Read La comerciante de libros Online

Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (54 page)

BOOK: La comerciante de libros
10.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tampoco le interesaba mucho la joven. De hecho, a esas alturas ya se la habría cedido al arzobispo, de no ser por la aparición de una prueba muy agradable que pesaba mucho en favor de ella.

Se aflojó un poco los cordones de la túnica con ribetes de armiño. El día se anunciaba más despejado. El sol ya arrojaba rombos de luz a sus pies.

—Estamos preparados, lord chambelán. ¿Ya ha llegado el arzobispo?

—Sí, majestad, está esperando fuera, al igual que su excelencia el canciller mayor Beaufort y el fraile.

—¿Y la joven? ¿La han traído?

—Sí, majestad. Está esperando en la antesala, con el alguacil mayor.

—Pues entonces que pasen.

Si conseguía resolverlo todo con cierta premura, tendría tiempo de tocar el laúd en el jardín antes de comer.

* * * * *

Cuando el alguacil la hizo pasar a la sala del trono de los aposentos reales, Anna buscó al hermano Gabriel. Ahí estaba, justo debajo del trono del rey, entre el arzobispo y otro noble de lujoso atuendo y gran collar de oro. El alguacil le dio un empujoncito.

Ignorando cuál era el protocolo para los prisioneros, Anna hizo lo que entendía por una reverencia. Sintió que le clavaban un dedo en las costillas.

—Tienes delante al rey de Inglaterra, no a un caballerete de tres al cuarto. ¡De rodillas! —siseó el alguacil.

—¿No adoptáis la postura del suplicante, señora? —dijo el rey.

Su severo peinado de monje no impidió que Anna quedase sorprendida por su juventud: varios años menos que ella. Se sonrojó.

—Disculpad, majestad, pero es que estoy embarazada y me resulta difícil ponerme de rodillas. No obstante, trataré de acatar las órdenes de su alteza.

—Podéis permanecer en pie.

El rey le hizo señas de que se acercara. Sólo eran unos pasos, pero a Anna se le hicieron muy largos.

El monarca no dijo nada. El silencio era muy denso. A ella empezó a temblarle un párpado. El sol, con uno de sus rayos, tiñó de azul una nube de humo del fuego perpetuo. Con la mirada baja, Anna observó al rey a través de las pestañas y tuvo la impresión de que estaba pensando en cualquier otra cosa y de que en vez de mirarla a ella seguía el rayo azul hasta su luminoso origen. En el alféizar había un huevo roto de petirrojo. Una nube pasó por delante del sol y apagó el rayo azul.

—¿Quién es el padre, señora? Debería estar presente para interceder por vos.

Primero Anna miró al hermano Gabriel y después al arzobispo, que sostuvo su mirada con aires de suficiencia.

—Se la acusa de brujería, majestad. Al margen de quién sea el padre, lo más probable es que la criatura fuera engendrada ilegítimamente durante un aquelarre, dentro de un corro de brujas desnudas.

¡Qué inmunda fantasía!, pensó Anna. ¿Y aquél era el hombre cuya misión consistía en llevar las almas inglesas hacia el paraíso?

El rey sonrió.

—¿Es cierto eso, señora? ¿Os visitó el diablo una noche de luna llena?

Su tono era ligeramente burlón. El canciller sonrió. El arzobispo frunció el entrecejo. El hermano Gabriel dijo:

—Majestad...

«No, no lo dirás. No te pondrás en peligro por mí. De ti no quiero nada.»

—El padre es un hombre a quien conocí en Francia. Me compró un libro, me sedujo y me abandonó. No he vuelto a verle desde entonces.

No era mentira. El hombre a quien Anna había conocido en Francia sólo existía en su imaginación, ¿y cómo se puede ver a una persona que sólo existe en la imaginación? Mantuvo fija la mirada en el tapiz de detrás del trono. Representaba a un ciervo atravesado por una flecha y agonizando entre perros. La brusca comprensión del dolor del animal hizo que le escocieran los ojos y que estuviera a punto de llorar.

