrastrado sus piernas esqueléticas por la escalera del campanario de la capilla. No quería estar sentado con las monjas en el
scriptorium
. No quería esperar a que Matilde le ayudase a subir los escalones de madera. ¿Y si empezaban a sonar las campanas antes de que llegase? Tenía su muleta. No era la primera vez que se iba solo al campanario, aunque la hermana Matilde siempre le regañase y le dijese que se le clavarían astillas de madera en las piernas. La hermana Agatha decía que se desgarraría el pantalón, pero Bek tenía los brazos fuertes. Con la muleta no tenía que arrastrarse.

La primera que lo había llevado a ver las campanas fue Anna, y le había enseñado a hacerlas cantar o callar. «Domesticar a la bestia», decía ella, y funcionaba, a condición de que Bek estuviera allí arriba, en el campanario, cuando empezaran a doblar. A veces las monjas subían sin él. Algunas decían que era demasiado lento. En cambio, si Bek ya estaba arriba, hasta la hermana Agatha le dejaba estirar la cuerda que hacía sonar la campana.

Se quedó esperando en un rincón del campanario, abrigándose bien con su jubón para protegerse del frío de la mañana, mientras miraba el reloj de sol del centro. Pronto vendría alguna de las hermanas, que le dejaría tocar la campana de tercia.

Esperó.

Una ráfaga de viento movió los hilos sueltos de la cuerda de la campana. Bek tuvo un escalofrío. Cantó un poco entre dientes. Pronto volvería Anna. No le abandonaría. An-na, An-na. La sombra fue arrastrándose despacio por la parte superior derecha del cuadrante. Tercia pasada.

Llegó volando un carrizo, que se metió en el nido que tenía entre las vigas. Seguía sin venir nadie. Se habían olvidado de las campanas. Seguramente había sido alguna de las jóvenes. Sin embargo, era poco probable que se olvidara de la siguiente. Alguien vendría a tocar la sexta. Bek pensaba esperar.

Sacó las tres piedras de la bolsita de cuero que tenía atada al jubón, y dio golpes en el suelo. Un, dos, tres; un, dos, tres; un, dos, tres.
Clac. Clac
.

El carrizo salió del nido para regañarle, haciendo llover paja sobre la campana más alta.

La sombra se fue acercando a la sexta. Alguien vendría. Alguien se daría cuenta de que no tañían las campanas y de que se habían saltado las «horas menores». Era imposible que se olvidaran de las campanas.

Tres campanas, cada una en su robusto armazón. La más difícil de estirar era la grande, la larga, que tenía las bisagras rígidas por el paso del tiempo y la falta de cuidados. Las monjas nunca la hacían tañer. Bek tenía los brazos fuertes. Si le dejaban, él sí podía estirarla. Las campanas más nuevas, la
nola
para el coro y la
squilla
para el refectorio, eran más cortas y más fáciles de hacer sonar. Cada campana tenía una voz diferente, para que las monjas supieran lo que significaba cada una. Bek, sin embargo, no las llamaba por sus nombres, sino que les ponía números. A la pesada y larga la llamaba número uno; a la mediana, la
nola
, la llamaba número dos, y la tercera, la
squilla
, ancha de boca, era la número tres.

Un. Dos. Tres.
Clac. Clac. Clac
.

La sombra del reloj de sol se acercó a tres marcas. Era el momento de tocar la campana número tres. Por el sol, y también por su barriga.

Sin embargo, la sombra cruzó la sexta y no vino nadie a tocar las campanas.

Forzó la vista para mirar el techo del campanario, que ahora estaba muy oscuro. Contó las manchas negras de las vigas. Según Anna, eran murciélagos. Cuatro murciélagos.

¿Por qué no venía nadie a buscarle? Anna se había ido. ¿También se habrían ido todas las monjas? Hacía horas que no se movía nada en el claustro, excepto el agua de la fuente del jardín.

Pensó que estaba todo el mundo dormido. Pues ya tocaría él las campanas. Las tocaría todas, para que se despertasen. Lo planificó mentalmente. Primero la número uno, después la número dos, la
nola
, y luego la
squilla
, la número tres.

Repasó las secuencias numéricas en su cabeza: tres dos-uno, uno-dos-tres, dos-tres-uno, uno-tres-dos... ¡Con cuatro campanas habría podido seguir eternamente!

Estiró la cuerda deshilachada de la campana larga y estrecha, pero su bisagra tiesa apenas se movió. Entonces empujó la campana con las dos manos y separó los pies del suelo para hacerla bascular un poco. La bisagra rechinó, bastante para mover el badajo. Una vez más, y la campana dio medio tono. Después un tono entero. Uno, dos, tres... Todo el campanario vibraba. Era un sonido glorioso, lleno de júbilo. Tan, tan, tan... Todas las monjas salieron corriendo de la capilla, donde habían hecho vigilia en el altar, y miraron el campanario gritando y señalando.

—¡Es el pequeño Bek! —exclamó la vieja—. Nos hemos olvidado del pequeño Bek. Hermana Matilde, subid a buscarle antes de que despierte a los muertos.

El niño oyó los pasos de la hermana Matilde en la escalera. Miró hacia abajo. Para su vista borrosa, parecía una bandada de pájaros negros. Ni un solo pájaro de colores entre ellos.

Pero Anna no le abandonaría.

* * * * *

—Llevaos a Londres a la prisionera, pero alquilad un carro con cochero —dijo el arzobispo durante una parada en High Street—. El caballo lo enviáis otra vez a la abadía.

«Están hablando de mí —pensó Anna, incrédula—. La prisionera soy yo.» En todo caso, agradecía el carro. El viaje a Londres era muy largo para hacerlo a lomos de caballo; largo para una mujer, y aún más para el niño que llevaba dentro.

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