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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (46 page)

BOOK: La comerciante de libros
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VanClef. ¡Un fraile! Mercader flamenco de paños... A un mentiroso tan astuto y malévolo sólo podía engendrarle el demonio. De vendedor de paños, nada de nada: ¡vendedor de gracia robada, que les quitaba el dinero a los pobres y los ignorantes a cambio de lo que regalaba libremente la sangre del Salvador! El «hermano» Gabriel. El «padre» Gabriel. Anna le odiaba, pero aún se odiaba más a sí misma. ¿Qué habría dicho su abuelo al enterarse de que estaba embarazada de un buldero? Por primera vez desde la muerte de
Dĕdeček
, se alegró de no tenerle consigo. Y de que nunca lo supiera.

Quien tendría que saberlo, no obstante, era la abadesa. Quizá ya lo supiera. Quizá se lo hubiera visto en la cara.

¿Seguiría protegiéndola si se enteraba de que el niño no era del «marido» de Anna, sino de un monje? Un pecado, visto desde la ortodoxia o desde fuera de ella.

Otro golpe.

—¿Señora Bookman?

—Sí, ya voy.

Anna llegó a la puerta e hizo reverberar en la noche un chirrido de madera sobre piedra al abrir un resquicio bastante pequeño como para ser oída sin ser vista a la luz de la vela que llevaba la joven.

—Dile que ahora voy.

—Con perdón, señora, pero es que la abadesa me ha pedido que os acompañe. Dice que podríais tropezar en la oscuridad.

—Está bien —dijo la joven—. Déjame un minuto para que me vista.

¿Tropezar? ¿O escaparse? ¿Y si la abadesa había confundido su expresión con miedo? ¿Y si había decidido entregarla para salvar a las hermanas? ¿Sería la razón de que la convocase en plena noche? ¿Cómo reprochárselo? Ante todo, la madre superiora debía fidelidad a su abadía. Era lo correcto.

Anna se salpicó la cara con agua fría, y en el último momento desistió de echarse la capa por encima del camisón para no perder más tiempo. Quizá ya hubieran venido en su busca. Si pensaban llevársela a la cárcel, en todo caso no iría en camisón. Dedicó un poco de tiempo a hacerse un moño en la nuca con el pelo rebelde. La novicia del pasillo debía de empezar a tener frío.

—¡Casi he terminado! —dijo en voz baja.

Recogió la capa, metiendo en el bolsillo un peine y un pañuelo, y se asomó de puntillas al cuarto de Bek. Dormía profundamente, aferrado en sueños a su silbato de hojalata. El laúd estaba al lado de la cama, sobre una silla. A mano. Si Anna no volvía, Bek lo pasaría mal, pero estuvo segura de que le cuidarían las hermanas. Al menos tenía su música.

* * * * *

—Ya te puedes ir —dijo la abadesa a la novicia—. Puedes volver a la cama. —Le hizo a Anna una señal con la cabeza—. Ven, siéntate al lado del fuego, que estás tiritando.

Al verla tan angustiada, temió por el hijo que esperaba. Cogió su chal de la silla y se lo echó sobre los hombros, a la vez que reparaba, a la luz del fuego, que sus enrojecidos ojos escrutaban la penumbra.

—Estamos solas. No hay nada que temer. Haré todo lo posible para protegerte, a pesar de que tú prácticamente le dijeras al fraile que estabas copiando textos de contrabando. No eras más culpable que las demás, pero tu confesión nos implica a todas.

—Sí, ya sé que fue una insensatez.

Anna lo dijo con un hilo de voz.

—Una insensatez muy grande, porque no te pone en peligro sólo a ti, sino al hijo que aún no ha nacido. Y a mí no me das la impresión de ser una insensata.

La joven no dijo nada. El movimiento de las llamas hacía bailar por las paredes las sombras de la medianoche. La abadesa encendió la lámpara de aceite de la mesa para que la habitación no pareciera tan siniestra. Acercó la silla a Anna, encogida de compunción, y le cogió una mano entre las suyas.

