Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Aguantó la respiración, ajustándola inconscientemente a la de su amante. Su amante... Una mujer soltera como ella, y ahora tenía un amante. Gravísimo pecado. Oyó algo fuera. ¿El canto de un pájaro nocturno? ¿O el pequeño Bek, despierto y asustado...? Volvió a prestar oídos. No, sólo era un búho.
Mal presagio, habría dicho Jetta. Jetta... Cerró los ojos y esperó que rebrotasen las lágrimas, pero no.
Cuando se despertó, el sol entraba de lleno por la ventana abierta, y en la cama de VanClef sólo estaba ella. Se levantó con cuidado y retiró el cobertor. La sábana tenía una manchita roja, poco mayor que una lágrima. Se giró la camisa para inspeccionar la parte trasera. Había una mancha más grande, que ya estaba seca y rígida.
La prueba de que ya no era virgen. Una prueba que podía pedirle cualquier futuro esposo. La prueba, también, de que la virgen finalmente se había hecho mujer, una mujer cargada de arrepentimientos.
¿Cómo era posible que hubiera entregado su virginidad con tan pocos escrúpulos? ¡Y encima a un hombre a quien apenas conocía! Un hombre que podía estar perfectamente casado. Y tener hijos. Qué tonta, qué imprudente... Esperó con vehemencia tener tiempo de lavarse antes de que volviera VanClef. Bastante embarazoso era tener que verle. Lo mínimo era estar vestida. Corrió hacia la puerta, se quitó la camisa manchada y la enrolló. En la jofaina había agua limpia y en el suelo un cubo lleno.
Mojó un trapo y se lo pasó deprisa por la cara y el cuerpo, con una brusquedad innecesaria. Olía a los trocitos de lavanda que flotaban en el agua. Después se lo pasó entre las piernas, al principio con cuidado («¿por qué, Anna, si lo que debería estar intacto ya se ha roto?») y después más a fondo, metiendo bien el agua para limpiar dentro de lo posible la fuerza vital que se había derramado en su interior.
¿Qué decía el libro de Gilberto sobre la primera vez? ¿No era más difícil quedarse encinta la primera vez? Por favor, Dios, que así fuera...
Volvió a mojar el trapo para frotar la manchita de la sábana, que se hizo más ancha y más difusa, con un color que podía ser de cerveza derramada, atenuando las pruebas de su virginidad mancillada.
Vació la jofaina de agua sucia en el orinal que había debajo de la cama, sin hacer caso a los requerimientos de su vejiga. Estaba impaciente por irse antes de que regresara el mercader. La próxima vez que se vieran, quería que fuese en una situación más habitual y en un terreno más neutral. Tal vez él lo hubiera intuido. A menos que también se arrepintiera de lo sucedido entre los dos y ya estuviera confesando sus pecados a un cura... Como mínimo fornicio, y según cómo, adulterio (Dios no lo quisiera). No, eso no podía ni pensarlo. VanClef había dicho que no estaba casado. Pero ¿y si era mentira? ¿No saber que era casado la convertía igualmente en adúltera? Sólo de pensar que él pudiera estar en un confesionario, formando su nombre con los labios —los mismos que lo habían susurrado durante la noche, musitándolo en su pelo y su cuello—, se ponía enferma. Pensar que el cura pudiera oír su nombre e imaginarlos juntos la hacía sentirse sucia. «Dios te ha visto, Anna.» Pero él lo entendería. Y lo perdonaría. Quien no lo entendería, quien sería incapaz de perdonárselo, sería un sacerdote. Y sin embargo VanClef creería dejar atrás su pecado en el confesionario. Eso Anna casi se lo envidiaba.
Al salir al pasillo, prestó atención por si oía al pequeño Bek. A aquellas horas ya estaría despierto, queriendo que Anna le ayudase a subir al orinal. Otra rama de culpabilidad se añadió a un atado que ya pesaba bastante. Bek se ponía muy nervioso cuando se mojaba.