—No temáis, majestad, que, sea cual sea la suerte de esta bruja, el niño será bautizado como cristiano, aunque para ello tengamos que sacarle a la fuerza del útero de la madre. Su alma será alimentada por los monjes, a fin de contrarrestar la semilla maligna que le engendró.

Cuánta vehemencia en la voz del arzobispo... «Se lo cree de verdad —pensó Anna—; se cree de verdad que soy maligna.»

—Majestad, ¿me permitís defenderme?

Su voz resonó en las vigas del techo a dos aguas, débil y asustada.

—Os lo ruego, señora. Teniendo en cuenta que no parece haber nadie que lo haga por vos...

—Majestad...

El tono del hermano Gabriel era de súplica.

El rey le hizo señas de que se callara.

—Vuestra opinión ya la hemos oído, sacerdote. Seguid, señora, por favor.

—Soy inocente. Me dedico a vender libros, y el libro de conjuros que apareció entre mis pertenencias se lo compré en Francia a un librero. Su encuadernación y el pergamino son de gran valor para una copista y vendedora de libros. Desconozco su contenido. No sé leer en hebreo.

—¿Y la acusación de herejía? ¿Por qué teníais en vuestro poder la Biblia en inglés?

—Era de mi abuelo, que está muerto. Es lo único que me queda de él. —Anna pensó en san Pedro negando a Cristo. También pensó en su abuelo y en lo valiente que había sido. Miró a Arundel sin flaquear, desafiándole con la mirada—. La leo a menudo. Las palabras de nuestro Señor me reconfortan mucho.

El anciano se quedó sin aliento.

—¿Lo veis, majestad? Donde hay un hereje hay todo un nido. Esta mujer puede llevarnos a otros. Permitid que la interroguen. Como mínimo la acusación de herejía...

El rey levantó una mano.

—Señora, ¿os dais cuenta de que a los herejes se les quema o se les marca con un hierro candente, incluso aunque se trate de una cara tan bonita como la vuestra? La letra hache grabada en vuestras carnes os afearía considerablemente.

En ese momento se adelantó el fraile —Anna sólo podía pensar en él como tal— y abrió la boca, pero el rey volvió a silenciarle con un gesto de la mano.

—Majestad, ¿alguna vez habéis leído las Sagradas Escrituras por vuestra cuenta? —preguntó Anna sin alterarse.

—¡Qué insolencia! ¡Señor, deberían darle latigazos por ser tan insolente!

El rey movió la mano por encima de su cabeza como si ahuyentase un mosquito.

—Nuestro latín es... insuficiente —dijo.

—Precisamente, majestad; por eso han sido traducidas para vos; para vos y para todos los que deseen leerlas. Quién sabe si no hallaríais muchos y buenos consejos, los del rey de reyes al rey de Inglaterra... Y quién sabe si no descubriríais que gran parte de lo que la Iglesia os presenta como verdades de las Escrituras no son en absoluto tal cosa.

El arzobispo volvió a quedarse sin aliento. Esta vez le dio un ataque de tos.

Anna siguió hablando.

—Cosas como la doctrina del purgatorio, la venta de indulgencias y...

—¡Basta! —El rey suspiró—. ¿Por qué será que todos los herejes tienen tantas ganas de destruirse a sí mismos? No me dejáis alternativa, señora; pese a llegar a la conclusión de que no hay pruebas suficientes para acusaros de brujería, puesto que no han acudido testigos que hablen en contra de vos, no nos queda más remedio que mostrarnos de acuerdo con nuestro sabio arzobispo en que la acusación de herejía es firme. Os condenan vuestras propias palabras.

Arundel hizo una reverencia tan profunda que pareció a punto de caerse.

El hermano Gabriel dio un paso adelante.

—Por favor, majestad, os ruego que tengáis en cuenta que...

