La comerciante de libros (55 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: La comerciante de libros
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Viendo su cabeza grande, sus ojos que siempre parecían bailar un poco dentro de las órbitas y aquellos brazos y piernas que no se estaban quietos, Anna pensó que era un ángel muy inverosímil.

—Ya te lo explicaré algún día, cuando lo tenga claro.

Después de desayunar en el refectorio con Bek, a quien dio de comer para no acabar salpicados los dos de avena, Anna fue a buscar a la madre superiora, y le sorprendió que una mujer tan fuerte y tan vital aún estuviera en la cama. El apretón de manos que recibió no fue muy caluroso.

—El hermano Gabriel me prometió traerte de vuelta, y veo que ha cumplido.

—¿Estáis enferma, madre?

—Sólo es la enfermedad de la vejez, Anna. Se me están desgastando algunas partes. Me tiembla el corazón como un pájaro en su jaula y me mareo.

En cambio, su sonrisa guardaba calor y luz. También la piel tersa de las mejillas conservaba su tono sonrosado, al menos una de ellas. No llevaba el velo, pero el griñón de tela blanca que envolvía su rostro escondía parcialmente el lado de las cicatrices.

—El sabio doctor que me mandó el arzobispo me dijo que descansara, pero preferiría hacerlo en el jardín, donde pudieran alegrarme el espíritu las campanillas de invierno y las rosas de cuaresma.

—Quizá después podamos dar un paseo —dijo Anna—. Por la tarde, cuando haga más calor.

—Siéntate a mi lado. —La abadesa dio unas palmadas en el borde de la cama—. Quiero que me expliques tu aventura. ¿Tuviste mucho miedo? ¿Crees que puede haberle pasado algo al niño?

—Estamos bien los dos, madre, el niño y yo, aunque casi me muero de miedo. De todos modos, me consoló mucho la ropa que me enviasteis, porque supe que no os habíais olvidado de mí. También me reconfortó mucho mi conocimiento de las Escrituras. Ahora estoy más segura que nunca de que todos los hombres deberían leer...

—¿Y el hermano Gabriel? ¿Fue a verte? Parecía muy afectado al enterarse de tu arresto. Juró hacer todo lo posible para que te dejasen libre. —La abadesa, que seguía cogiendo la mano de Anna, se la apretó otra vez—. Le dije que estabas embarazada y reconoce que es el padre. Dice que colgará los hábitos y se casará contigo.

Anna estaba demasiado incómoda para mirar a la abadesa. Prefirió poner la vista encima de la cama, en una cruz en la que nunca se había fijado. Parecía que se hubiera estropeado y la hubieran arreglado. La figura de Cristo estaba deformada, y un brazo de la cruz muy quemado. ¡Qué raro que la madre superiora le reservase un lugar de honor, cuando en el resto de la abadía todo el mobiliario y los enseres eran de la mejor calidad!

—A mí me dijo lo mismo, pero no sé si fiarme.

—Parecía sincero, aunque te corresponde decidirlo a ti. Debes rezar para tener buen criterio. Déjate guiar por tu corazón. Y por las necesidades de tu hijo.

La madre superiora suspiró y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.

—Tiene razón el médico, madre, debéis descansar. Esta tarde volveré y nos sentaremos en el jardín. Mientras tanto, ¿qué queréis que haga?

—No vayas al
scriptorium
, que podría haber alguien vigilando. Ahora las hermanas sólo copian las Escrituras en latín y poesía inglesa, pero tu presencia podría despertar nuevas sospechas.

—El rey ha firmado una orden de arresto contra sir John —dijo Anna.

—No me sorprende. Razón de más para que no copiemos textos lolardos durante una buena temporada.

La joven soltó la mano de la madre superiora, le acarició la frente y se inclinó para besarla.

—Una última cosa antes de que te vayas, Anna. ¿Cómo se llamaba tu abuelo? ¿En qué se ganaba la vida?

Parecía una pregunta un poco rara en una enferma con tan poco aliento que malgastar.

—Era un iluminador de gran reputación y talento, madre. Se llamaba Finn.

La abadesa cerró los ojos y respiró entrecortadamente, pero sin decir nada. Anna ni siquiera estuvo segura de que la hubiera oído. Se acercó a la puerta con el máximo sigilo.

—Vuelve esta tarde, Jasmine, que nos sentaremos al sol entre las columnas y hablaremos de Finn el Iluminador.

¡Jasmine! ¿La había llamado «Jasmine»? «Mi florecita de jazmín», le decía siempre su abuelo... No, seguramente lo había entendido mal. La abadesa hablaba en voz muy baja, sin aliento.

Anna quiso preguntárselo, pero tuvo la impresión de que dormía. Fue de puntillas a la puerta para no molestarla y luego se dirigió a la cocina. De repente, se moría de ganas de comer requesón con miel.

