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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (28 page)

BOOK: La comerciante de libros
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—Decidme, os lo ruego, ¿de qué mensaje se trata? —preguntó al desconocido sentado frente a él—. En vuestra nota ponía que era urgente.

—Urgente para quien valore su vida.

Los mismos ojos hundidos, la misma boca de expresión ligeramente desdeñosa en el labio inferior y el mismo pelo castaño, antes rizado y largo hasta los hombros, siguiendo el dictado de la moda, y ahora cortado por encima de las orejas, en redondo, como un clérigo, pero sin la tonsura.

—El príncipe desea que sepáis que el rey y el arzobispo están resueltos a quemar cualquier mancha de herejía que encuentren. Y que las están buscando con diligencia.

Una pausa después de cada palabra. Ronco, grave y amenazador el tono.

Las mismas cejas arqueadas, los mismos pómulos salidos... Todo igual, pero sin serlo.

—Siempre han buscado lo mismo —dijo sir John, adoptando en su tono una mesura equivalente a la del príncipe—, y sólo su calumnia puede igualar a su diligencia, pero ¿qué tiene que ver conmigo?

—Están levantando hasta la última piedra, incluidos los castillos de la nobleza, y no buscan a ciegas: tienen informadores. Están recogiendo pruebas contra cualquier persona que propague escritos heréticos, sea en Inglaterra o en el extranjero.

Tampoco era ninguna novedad. Saber no era lo mismo que demostrar, y si necesitaban algo para acusar a un miembro del Parlamento, amigo del rey, por añadidura, eran pruebas.

—¿Y el príncipe Harry? —preguntó sir John—. Corren rumores de que Henry Bolingbroke está en su lecho de muerte. Pronto el príncipe Harry será el único soberano de toda Inglaterra. ¿Es que este príncipe no tiene lazos de lealtad con un antiguo amigo a quien llegó a llamar «hermano»?

Hubo un momento de silencio, como si la respuesta, antes de ser pronunciada, se estuviera fraguando despacio en la mente de quien debía darla; algo ciertamente impropio de Hal, que siempre había sido de respuestas rápidas y de ingenio aguzado como un estoque. Al final, el supuesto William respondió:

—Me ha pedido el príncipe que os avise de que su deber es para con Inglaterra y su Iglesia. Con esta advertencia queda disuelta cualquier deuda de lealtad que pudiera tener contraída con vos.

La respuesta de sir John fue más veloz. Brotó en un acceso de ira, que inevitablemente se transmitió a su tono.

—Comunicadle al joven príncipe Harry mi gratitud por su preocupación y decidle que puede estar tranquilo, ya que sus temores son infundados. Por otro lado, deseo que le digáis que sir John también sabe a quién debe lealtad y que la mantendrá. Al precio que sea.

William Fisher bajó la cabeza y movió un dedo por la mesa, siguiendo los anillos de humedad dejados en la madera por una infinidad de jarras, en una infinidad de antiguas francachelas. Cuando alzó la vista, la máscara había desaparecido y sir John se encontró frente al rostro del príncipe Hal.

Éste empujó hacia el centro de la mesa la jarra que no había tocado y se levantó para inclinarse hacia sir John. Había crecido durante los últimos años, años cuyo peso sir John sintió en su corazón. Hal le tocó el hombro. Fue un contacto suave, tierno como el de una mujer.

—Jack, los gordos arden mejor que nadie.

La broma, suponiendo que lo fuera, fue pronunciada en un susurro ronco, sin alegría pero sin malevolencia.

William Fischer se puso la capucha y se dirigió a la puerta sin saludar a la tabernera, que pasaba el trapo por el mostrador con fingido desinterés.

Por la ventana sucia ya no entraba el rayo de sol de antes. La taberna estaba oscura.

—Maese Fisher, sí que necesitaré pergamino en algún momento. Quizá podamos vernos otra vez —dijo sir John a la franja de sol que se clavaba a través de la puerta en la penumbra, pero la única respuesta fueron los ronquidos del borracho que dormía en el rincón.

Sacó una moneda de seis peniques de su monedero y la dejó sobre la mesa.

—Tienes razón, Nell, no es como antes.

—Pistol lamentará no haberos visto —oyó decir a la mujer mientras cerraba la puerta, pero no se giró.

* * * * *

Will Jaggers sólo llevaba dos noches en Londres cuando llegó a la conclusión de que ser cura pobre no era una ocupación lucrativa. Por los caminos y andurriales, donde los campesinos le llamaban «padre» y le daban pan y cerveza sin pedir nada a cambio, no había estado mal, pero en la ciudad podía acabar siendo incluso más peligroso que su antigua profesión de ladrón. Por robar sólo te daban latigazos o te ponían en el cepo. Desde que estaba en Londres, Will había oído historias de curas pobres acusados de herejía y encerrados en la Torre Blanca hasta que se borraba cualquier recuerdo de ellos. Por eso, en cuanto encontró unos pantalones de abrigo y una túnica de lana oreándose detrás de una casa de Merchant's Row, sobre un arbusto, sacó provecho de la inesperada munificencia.