¡Por el cielo y todos los santos! ¡Cuánto había cambiado su vida en un abrir y cerrar de ojos! Dos breves días atrás aún era virgen, de camino, eso sí, a quedarse para tía, pero sin sobrinos, ni nadie a quien cuidar salvo ella misma. Ahora ya no era virgen, sino una mujer caída, con un niño pequeño a su cargo. Y no precisamente un niño normal... Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho? El niño se lo había dado Dios. Se lo había dado a ella porque con la muerte de Jetta no quedaba nadie más para cuidarle. De hecho, incluso en vida de la anciana quien más cuidaba al niño había sido Anna. Además, sabía que cuando los romanís prosiguieran su viaje abandonarían al niño en Reims, donde engrosaría la multitud de mendigos (leprosos, tullidos mugrientos y toda suerte de almas heridas) que languidecían en la puerta de las limosnas del priorato, aullando sus miserias a los transeúntes.
Se paró en la puerta a escuchar. No se oía ningún lloro, ni siquiera el movimiento inquieto de los brazos de Bek contra la cama, un ruido al que Anna se había acostumbrado tanto que ya no lo oía.
—Pequeño Bek... —dijo en voz baja, abriendo la puerta.
El sol llenaba de una cálida luz la bonita y pequeña habitación, proyectando una franja en la cama vacía. Había hecho mal en dejarle sobre ella. Era previsible que se cayera.
—¿Dónde estás, pequeño Bek? Contesta, que no es un juego.
Un rápido examen de la habitación reveló que no había nadie, ni en el camastro ni en el suelo. En la jofaina del rincón había una taza de leche medio vacía, y señales de haberse lavado. Sólo existía una respuesta posible. El niño se había quejado tanto que había acudido en su ayuda el casero. Hasta era posible que se lo hubiera llevado al jardín. Un vistazo por la ventana dio como único resultado una hoja roja que bajaba flotando hacia una alfombra marrón, última rezagada del otoño. Una cosa estaba clara: que Bek no había salido solo de la habitación. Seguro que estaba con una persona de bien. ¿Quién sino se habría molestado por un niño así? A menos que hubiese bajado el ángel Gabriel a llevárselo como por arte de magia... En todo caso, Anna no podía salir en su busca antes de hacer sus necesidades naturales y de encontrar una camisa limpia.
Mientras se ataba los cordones de la camisa, oyó un gran alboroto fuera de la habitación. Era la voz aguda del pequeño Bek dando gritos de alegría. Cuando se abrió la puerta y Anna giró la cabeza, vio a VanClef con el niño en hombros, agachándose como un payaso para tratar de entrar sin que el pequeño se diera un golpe en la cabeza con aquel dintel tan bajo.
—Espero que no te molestes, Anna —dijo con una gran sonrisa, como si fuera lo más normal del mundo, como si la última noche no existiese y el mundo de Anna no estuviera patas arriba—. Es que todavía dormías y Bek tenía pipí. Me lo he llevado fuera y le enseñado a ser un niño mayor.
—¡Mayor! —La cabezota del pequeño Bek osciló en señal de afirmación sobre su fino cuello—. ¡Mayor!
—Bueno, a ver si encontramos algo de comer, que me muero de hambre —dijo el mercader.
[...] un monje fuera de su disciplina y regla
es como un pez que del lago saliera,
Geoffrey Chaucer
, prólogo deLos cuentos de Canterbury
Para Anna, los primeros días tras la muerte de Jetta estuvieron teñidos con los tonos crepusculares del luto, el dolor... y la culpa. Tanta culpa... ¿Por qué había vacilado a la orilla del río? ¿Por qué no se había metido en el agua para saldar su deuda? Por el pequeño Bek, se decía. Lo había hecho por el pequeño Bek, pero no sonaba cierto. Era consciente de haber vacilado por miedo. Acordándose del peso del agua, su alma cobarde se había apartado de ella.