* * * * *

Viernes Santo. Los campesinos desfilaban hacia la gran cocina del castillo de Cooling para hacer entrega de los huevos que traían como regalo simbólico. Lady Cobham se los aceptaba muy cortésmente, y a cambio les daba bollos de Pascua calientes. Tras impartir una bendición pascual para la casa de cada donante, les invitó a una misa de Semana Santa «para celebrar a nuestro Señor resucitado», que se oficiaría el domingo en la capilla. Después de la misa habría un banquete en la sala principal: estofado de cordero con cebolletas para los campesinos libres, y hueso de cordero con los restos secos de los tubérculos del año anterior para los siervos. Por último se verificaría otro milagro pascual: los mismos huevos regalados al señor les serían devueltos en forma de natillas, ponche y algo aún más delicioso: pastel de frutas decorado con bolas de mazapán (doce, una por apóstol).

Lady Joan había encontrado a un cura lolardo de confianza para decir misa. El servicio distó mucho de pregonarse como antes de que su esposo se convirtiera en prófugo. De hecho, aun en el caso de que sir John volviera para la Pascua, comulgaría en secreto. El señor del castillo de Cooling no estaría presente en la misa pascual que se celebraría al alba frente al mar, mirando a oriente.

En cambio, seguro que estaría presente en la ceremonia secreta posterior y en los festejos que la acompañarían. Por eso aquel sábado por la mañana lady Joan cantaba tanto al mover su escoba de paja por las vigas de la capilla para quitar las telarañas, con la falda arremangada en la cintura y el pelo cobrizo recogido con una cinta de tela, como cualquier ama de casa que se preciase. Ya había mandado barrer el suelo de la sala principal y ya había encargado que cambiasen los juncos. También había contratado a un gaitero y un laudista. Después habría baile. Eran tiempos duros, que bien se merecían algo de jolgorio, pensó al poner velas y una tela morada en el altar. ¡John volvería a casa! ¡Y habría una boda!

La petición del hermano Gabriel le había hecho reír.

—Acabaréis vendiendo vuestra alma a los lolardos, hermano. ¡A los lolardos o al demonio!

Después se había puesto seria y le había dicho con toda la franqueza posible:

—Ya sabéis que esto va más allá de vuestra pérdida de vocación. Arundel se tomará vuestra renuncia a los votos como una afrenta personal y se convertirá en vuestro enemigo. A menos que penséis mantener en secreto vuestro matrimonio, claro, como tantos... Ante un matrimonio clandestino, probablemente el arzobispo hiciera la vista gorda.

—No puedo mantenerlo en secreto, mi señora, al menos durante mucho tiempo. Pienso darle mi nombre al niño.

Lady Joan no se lo discutió. No expresó la sospecha que albergaba desde tiempo atrás de que Anna no era viuda.

—Tened cuidado, no sea que el niño herede a vuestros enemigos, además del nombre.

No dijo «vuestro hijo», aunque también en aquel caso albergara sus sospechas.

—Ya lo sé, y lo tengo presente. Tendré que llevar este hábito unos cuantos meses más, pero no quiero que Anna se preocupe por nada.

—Podemos contar con la discreción del sacerdote.

Al menos la boda de la joven sería alegre. De eso se encargaría Joan. Había adornado la capilla con flores de manzano debajo y detrás del altar, y en todos los alféizares, desde donde se derramaba su encaje blanco y su fragancia. Con lo que había sufrido Anna, era lo mínimo que se merecía. Tal vez aquella mañana de Pascua marcase el principio de tiempos mejores, pensó lady Joan al arrojar la escoba de paja por encima del altar, donde había una araña colgando de un hilo de seda. La hizo caer al suelo y la aplastó con el talón.

* * * * *

Olía a muguete, el que crecía silvestre en el jardín del claustro. Las hermanas lo llamaban «lágrimas de la Virgen». Sentadas al sol, en una esquina de la columnata, Anna y la abadesa disfrutaban del sol y del aroma dulce y fresco de las flores. Escucharon en plácido silencio el borboteo del agua de la fuente.

—¿No tenéis frío, madre?

Anna no estaba segura de que fuese buena idea. Se lo dijo a la abadesa, que sin embargo insistió. Se la veía muy debilitada, y ya no llevaba velo. Desde su desfallecimiento, como lo llamaba ella, parecía indiferente a las cicatrices. Tenía una hebra de pelo plateado fuera del griñón. La brisa se la puso justo al lado del ojo. Cuando Anna quiso apartarla, sus dedos rozaron la cicatriz. Era flexible y suave, pero más firme que la blanda piel de terciopelo de la mejilla.

El apóstol esculpido en el capitel tenía una oruga en la barba, que se cayó al regazo de la madre superiora. Anna la cogió y la tiró rápidamente al suelo.

—Vete a medir a otro sitio —dijo.

La abadesa sonrió.

—Tarde o temprano a todos nos toman las medidas para el sudario, Anna. Además, sólo es una ridícula superstición.

—Ya lo sé, madre, pero en vuestro caso quiero que sea tarde.

La oruga se volvió a arquear y optó por medir el bonete de piedra del apóstol.

—Cuéntame algo de Finn el Iluminador. Cuéntame cómo era tu abuelo.