Su reticencia a prescindir del calor que le brindaba la buena lana del hábito —empezaba a hacer frío por la noche, y un hábito de sacerdote le abrigaría cuando durmiese bajo las estrellas en algún almiar— le hizo doblarlo y guardarlo en el hato donde aún llevaba el libro recibido en la asamblea de sir John, pero no cabía. Imposible. La tela de lana podía darle cobijo durante las noches de invierno, mientras que el libro ni siquiera podía leerlo. Recordó haber pasado junto a una librería en Paternoster Row. Era un texto sagrado. Seguro que le daban como mínimo para una jarra de cerveza.

* * * * *

Como faltaba poco para el anochecer y aún no había vuelto sir John, lady Cobham mandó que encendiesen más antorchas en el patio para recibirle. Un ruido de cascos la hizo mirar por la ventana de su habitación. Vio un caballo fragmentado en rombos de cristal ondulado. Su jinete era inconfundible, incluso a la vaga luz de las antorchas.

Al verle encorvado de hombros y serio de cara, supo que no había tenido un buen día. Su forma brusca de desmontar y darle las riendas al palafrenero hablaba de malas noticias, que probablemente no contara a su esposa. Era el único defecto de sir John: el deseo de protegerla de las malas noticias, como si no decírselo la protegiese de las inevitables consecuencias. Tonta idea en quien, por lo demás, era un hombre de gran inteligencia. Lo único que lograba guardándose las cosas era dejarla sin los medios para protegerse a sí misma, y tal vez a él. De todos modos, lady Cobham ya sabía que no servía de nada pedir cuentas. Tendría que sonsacarle con medios más sutiles la causa de su evidente angustia.

Dudó que fuera por las cuentas de la propiedad. Ella ya no se ocupaba directamente de ellas. Esa tarea se la había dejado a los mayordomos y a John, pero sabía bastante para darse cuenta de cuándo iban mal las cosas, y el castillo de Cooling y sus alrededores respiraban prosperidad. La cosecha había sido buena. Las despensas y las tabernas rebosaban de provisiones para el invierno, y a los siervos y los campesinos se les veía bastante contentos. Tampoco habían llegado noticias de ninguna calamidad en las tierras de John en Hereford. De hecho, se había ido de bastante buen humor a Londres, para hablar con un pergaminero. Por lo tanto, sólo quedaba una posibilidad.

La empresa lolarda no iba bien.

A veces lady Cobham deseaba no haber implicado a su esposo en los problemas del castillo de Cooling con el arzobispo. Antes de que contrajeran matrimonio, sobre las tierras de ella ya pesaba un entredicho por albergar a sacerdotes lolardos, y no era una censura que le quitara el sueño, pese a haber pronunciado en el momento oportuno las debidas, que no sinceras, palabras de arrepentimiento, a fin de ganar tiempo y espacio para la práctica libre y secreta de su fe. Lady Cobham no creía en el poder del Papa de denegar u otorgar el derecho a la Sagrada Eucaristía. Ese derecho lo otorgaba Dios. Ni papas, ni curas, ni obispos podían privarla de una gracia derramada a manos llenas sobre ella por su Salvador. Lo decía la Biblia en inglés.

—Da igual, esposo mío, no hagas caso —le había dicho a sir John al explicarle por primera vez el interdicto.

Pero en los ojos de él había inquietud, y la expresión de su rostro quebraba la dulzura de haber hecho el amor mientras yacían como dos cucharas en una cama pequeña, hecha para una sola persona. Era el segundo día de su luna de miel en la casita de Gales. Sir John la había llevado al valle de Olchon para enseñarle dónde había ganado el favor del príncipe por luchar contra los señores de la frontera galesa. Y también para mostrarle el lugar de su bautizo, en un estanque al pie de una cascada, en lo más hondo y escondido de un frondoso valle, como el que acababa de recrear en los terrenos del castillo de Cooling.

—A la gente sencilla que busca protección en mí, su señor, no le da igual —dijo, indignado—. Cada vez que se les niega la eucaristía por su vinculación a las tierras de los Cobham, se creen que irán al infierno.

—Pues entonces haz que tengan un sacerdote lolardo para comulgar. Yo es lo que siempre he hecho y les satisface. De hecho, hay algunos que comparten nuestro punto de vista, y cada vez son más. Cuando sean bastantes, dará estrictamente lo mismo.

En los ojos de sir John brilló una determinación que asustó a su mujer.

—¿Y los demás? Es abominable que vivan con miedo a que algún cura romano disoluto les niegue el derecho al cielo sólo porque no le gusta el idioma en el que rezan sus señores o, peor aún, porque no disponen del precio de una oración.