—Sin embargo —dijo el rey—, falta poco para Semana Santa, la semana en que Nuestro Señor y Salvador Jesucristo fue crucificado y resucitó por los pecados de la humanidad. Dentro del espíritu de celebración de la gracia, Anna de Praga, os brindamos un perdón pascual. Regresaréis a la abadía de Rochester bajo custodia del hermano Gabriel, y ahí, bajo su tutela, os arrepentiréis de vuestros pecados y estudiaréis la verdadera doctrina de la fe.

—Majestad, os insto encarecidamente a recapacitar. Cometéis un grave error —balbuceó entre toses Arundel—. Vais a mandarla al propio origen de la herejía. Me permito recordaros que vuestra coronación es inminente, alteza.

Anna no entendió las siguientes palabras del rey, parte de algún tira y afloja privado entre él y el arzobispo.

—No nos amenacéis, arzobispo. No presionéis en demasía a vuestro rey, que Inglaterra ya tiene a un arzobispo mártir a quien rendir culto en su sepulcro. Tendréis vuestra orden de arresto contra lord Cobham, pero no me pidáis que os ayude a tenderle una trampa. No usaréis a esta mujer con ese fin.

Incluso el canciller se puso muy serio al oír sus palabras.

—Deseo hablar con vos antes de vuestra partida, Anna de Praga. Quiero preguntaros por una pieza musical copiada por vuestra mano. —El rey sonrió—. Nos gustaría conocer al joven que interpreta nuestra música. Tengo entendido que es vuestro pupilo.

La perplejidad de Anna debió de reflejarse en su rostro.

El monarca buscó entre los papeles que tenía delante, hasta mostrar el que ella había estado copiando el día de su arresto.

—La composición musical firmada «Roy Henry». Nos placería en extremo oírle interpretar nuestra música. Un día, con vuestro permiso, podría tocar en la corte.

Anna tardó un poco en entenderlo, pero al final se le escapó la risa. No era el hermano Gabriel quien obtenía su libertad, a fin de cuentas. ¡Tampoco ella misma, con toda su valiente retórica, sino Bek! Al rey, sencillamente, le halagaba que el pequeño pudiera interpretar su música. Se le pasó enseguida la risa al pensar en lo loco que tenía que estar el mundo para que su destino dependiese de un capricho semejante.

—Estamos todos al servicio de la voluntad de su majestad —dijo.

Con esas palabras fue entregada al hermano Gabriel.

XXXVII

En todo el mundo se vilipendió a los judíos y se les

acusó en todas las tierras de haber provocado [la

peste] mediante el veneno que, según se decía,

habían vertido en el agua y los pozos [...], y por este

motivo fueron quemados los judíos [...], pero no en

Aviñón, ya que ahí les protegía el Papa.

Jacob von Königshofen
,

La cremación de los judíos de Estrasburgo

Anna y el hermano Gabriel casi no hablaron durante el largo viaje de regreso a Rochester. Él alquiló un coche cubierto para ella y cabalgó a su lado. Delante, como protección, iban dos guardias armados del rey. Una comitiva con el estandarte real corría poco riesgo de ser atacada por vagabundos o forajidos. El monje —Anna estaba decidida a pensar en él como tal; de otro modo, ¿cómo salvaguardar su corazón?— la trataba con la misma deferencia que a su dama el caballero de alguna novela de caballerías, dándole mantas calientes y un cojín para la espalda y haciendo paradas frecuentes para que estirase las piernas; pero ni él era caballero, ni ella dama.

A pesar de todo, ¡qué diferente fue del viaje de ida! Y todo por haber copiado música del rey para Bek... Pararon en la misma taberna, pero esta vez el hermano Gabriel tendió un mantel al sol de abril, fuera del establecimiento, para que Anna no se viera ofendida por la ruda clientela.

—Fray Gabriel, os agradezco haber intercedido por mí ante el rey. —Anna todavía no le había dado expresamente las gracias. Supuso que era lo mínimo que se merecía—. Y también os agradezco vuestra cortesía —añadió, mientras él extendía el mantel.