También estaba lo otro. Se había prometido que no sucedería nunca más. Un simple resbalón en el cieno no obligaba a retozar en él, y tal vez hubiera podido cumplir con la promesa si VanClef no hubiera estado siempre cerca. ¿Cómo negarle al pequeño Bek su compañía, con lo que disfrutaba de ella? ¿Cómo?
El tiempo pasado con él era opio para su dolor y bálsamo para su espíritu. Su sonrisa, sus caricias trocaban en pena la alegría y en dicha el sufrimiento. Al principio Anna condicionó el estar juntos a que no hubiera nuevos episodios de pasión, atribuyéndolo al influjo de la pena y alegando que ella no era una mujer de ésas. VanClef se mostró de acuerdo y le pidió perdón por haberse aprovechado de un dolor común, pues, en efecto, parecía profundamente angustiado por la injusticia de la muerte de Jetta, pese a no haberla conocido.
Sin embargo, su presencia despertaba todos los sentidos de Anna. Hasta los propios colores del otoño hacían vibrar su espíritu: marrón dorado, rojo polvoriento, como especias recién encerradas en tarro de cristal, esperando el momento de liberar su embriagadora fragancia... Cada vez que evocaba mentalmente su rostro y su voz, se agitaba en su interior un torbellino que aceleraba los latidos de su corazón y la dejaba sin aliento.
Su determinación se vino abajo sin esfuerzo. No hicieron falta ni tres días, y la iniciativa fue de Anna. Al principio, al coger la mano de VanClef y llevarse a los labios su suave palma —la misma que acababa de ofrecer una piedra azul al niño, que se reía—, tuvo la sensación de ser una fresca y le dio vergüenza, pero no podía parar. Le dio un beso en la palma. El trató de retirar la mano, claramente molesto, entre miradas furtivas al niño, pero Anna no paró hasta haber rozado con sus labios todas las yemas de los dedos, y por la noche, cuando Bek ya dormía, fue ella quien se presentó en la puerta.
—No, Anna, es mejor que no nos quedemos solos. Me...
«Le quiero. ¿Cómo puede estar mal?», pensó ella al silenciar sus protestas con la boca. Se haría muchas veces la misma pregunta. Pero VanClef sólo hablaba de amor en el ardor de la pasión; de amor, jamás de matrimonio, y Anna nunca se lo preguntó. Él siempre tenía la prudencia de retirarse antes de haber derramado su semilla. Era algo que Anna le agradecía.
¿Cómo podía ser la misma chica que había hecho esperar a Martin, aquel Martin que tanto hablaba de amor y que le suplicaba matrimonio? No, no lo era. Aquella chica había muerto con
Dĕdeček
y el propio Martin.
Anna no sabía nada del pasado de VanClef. Se moría de ganas de saberlo, pero al mismo tiempo le daba miedo. En todo caso, sabía bastante para quererle. Para salvar a Jetta, se había tirado al agua como un héroe de leyenda cortesana; había acogido dentro de su corazón al pobre niño enfermo como si fuera un cordero perdido y muy buscado, y se reía con cada nueva cosa que aprendía el pequeño. Por si fuera poco, le había construido unas muletas con palos bien gruesos y acolchados. De momento Bek ya había aprendido a arrastrarse desde la cama al carro, otro artilugio que debía a VanClef y que a Anna le facilitaba mucho la vida, volviéndola más melodiosa. Porque el pequeño Bek nunca dejaba de cantar.
Se sorprendía de la complejidad de las notas que salían por la boca del niño, notas que a veces contenían palabras. Bek casi nunca hablaba, pero ella oía cosas con sentido en el galimatías que entonaba en su lenguaje propio. Era una amalgama de sonidos romanís, bohemios e ingleses, muy mezclados, pero que ella entendía.
—Hazme de intérprete, Anna. Explícame qué dice, que este crío es demasiado listo para mí. No entiendo este lenguaje que se construye en su cabeza.