—¿Quieres explicarme algo? ¿Algo sobre tu relación con el hermano Gabriel?

La joven cerró los ojos, pero no pudo impedir que se le escapara una lágrima. Sacudió la cabeza, como queriendo decir que no podía hablar.

—Dijiste que le habías conocido en Reims, y aunque él lo negase en tu presencia, después de que te fueras admitió conocerte, yo creo que bastante bien. Estaba muy nervioso, Anna. Repetía constantemente que había un malentendido y que tenía que hablar contigo. Yo le dije que se fuera. Espero haber hecho lo correcto.

—Yo espero no verle nunca más.

La amargura del tono intranquilizó a la abadesa. Sabía que una rabia de aquel tipo, al interiorizarse, podía proliferar como la carne de una herida mal cicatrizada. Hasta podía afectar permanentemente al niño. Estaba claro que no eran diferencias filosóficas lo único en juego. La abadesa nunca había sido de las que husmeaban en los secretos ajenos, pero aquello iba más allá de los factores personales. Podía repercutir en toda la abadía. Al cura le había visto muy afectado por ver a Anna.

—¿Qué hacía él en Reims? ¿Lo sabes?

—¡Espiar! —Prácticamente escupió la palabra al fuego—. Espiar para la Iglesia. Se hacía pasar por mercader y se paseaba con ropajes de seda comprando regalos para el pequeño Bek, fingiendo ofrecer amistad cuando lo único que pretendía de verdad era tender una red en la que atrapar a escribanos y copistas lolardos.

—¿Encontró alguno?

Anna alzó la vista, con los ojos brillantes.

—Sólo a una. —Se puso las manos en la barriga—. O puede que a dos. ¿Le dijisteis algo del bebé?

—No, claro que no; me... Anna, ¿te ofreció algo más que una amistad?

—Es el padre de mi hijo.

La joven empezó a sollozar con tal intensidad que la abadesa tardó varios minutos en tranquilizarla lo suficiente para que pudiera contarle el resto: su huida de Praga, sola y sin amigos, bajo la amenaza de la persecución, su viaje a Reims con los peregrinos romanís... y el día en que, a la sombra de la gran catedral de Notre Dame, conoció a un mercader llamado VanClef, que le brindó alojamiento y le dijo que la quería.

No fue hasta mucho más tarde, avanzado ya el día, con las hermanas en prima y Anna dormida de puro agotamiento, cuando la abadesa se paró a recordar la gran similitud entre aquella conversación y otra de hacía muchos años, otra en que también había tenido en brazos a otra madre soltera a quien trataba de consolar. Pero aquel recuerdo correspondía a otra vida y no tenía sentido en aquellas circunstancias; no lo tenía, no, salvo el de recordarle la época en que había alejado a otro hombre.

La sorpresa, el dolor de la mirada del hermano Gabriel... Daba lástima verle. ¿Miraban igual los ojos de Finn al ser despedido por la priora? Pero no, no era el momento de pensarlo. Aquel episodio pertenecía a otra vida. Ya no importaba. En la de ahora debía proteger la abadía, conque más valía poner manos a la obra. Pronto llegarían los soldados del arzobispo y encontrarían el
scriptorium
y las celdas de las monjas limpios como patenas. Ni rastro de herejía en el uno o en las otras.

Por favor, Dios, que así fuera.

* * * * *

En su casita de las afueras del pueblo de Appledore, la señora Clare se apoyó en la escoba y se paró a contemplar Romney Marsh, envuelta en un aire puro y frío. Oyó a lo lejos el sonoro reclamo de los avetoros escondidos en los juncos. A algunos, el paisaje les habría parecido solitario. A ella le parecía simplemente apacible. Era la soledad un enemigo al que se había enfrentado mucho tiempo atrás. Al menos allí no tenía que servir a nadie más que a sí misma.