—Un hombre maravilloso, lleno de talento, sabiduría y compasión. Un hombre poco dado a la risa fácil, pero que cuando se reía era como si el mundo se volviera más feliz. —De pronto Anna se dio cuenta de lo infantiles que podían sonar sus palabras—. Bueno, al menos mi mundo. Yo siempre quería complacerle.

—¿Era fácil de complacer?

—No siempre. Era muy exigente. Le gustaba que todo fuera... perfecto.

—Para ti debió de ser duro.

—Sí, a veces sí, pero también era útil.

Se dio cuenta de haberse puesto a la defensiva.

—Le querías mucho.

—Para mí lo era todo. No he conocido ni a mi madre ni a mi padre.

La oruga había desaparecido en una arruga del gorro de piedra del apóstol.

—¿Por qué nunca se casó? Lo digo porque alguien tan ejemplar debía de estar muy solicitado...

El tono del comentario fue de un sarcasmo amable. A Anna le encantaba el sentido del humor de la abadesa.

—Recuerdo que cuando yo era pequeña, le perseguían constantemente. Sus amigos de la universidad siempre le estaban presionando para que conociera a tal o cual hermana viuda, tía soltera o prima, diciéndole que necesitaba la influencia de otra mujer. Una vez le pregunté por qué siempre decía que no, y él contestó que había querido a dos mujeres y que las dos le habían destrozado el corazón. Después se rió y dijo que bastaba con una mujer por casa. Yo entonces casi era una niña, claro, pero él siempre quería que fuese mayor y más sabia, la mujer de la casa.

La abadesa asintió sonriendo, como si la explicación le complaciera más de lo normal.

—¿Tuvo una vida fácil?

—La mayoría de la gente diría que sí. Tenía una casita en la ciudad donde se estaba muy a gusto. Él tenía amigos y trabajo. También estaba muy entregado a la difusión de las enseñanzas de Wycliffe. Cada año más. A veces se quedaba triste, ensimismado, pero nunca le duraba mucho. Supongo que encontraba él solo la salida.

La abadesa asintió como si lo entendiera plenamente. «El hecho de que pueda interesarle tanto la vida de otra persona es una señal de su gran compasión —pensó Anna—. Probablemente se deba a que compartían la misma causa.»

La abadesa bajó la vista y toqueteó el borde del griñón con dedos largos y de aspecto frágil, cuyos huesos apenas parecían más fuertes que las ramitas secas en invierno.

—¿Y su muerte? ¿También fue fácil?

Anna se dio cuenta con sorpresa de que le consolaba hablar de Finn en esos términos. Su luto ya no estaba en carne viva. Ya no tenía la sensación de haberle perdido, porque seguía con ella, su imagen que acudía siempre presta a su llamado.

—Tuvo muy pocos dolores. Se murió durmiendo.

—Muy pocos dolores y morirse durmiendo... La última bendición de una vida bien vivida.

La abadesa suspiró y cerró los ojos.

«Está pensando en su propia muerte», pensó Anna.

—Debió de apenarle mucho dejarte sola —dijo la abadesa sin abrir los ojos.

—Sí. Me hizo prometerle que vendría aquí. Confiaba en sir John, con quien llevaba unos cuantos años trabajando en la causa lolarda. Cuando en Praga empezaron las persecuciones, consideró que yo estaría más segura aquí, con él. No podía saber la verdad.

—No, supongo que no.

La voz de la abadesa traslucía un cansancio invencible.

—¿Queréis que entremos, madre? ¿Hay demasiada brisa?

—No, no. Sólo estoy cogiendo fuerzas para decirte algo.

Anna sintió una punzada de miedo, como si se deslizara algo en su interior. «Me va a echar —pensó—. Me va a decir lo mismo que la señora Kremensky: que mi presencia pone en peligro a las demás hermanas. Le cuesta porque es compasiva. Yo no debería hacérselo decir. Debería decirle que me voy, pero ¿adónde? ¿Adónde, Jesús santo?»

—Madre, creo que...

La abadesa sacudió la cabeza.

—Silencio, Anna. Déjame decirte lo que tengo que decir.

La oruga estaba en la túnica del apóstol. Resbaló, se cayó al suelo y reanudó su camino. La abadesa hurgó en la bolsita que llevaba en la cintura. Sacó algo y se lo tendió a Anna.

—Mandé arreglar tu collar —dijo, poniéndoselo en la mano— y ahora quiero contarte su historia. ¿Te habías fijado en que las perlitas del centro de la cruz forman una estrella de seis puntas?

La dibujó con una uña.

Anna miró atentamente. ¡Sí, sí que lo veía! ¡Y con qué claridad ahora que se lo habían dicho! Hasta entonces sólo había visto la cruz, sin fijarse en absoluto en la estrella. La reconoció por primera vez como lo que era.

—Parece... Es la estrella de Judá —dijo.

—O sea, que lo sabes. Te lo dijo tu abuelo.

—Lo sé porque mi abuelo trabajaba para los judíos de Judenstadt. Iluminó manuscritos muy bonitos, que yo entregaba al rabino.

—Entonces, ¿tu abuelo nunca te dijo nada del collar?

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