VanClef guiñaba un ojo y el pequeño Bek sonreía de oreja a oreja, mostrando haber entendido hasta la última palabra.
Anna y VanClef sólo discutieron una vez después de acostarse juntos. Una sola vez: el día en que ella habló de su dolor por la muerte de Jetta. Estaban en su parcelita de jardín, sembrada de hojas, jugando bajo el sol del otoño. Anna estaba de pie y él arrodillado junto al pequeño Bek, para enseñarle a maniobrar su nuevo carro.
VanClef se levantó, la tomó en sus brazos y le limpió la mejilla con el puño de seda de su túnica.
—Compraremos una indulgencia para su alma.
Ella sacudió la cabeza en señal de protesta. Las lágrimas no le dejaban hablar.
—Pagaré yo —dijo él.
Le acarició la cabeza, alisando un poco sus rizos rebeldes.
—No, ni hablar de indulgencias. —Anna hizo ruido por la nariz—. Ya sabes que no me...
VanClef quitó importancia a su objeción con un gesto brusco de la mano y un movimiento rápido de la cabeza.
—Tengo dinero para pagar la remisión de los pecados de Jetta. Deberías hacerlo por tu vieja amiga.
—¡No! No pienso pagar a un lacayo del Papa para que haga lo que podemos hacer nosotros mismos. Y tú tampoco pagarás.
Anna se dio cuenta de que el cuerpo de VanClef se ponía muy tenso. Él dejó de abrazarla, y ella, al mirarle, descubrió una mueca igual de dura que el día de su primera discusión sobre la Biblia en inglés. Era la primera vez que veía de nuevo esa mirada. Aun así, no dejó que su reprobación la detuviera.
—¡Si hay que rezar por el alma de Jetta, lo haré yo misma! No necesito a ningún cura codicioso. Me sorprende que hagas la propuesta. Creía que la buena gente de Flandes estaba demasiado instruida para esas cosas.
La cara de VanClef se oscureció y aparecieron chispas de ira en su mirada, pero en vez de replicar sólo dio un pequeño empujón al carro de Bek.
—¡Gira el mango! ¡Gira el mango!
Como el pequeño Bek no giraba el mango, el carro chocó con un árbol. El niño gritó. VanClef cogió el carro, lo hizo retroceder y movió el mango para enseñar al niño.
—Anna, hay...
—Lo siento —dijo ella—. Ha sonado insultante. Ya sé que eres devoto. A veces se me suelta demasiado la lengua, pero es que siempre me enseñaron a decir lo que pienso. Me han dicho que es una característica no siempre bien aceptada en las mujeres.
Intentó reírse para rebajar la tensión.
VanClef se había puesto de rodillas al lado del niño y del carro, dándole la espalda.
—Acuérdate de que esta discusión ya la tuvimos. Estamos en una época difícil para los sueltos de lengua —dijo—. Ten más cuidado con lo que dices y con quién te lo oye decir.
La dureza de su tono llenó de desazón a Anna. Casi parecía que hubiera desaparecido VanClef para dejar entrar en escena a un austero desconocido. Era culpa de ella. Le había ofendido con su insinuación de que era un ignorante. Se agachó para darle un beso en la coronilla, donde el pelo sólo formaba una fina capa rubia. Lo hizo con suavidad, para no hacerle daño en la herida por la que decía haberse rapado (aunque ella no veía ni rastro de cicatriz).
—No discutamos por algo tan tonto como los bulderos y los curas —dijo—, que no tienen nada que ver con nosotros. Tuviste razón en recordarme que Jetta está en manos de un Dios misericordioso. Hace un día espléndido. El casero nos va a traer un cesto con comida. Comeremos aquí, en el jardín. Tan tarde, a finales de noviembre, estos días dorados son un auténtico regalo. Los disfrutaremos mientras podamos. Tú harás de caballero y yo de tu dama.