La casita era muy de su agrado, acogedora, con un hogar redondo y un horno de piedra, y un buen techo de juncos. Ya tenía ganas de que fuese primavera para cultivar el huertecito de hierbas mustias situado al lado de la entrada. Tras el último pago, aún le quedaba bastante dinero del legado del hermano Francis para subsistir con el único suplemento de la venta de huevos en el pueblo. Bendijo la parsimonia que le había permitido comprar al fin su libertad y abandonar su servidumbre.

La casita estaba orientada hacia el este. Desde la entrada, la señora Clare veía Romney Marsh, con el tráfago del puerto marino en la distancia. Al sur de donde estaba, el río Rother discurría sinuoso por los tremedales, y justo al norte, por encima del huertecillo, se veía el campanario de la iglesia del pueblo.

En días despejados como aquél, a veces veía trabajar a los albañiles en el campanario. Ya hacía años que conocía la violenta historia de Appledore; se la habían contado los lugareños años atrás, al reservarse ella la casita mediante el primer pago. Durante siglos, el puerto había gozado de la predilección de los barcos de guerra. Primero los daneses y últimamente los franceses: incursiones, saqueos, incendios... Por eso le habían vendido a tan bajo precio las tierras, por eso y por su aspecto solitario. Durante la rebelión campesina del 81, hasta la capilla de piedra de Appledore había sido saqueada y quemada, al igual que Horne's Place, la mansión solariega del pueblo, aunque al final William Horne se había vengado, aprovechando que era uno de los comisionados en cuyas manos se puso la tarea de sofocar la rebelión. Su lealtad fue bien recompensada, con la reconstrucción de su gran casa de labranza y de sus fortificaciones con dinero de los obispos. Ahora sus herederos trabajaban en la capilla.

Las gentes del lugar también le habían contado algo más. El día antes, el preboste del pueblo le había dicho que un religioso preguntaba por ella. «Yo no le he dicho nada, pero ¿qué le contesto si vuelve a husmear por aquí?» La señora Clare le había dado permiso con el corazón agitado.

Sonó la campana de la capilla. A ella le gustaba oírla. Protegiéndose los ojos de la fuerza del sol, se giró hacia los tañidos y aguzó la vista. Una ráfaga de viento del norte le levantó el pañuelo. Tiritó y entró en casa frotándose las manos. Por el camino que iba de su casa al pueblo no se veía ni rastro de jinetes.

Pero vendría.

Según el preboste, parecía impaciente. Más valía encender el fuego y preparar una cena sencilla, por si acaso. Después de un viaje tan largo a caballo, su niño tendría frío.

* * * * *

Mientras iba a caballo por los tremedales, el hermano Gabriel se preguntó qué demonios le empujaba hacia aquel lugar dejado de la mano de Dios. La única señal de vida era una cinta de humo que salía de la casita del cabo. Mantuvo fija la mirada en ella, como si fuese un faro de esperanza, pese a carecer de una explicación racional para lo que le impulsaba a buscar a su habitante. ¿Qué ayuda podría ofrecerle la señora Clare, si nunca le había mostrado el menor afecto?

A lo lejos, una barca abandonada de fondo plano chocaba con los guijarros de la playa. Soy yo, pensó el hermano Gabriel: a la deriva y sin timón. La abadesa le había dicho que se fuera y no le había dejado hablar con Anna a pesar de sus súplicas y de haberle confesado mucho más de lo conveniente. La madre superiora se había mostrado firme, pero no desagradable, lo cual no impidió que Gabriel se hubiese alegrado de no ver sus ojos al otro lado del velo, ni su mirada de condena. Su intención inicial había sido pararse en el castillo de Cooling para avisar a sir John, pero al llegar a la torre de entrada le faltó valor para hablar cara a cara con el hombre a quien había traicionado y espoleó a su caballo. Seguro que le avisaría la abadesa. En su estado mental, lo último que quería el hermano Gabriel era ser llamado para testificar contra sir John.