Al ver su mirada de pena, se arrepintió de haber hablado con tanta frialdad y se acordó del ciervo herido de detrás del rey. Se preguntó si Gabriel también se acordaba de su pequeño
picnic
en la rue de Saint Luc.

—Ya no pienses en mí con ese nombre, Anna. Ahora este hábito negro sólo es un disfraz que tengo que llevar hasta que podamos irnos.

—No sois mercader de paños ni os llamáis VanClef.

Entonces, ¿cómo queréis que piense en vos?

—Como Gabriel, el padre de tu hijo, tu marido o que pronto lo será.

Como era viernes, a la poca verdura que tenían se sumó un poco de arenque en vinagre.

—¿En qué pasaje de la Biblia pone que los fieles tengan que comer pescado los viernes, fraile? ¡Ah, se me olvidaba! No podéis saberlo porque no habéis leído la Biblia entera. Pues yo puedo decíroslo, fray Gabriel: en ninguno.

Lo único que hizo él fue mirarla. Anna volvió a ver el ciervo herido y tuvo ganas de cortarse la lengua.

Acabaron de comer en silencio, el mismo silencio con que reanudaron su viaje. Ella oyó que Gabriel le decía al postillón que se diera prisa, con una sequedad impropia hasta de su voz de clérigo. Llegaron a la abadía poco después del anochecer.

La hermana Matilde salió corriendo a recibir a la joven y le dio un abrazo de bienvenida.

—¡Anna, qué preocupada nos tenías! Voy a despertar a la abadesa. Hace un tiempo que no se encuentra bien, pero querrá saber la noticia.

—No, hermana, esperad hasta mañana. Ya habrá tiempo.

¡Qué alegría haber vuelto! A Anna se le saltaron las lágrimas.

Se giró para dar las buenas noches al hermano Gabriel y agradecerle sinceramente su papel en devolverla a casa, pero ya se había ido.

—El hermano Gabriel debía de estar muy cansado del viaje —dijo la hermana Matilde—. Normalmente no es tan antipático.

—Tiene mucho en que pensar —dijo Anna—. Es duro ser un lacayo del arzobispo.

* * * * *

Por la mañana, Anna se despertó con las campanas. ¡Qué ruido tan jubiloso! (Aunque asustaban un poco como toque de prima.) Parecía que nunca se acabase la cacofonía. Tardó un poco en darse cuenta de que volvía a estar en su habitación de la abadía, donde Bek, por la noche, la había recibido con grandes aspavientos y sonrisas de cariño que le arrugaban la cara. An-na, An-na. Pero ahora ya no estaba.

En lo que tardó en vestirse y hacerse una trenza muy larga, las monjas se fueron a prima. Justo cuando se preguntaba dónde podía haber ido Bek tan temprano, apareció la cabecita del pequeño por la puerta.

—¡Campanas de Bek! —anunció con orgullo—. ¿Gusta An-na?

Ella tardó un poco en entender a qué se refería.

—¿Has tocado tú las campanas?

Él la obsequió con su sonrisa, amplia y fofa. Ella le tomó entre sus brazos.

—Gusta Anna.

—An-na gorda —dijo él, tocándole la barriga.

—Sí, Anna gorda. —Se rió y estiró los brazos sin soltarle—. Has salvado a Anna, Bek. Con tu música. Eres mi ángel.

—¿Ángel?

El niño pronunció la palabra despacio, enredándose un poco la lengua.

BOOK: La comerciante de libros
10.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Tackled by the Girl Next Door by Susan Scott Shelley, Veronica Forand
Ice Reich by William Dietrich
Cross Channel by Julian Barnes
Remember by Karen Kingsbury
Slow Hands by Leslie Kelly
Soldiers of Fortune by Joshua Dalzelle
City of Night by John Rechy
Carol Finch by The Ranger's Woman
Brides of Blood by Joseph Koenig
The Maverick Preacher by Victoria Bylin