Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—Hola —dijo en inglés, temeroso de que el dominio del francés y el alemán de la librera fuera muy superior al suyo y reconociese la impostura—. Me alegro de que habléis inglés. Yo comercio mucho con los ingleses y siempre me gusta poder practicarlo.
La joven se puso bruscamente a la defensiva.
—¿Sois concejal, señor? Si venís a ver mi permiso, lo llevo aquí dentro.
Se inclinó para meter la mano en la cesta que tenía a sus pies, lo que permitió a Gabriel apreciar la curva bien torneada de sus caderas. Desvió la mirada hacia una gárgola de la catedral.
—Mi marido, Martin, era editor en Praga. Yo, como viuda, he heredado sus derechos gremiales y he obtenido la autorización para vender dentro de esta ciudad.
Desenrolló un pergamino y se lo tendió.
Gabriel echó un vistazo al sello de aspecto oficial que figuraba bajo las palabras
femme sole
y el nombre: Anna Bookman, de Praga.
Praga. El foco de la herejía. El destino final del reguero de herejías de lord Cobham.
—¿Anna sois vos?
Ella asintió con la cabeza, a la vez que aguantaba la respiración. El aire de más hizo que su pecho presionase los cordeles del corpiño. Gabriel fijó la mirada en el niño de detrás, quien se la sostuvo inexpresivamente, sin pestañear. El resto del cuerpo del pequeño temblaba y se agitaba sin descanso. Viuda, había dicho...
—Mi más sincero pésame. ¿Fue hace poco?
—¿No están en regla mis documentos? Veréis que estoy autorizada a vender en el mercado siempre y cuando no establezca un puesto permanente de librero.
El nerviosismo redujo sus labios carnosos a una simple línea, a la vez que ahondaba las ligeras arrugas que cruzaban su frente.
Gabriel se arrepintió enseguida de ponerla nerviosa. ¿Qué le importaba a él la autenticidad del permiso? Enrolló el pergamino, y antes de devolverlo lo ató con el hilo de seda que había aflojado ella. El mero hecho de ser de Praga no bastaba para convertirla en sospechosa. De todos modos, tal vez pudiera facilitarle alguna información.
—Vuestra documentación me parece perfectamente en regla, aunque no soy quién para decirlo. También estoy de visita en la ciudad. Sólo me he acercado a vuestro puesto para comprar un libro. —Hojeó dos de los cinco libros expuestos: guías de peregrinación encuadernadas de manera muy sencilla con un punzón y tiras de cuero, pero transcritas con excelente caligrafía—. ¿Las traducciones son vuestras o de vuestro marido?
—Son mías —contestó ella con orgullo—. Las de Martin... las he vendido todas —se apresuró a añadir.
—Sois muy buena copista —dijo él sinceramente. Algunas copias contenían incluso dibujos de peregrinos, y la inicial de la primera página estaba dibujada con una riqueza de detalles asombrosa—. Me gustaría comprar éste. —El siguiente comentario revistió la apariencia de un simple momento de curiosidad—. También me interesan otras traducciones al inglés de tipo religioso. ¿Podéis ofrecerme alguna? ¿No tendréis los escritos de un maestro llamado John Wycliffe o las obras anteriores de Guillermo de Ockham?
—No, eso no lo vendo. Está prohibido por la Iglesia —dijo ella rápidamente.
Quizá demasiado.
—¿Y las Escrituras en inglés?
—Sólo tengo el Evangelio según san Juan en el latín de la Vulgata. —Gabriel vio que se quedaba pensativa, observando la riqueza de la ropa de su cliente mientras sopesaba por un lado el riesgo y por el otro las necesidades de su hijo—. Quizá pudiera transcribir para vos una traducción rudimentaria, pero tengo la obligación de advertiros que su posesión va o podría ir en contra de las leyes francesas. No estoy segura. En Bohemia estaba duramente penado.
Una sombra pasó por su cara. El recuerdo de algún dolor hizo temblar sus labios. En Bohemia, la pena contra los herejes había sido muy dura. Incluso habían sido ejecutados unos cuantos. Tal vez fuera una fugitiva... Gabriel podía dejar las cosas como estaban; podía irse y buscar en otra parte la información. Si era verdad lo que pensaba, aquella mujer ya había sufrido bastante. Dios la había castigado con la pérdida de su marido, a lo cual se añadía otro castigo, el de un hijo idiota.
Pero no se fue.
—No estamos en Bohemia —dijo—, sino en Francia. A los franceses les interesa más la moda y el buen vino de Borgoña que las herejías. No necesito todo el libro, sólo uno o dos capítulos; los tres primeros, creo.
—¿Cuánto tiempo pensáis quedaros?
Demain
, había dicho el cochero.
—La duración de mi estancia depende de muchos factores. ¿En una semana tendríais tiempo para copiar uno o dos capítulos?
En ese momento sonaron de nuevo las campanas de la catedral y el niño volvió a entonar sus quejidos tonales. La librera se giró para abrazarle.
—Me lo pensaré —dijo por encima del hombro.
—Pues entonces volveré mañana para saber la respuesta.