Tanto gesticuló, y con tanta furia, que estuvo a punto de romper una jarra que había al lado de la cama, en una mesa, llena de narcisos y flores de sauce blanco. Se habían casado en primavera. Por eso, cada nueva primavera, al ver hincharse los primeros brotes suaves y grisáceos, lady Cobham revivía la dicha de aquella breve luna de miel en el verde valle galés, una dicha destinada a no durar, a ser sustituida por las preocupaciones, ya que el regreso al castillo de Cooling había marcado el inicio de la campaña de sir John a favor de la causa lolarda, con el mismo celo demostrado en sus campañas para el príncipe Harry. La recompensa acordada por el príncipe a sus servicios militares había sido permitir que se casara con una mujer de la nobleza. No estaba nada claro que aquella nueva campaña le granjease alguna recompensa.

Lady Cobham le oyó responder con un gruñido al saludo del guardián. Bajó corriendo a su encuentro, después de alisarse la toca de lino y pellizcarse las mejillas. Se encontraron en la puerta. Ella le plantó un beso en los labios.

—Buenas noches, esposo. Me alegro de que hayas vuelto a casa —dijo al cogerle de la mano y llevárselo a la solana—. Se están acortando los días. Los hombres tienen que estar en su hogar cuando se pone el sol.

—Cierto, y se agradece —dijo sir John, dejándose caer en el asiento más cercano a la chimenea.

El tono de su saludo no tenía nada de juguetón ni de pícaro.

Lady Joan le ayudó a quitarse la sobreveste, le estiró las botas y le dio la taza de hidromiel que tenía en el fuego del hogar para que John la encontrara caliente. Podría haberlo hecho todo el chambelán, pero sir John prefería que lo hiciera su mujer, y a ella no le importaba. Si así le hacía feliz, no tenía reparos en desempeñar el papel de sirvienta. Se quedó detrás, dándole un masaje en los hombros.

—¿El pergaminero te ha ofrecido un buen precio?

—No. Me temo que el coste es exorbitante.

La respuesta fue precedida por un breve titubeo.

—Pues entonces acudiremos a otro. Seguro que no es el único proveedor de pergaminos —dijo ella, moviendo firmemente el pulgar por la columna vertebral, hasta hundirlo en el cuello.

Sir John movió la cabeza en redondo, aceptando en sus huesos y tendones la presión del pulgar de su esposa.

—Ya, pero es que contaba con éste —dijo inexpresivamente.

En su tono había algo que indicaba que el tema de la conversación era algo más que el simple precio del pergamino. Por mucho que lady Joan clavase sus dedos en la carne, los músculos de los hombros seguían agarrotados y tensos. Prefirió no seguir indagando. No era el momento.

—¿Te has parado a cenar? —preguntó.

—He comido algo en la taberna donde he hablado con maese Fisher. Ya es bastante.

¿Desde cuándo al oso de su marido le bastaba con «comer algo»? ¿Qué le había hecho ese tal maese Fisher para que estuviera de tan mal humor? Lady Joan le quitó la gorra y le pasó los dedos por el pelo ralo. Después se agachó para darle un beso en la coronilla.

—No te preocupes, John. Lo que decidas, bien estará. Me refiero al pergaminero. A menos que quieras explicarme algo más, algo que te preocupe más que el precio del pergamino...

Sir John la cogió y la hizo sentarse en su regazo, pero seguían sin ser gestos insinuantes. Le acarició la cara con el índice, recorriendo su nariz y su barbilla.

—No, amor mío, no hay nada más. Sólo es por los costes. —Se puso la mano en la nuca, cubriendo del todo la de su mujer—. Es posible que tenga que recapacitar sobre el precio.

—Sea cual sea, lo pagaremos juntos —dijo ella, consciente de que no hablaban del pergamino.

—Es lo que más temo —dijo él antes de darle un beso largo, demorado, con más ternura que pasión.

La hizo levantarse suavemente.

—Venga, vamos a la cama, que después de un día así necesito dormir debajo de una colcha de plumas con el cuerpo caliente de mi esposa, para quitarme el frío. Durante el viaje de vuelta he tenido la sensación de que me pisaba los talones el invierno. Me temo que el verano ya está en desbandada.

XX

A la hechicera no la dejarás con vida.

Éxodo, 12:18

Gabriel respiró hondo, llenándose los pulmones con el aire frío de la mañana. La lluvia de la noche había limpiado las cloacas que fluían a ambos lados de los adoquines. Una brisa suave hacía temblar las hojas amontonadas en la esquina de la plaza por los barrenderos, y luego las dispersaba a los pies de Gabriel como monedas de plata. Un día glorioso.

No encontraba ninguna explicación lógica para su sensación de euforia. Para empezar, no había dormido nada bien. Después de dar vueltas toda la noche, pensando en la librera y su hijo, y en que dormían bajo el mismo techo, se había levantado de una cama incómoda —aunque hasta entonces no lo hubiera sido, sino todo lo contrario—, y en el momento de salir al sol de la mañana se había encontrado con la sensación de estar más vivo que nunca. O más despierto. Le habría encantado poder parar el tiempo justo entonces; no, no en la plaza soleada, sino la noche anterior, a la suave luz de las velas del espacio íntimo donde por primera vez en su vida adulta había sentido que se le avivaba el alma a causa de la presencia de una mujer.

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