«Buen trabajo», le había dicho el arzobispo. ¿Serían las mismas palabras del gran sacerdote a Judas Iscariote? Palabras elogiosas de las que en otros tiempos se habría ufanado, pero que ahora convertían su corazón en plomo. No vio el momento de salir del palacio de Lambeth.

Volvió a mirar la cinta de humo. «La señora Clare puede decirte quién eres», susurró una vocecita dentro de su cabeza. Con semejante tormenta, cualquier puerto valía. Quizá le ayudase a recuperar la perspectiva, porque el hermano Gabriel ya no sabía a quién o qué ser fiel.

De todos modos, lo peor era haber traicionado a Anna. Anna... Casi oía reírse al diablo.

* * * * *

La señora Clare esperaba sentada junto al fuego del hogar, con una cena sencilla en la mesa, como las últimas dos noches desde su conversación con el preboste. Aun así, cuando llamaron a la puerta dio un respingo de ciervo.

Conque al final venía. Se cumplían sus esperanzas.

Tardaba más de lo previsto, pero así la señora Clare había tenido tiempo para decidirse. Estaba acongojado. ¿Por qué otra razón podía venir a verla? Si él hubiera dejado las cosas como estaban, ella le habría dejado elegir su futuro sin inmiscuirse; pero era su madre y tenía derecho a decírselo. Tenía derecho a consolarle. Había cumplido su parte del trato. Ahora él venía buscando a Jane Paul. Y la encontraría.

XXXII

Cuando la bondad de Constantino proveyó a la Santa Iglesia

de tierras, usufructos, prelados y criados,

los romanos oyeron exclamar en lo más alto a un

ángel: «Este día dos ecclesiae han bebido veneno».

Wllliam Langland
,
Piers Plowman
(siglo XIV)

El arzobispo Arundel se caló sobre la frente su capucha forrada de marta. El viento de marzo insistía en quitársela y dejar expuesta al frío la fina piel de su calva. ¡Por fin! Empezaba a verse el castillo de Cooling. Ya era hora. Había una niebla fría, que no se sabía muy bien si subía o bajaba, pero en todo caso el arzobispo veía erguirse la torre del homenaje y sus almenas sobre el cabo, como un gran fantasma blanco.

Un eructo sonoro le dio ardor de garganta justo cuando clavaba las espuelas en su caballo para no rezagarse de los soldados del rey, que no se mostraban muy dispuestos a aminorar el paso en atención a su persona. Debería haberse quedado en el castillo de Lambeth. No era un hombre de salud robusta. ¡Y tampoco podía decirse que le hubiera ayudado mucho el docto médico de la universidad que le había tenido esperando como a cualquier plebeyo en la antecámara! Aparte de husmear la orina, con una cara de asco inconfundible, su única aportación había sido disertar sobre el desequilibrio de la bilis negra en sus humores y remitirle a un cirujano barbero para que le hiciera una sangría. ¡Y no contento con retrasar el viaje a Rochester, el buen doctor le cobraba a su arzobispo la exorbitante suma de setenta y cinco libras! La infame pócima de hierbas cuya composición había garabateado en un papel no hacía más que empeorar el regusto amargo de la garganta del paciente.

De todos modos, por mala que fuese su salud, el deber del arzobispo para con su Iglesia le exigía estar presente cuando se llevase a cabo el registro. Por otro lado, si se hubiera quedado calentito en la cama, se habría perdido el placer tan delicioso de ver humillado a aquella némesis de la Santa Iglesia y de oír cómo el sargento leía una orden de registro firmada precisamente por el hombre que había servido a Oldcastle para esconderse con aires de suficiencia. Tarde o temprano, Arundel conseguiría una orden real de arresto y vería encadenado a lord Cobham. ¡Siempre que viviera lo bastante!

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