Gabriel se alejó con la cabeza palpitante, preguntándose qué semillas acababa de sembrar para alguna futura cosecha. No se le ocurrió reflexionar sobre si quien recogería dicha cosecha sería el fraile espía, con su hábito negro, o el mundano mercader, con su capa roja.
* * * * *
El niño odiaba las campanas de la catedral. El ruido atronador de las campanas (otras, pero las mismas) no había cesado ni un momento de tañer en su cabeza desde el día en que su tío le había abandonado al borde del puente. Él ya sabía que no volvería. Lo sabía por los ruidos roncos de su garganta y por sus pasos arrastrados, que se iban alejando, primero lentos y después rápidos:
pum, pum, pum...
El clamor de las campanas: miedo, miedo, miedo. Una vez más, la sensación de su cuerpo cada vez más cerca, cada vez más cerca, el roce de su piel en los adoquines calientes, sus pies colgando en el vacío... Y a cada campanada, el río más cerca. Cada vez más cerca. No podía parar. No podía parar los movimientos espasmódicos de su cuerpo. No podía parar las campanas.
Su tío no volvería.
Otros pasos en el puente. Más lentos. Una pausa. Y luego,
pum, pum, pum
. Más campanadas, pero en otro tono.
«Para. Ayúdame.» Los gritos que salían de su cuello agarrotado.
Bek, bek, bek
. Cuanto más se esforzaba por calmar las sacudidas de sus brazos y sus piernas, más cerca temblaban del borde del puente.
Bek, bek
, ayúdame.
Ondas en el agua. Cuenta las ondas, una, dos y tres. Cuenta las campanadas, una, dos y tres. Cada vez más cerca.
Una mano huesuda le había apartado del borde.
Ahora otra mano, suave, le acariciaba el pelo, amortiguando el eco de las campanadas.
Ahora le cuidaban dos. Un uno y un dos. Uno. Dos. Como los primeros dos dedos de su mano. Uno. Dos. Como las piedras lisas de su bolsillo. La mano huesuda le había quitado las piedras. «No. No. Bek. Bek.» Y Anna (sabía su nombre; un acento al final: An-na), Anna se las había devuelto. Sus piedras. Dos piedras. Estaba buscando la tercera.
Dos piedras. Una plana. Una redonda. Dos manos. Una suave, de tacto leve y dulce. Polvo en verano del barro del río. Una rugosa como arena basta.
Dos voces. Una voz grave y gutural. Como el croar nocturno de las ranas del río. Su tío le dejó en el puente para que buscara bajo los troncos caídos anguilas y peces. Una voz como el canto del pájaro, de grave entonación. Tonos subiendo y bajando, una melodía de medios tonos. La voz con que cantaba él.
La vieja, su vejez en la piel suelta de las manos, le abandonaba. Atado a la silla, atado a su llanto:
bek, bek, bek
. Su piel frotaba las correas hasta llagarse. Lo rojo salía de su piel. Salía. Manaba. Salía. Manaba. Y él no podía pararlo.
En cambio, la joven le llevaba consigo. Le sentaba tras ella en el pequeño puesto del mercado. Su gran falda azul, su horizonte borroso... A veces, mirando más allá de ese horizonte, él veía moverse a las personas ante su débil vista, como palos anchos, finos, bajos, altos; desfile de colores, melodía oculta de notas en su conversación queda o a gritos. Él identificaba los tonos de las voces que le gustaban y los hilvanaba como si fueran cuentas y cantaba sus melodías dentro de su cabeza. Por ella intentaba no mover los brazos ni las piernas; Anna: An-na, An-na... Cantaba su nombre sin descanso en medios tonos para calmar su agitado cuerpo, y lo lograba, aunque no podía parar el temblor de sus piernas. Lo lograba incluso cuando ladraban los perros y se cerraban las puertas bruscamente. An-na. An-na. Pero no cuando tañían las campanas.
Ahora estaba demasiado débil para cantar el An-na en su cabeza. Toda la música dispersa. Cuentas por el suelo. Prestó atención, en un esfuerzo por juntar nuevamente las notas. Ahí estaba. Una nota de bajo. Un principio. Había oído la misma voz, la misma nota, una nota de bajo (una nota baja) sobre la que erigir su melodía. Llevaba oyéndola los últimos cinco días. Cinco días. Como los dedos de una mano si contaba el pequeño. ¿O eran seis? A veces el corto temblaba tanto que lo contaba dos veces.
La nota de bajo habló de nuevo. El niño forcejeó con la tela azul de su horizonte para ver al cantante. Un palo alto, vestido del color de la sangre dentro de su piel. Salía desde dentro hacia fuera. Cantó para sí mismo. Después siguió escuchando.
Una nueva melodía en su cabeza. Los tonos medios de An-na en contrapunto con las notas graves. Le gustó cómo sonaban las notas al unísono.
Eran tonos perfectamente acordes.
* * * * *
Cuando Anna enseñó el primer capítulo del encargo al mercader de Flandes, su corazón latía muy deprisa. El mercader pasaba a diario por el puesto de libros, para inquirir por el estado del manuscrito y practicar su inglés; eso decía, aunque su inglés era perfecto. Tras la segunda visita, Anna se sorprendió buscándole, escrutando la plaza en busca de la capa roja y admitiendo su decepción cada vez que alguna capa resultaba no ser la suya.
Las túnicas rojas parecían tan en boga entre los mercaderes ricos como entre los cardenales romanos.
Al principio no se fiaba del mercader de Flandes (VanClef, como dijo llamarse el primer día). Sus preguntas por los textos heréticos parecían de una espontaneidad demasiado estudiada, pero a cada visita se hacía más estrecha su amistad, y si algo necesitaba Anna, era un amigo. Pronto se irían los gitanos y se quedaría sola. Si aquel hombre de Flandes tenía ganas de ser su amigo, aunque sólo fuera durante unos días, ¿qué podía pasarle de malo en el mercado? Además, disfrutaba de su compañía.
La poca desconfianza que pudiera quedar se borró con la sexta visita.
El sol de finales de otoño había dejado paso a nubes bajas. Amenazaba con caer una fría llovizna. Anna vio al mercader al otro lado de la plaza. Parecía mirarla. Apartó la vista, avergonzada. Cuando volvió a mirar, ya no estaba.
Sin embargo, una hora después (según el pregonero), justo cuando pensaba que tenía que llevarse a Bek al carro de Jetta antes de que la lluvia atravesara las mantas que insistían en quitarse de encima los incansables brazos y piernas del pequeño, vio otra vez al mercader. Se acercaba al puesto rápidamente, casi corriendo, seguido por un muchacho que llevaba dos palos y un toldo.
Cuando Anna dijo que no podía permitirse el lujo, el mercader la hizo callar con una mano y pagó al mozo de su propia bolsa.
—Si así consigo reteneros y gozar media hora de vuestra compañía, será una miseria —dijo.
El impulso de Anna fue negarse.
—Así el niño no se mojará los días de lluvia —dijo él— y estará protegido del sol cuando haga buen tiempo. Además, pensad en mi lujosa túnica. Sabéis muy bien que un hombre de mi categoría no puede pavonearse por la plaza con seda mojada por la lluvia. No sería bueno para el negocio de paños.
Esto último lo dijo riéndose, como si se burlara de sí mismo, cuando en realidad lo que hacía era facilitarle a Anna la aceptación del regalo. Por otro lado, ¿cómo no aceptarlo? Era por el bien del pequeño Bek, sin olvidar la mercancía, que se veía obligada a proteger constantemente con lonas y a desenvolver cada vez que se acercaba un posible cliente.
—Pues entonces lo consideraré un préstamo —dijo Anna, mientras el chico golpeaba los palos con un mazo para clavarlos en el borde de tierra de la plaza adoquinada—. Hasta que haya terminado el evangelio. ¿Queréis ver cómo avanza?
El mercader se encogió de hombros.
—Si estáis dispuesta a enseñarlo...
Anna sacó las páginas sueltas de un cesto que tenía a sus pies, contenta de que hubiera un toldo para protegerlas.
—Siento que sea un trabajo lento, pero es que los días cada vez son más cortos y el gremio de los libreros tiene una norma contra el trabajo a la luz de las velas. Dicen que los resultados son inferiores.
—Aquí no hay nada inferior —dijo el mercader, hojeando rápidamente las páginas.
Anna se llevó una decepción. Casi no se fijaba en su labor, en la que tanto se había esmerado.
—Hoy el pequeño Bek está muy callado —dijo el mercader al devolverle las páginas.
—Es que nos escucha.
—¿Y nos entiende?
—Es difícil decirlo. No sabe hablar. Yo creo que sólo le gusta cómo suenan nuestras voces. También le gusta la música. Cuando más feliz se siente, es cuando pasa el organillero. Ya me he gastado todos mis medios peniques en un par de melodías, pero después se pasa horas tarareándolas, feliz y ocupado. Las palabras que canta son un galimatías, como si fuera el lenguaje de las hadas, pero en cambio forma melodías perfectas a partir de las notas que toma del organillero.
—Lo que no le gusta son las campanas.
—Creo que es porque suenan demasiado fuerte. Los ruidos fuertes le dan miedo, probablemente porque no ve bien. No sabe de dónde proceden.
VanClef metió la mano en el bolsillo de su túnica.
—Le he traído algo —dijo—. ¿Se lo puedo dar?
No esperó la respuesta. Ya había empezado a rodear la mesa donde estaban expuestos los libros de Anna. Se puso en cuclillas junto al niño y abrió la palma. A continuación puso la mano de Bek sobre una piedra lisa y elíptica, de un tamaño, forma y color muy parecidos a los de un huevo de petirrojo.
En el rostro del pequeño apareció una gran sonrisa, tan rebosante de alegría que a Anna casi se le partió el corazón. El pequeño Bek cogió la piedra y dio tres golpes con ella en la tela de su camastro. Un hilo de baba cayó de sus labios sonrientes y aterrizó en la manga de VanClef.
—Cuánto lo siento —dijo Anna, quitando la saliva con un trapo limpio de su cesto—. ¡Una túnica tan buena!