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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

La comerciante de libros (29 page)

BOOK: La comerciante de libros
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Ya debería haber emprendido el viaje a París para poner punto final a la misión del arzobispo. Mejor dicho, ya debería haber estado en París, haber concluido la investigación y estar de regreso en Inglaterra para entregarle a Arundel todas las pruebas incriminatorias que hubiera hallado en contra de lord Cobham. De momento no tenía ninguna. Sin embargo, estaba resuelto a no presentar ninguna prueba obtenida de Anna Bookman, aun a riesgo de volver con las manos vacías. No pensaba involucrarla en la conspiración herética. Cogería la traducción del evangelio, la avisaría de que no hiciera ninguna más para nadie y quemaría la suya. La había asustado al hablar de herejías. Se lo había visto en los ojos. Esperó haberle dado bastante miedo como para que no se dedicara a ir por el mundo soltando absurdas parrafadas lolardas.

Miró la plaza pulida por el sol, protegiéndose los ojos con la mano mientras buscaba en su memoria. Sí, ahí estaba, justo al principio de la calle estrecha y sinuosa que llevaba a la rue de Vesle. Junto al poste con franjas rojas del barbero, rechinaba en sus goznes un cartel de carpintero exquisitamente labrado. La puerta estaba abierta. Si se daba prisa, podría volver a la casita antes de que se fuera Anna. Todavía era temprano. En el puesto de libros no había nadie. De hecho, casi no había nadie en toda la plaza, salvo unos cuantos verduleros que formaban grandes montañas de hortalizas en sus puestos y algunos fieles que llegaban tarde a misa en Notre Dame. Verles le dio remordimientos de conciencia. Su primer pensamiento al despertarse no había sido pronunciar el oficio divino, sino aquel encargo. Por lo que parecía, no era la ropa de cura lo único que se había quitado, sino también su identidad como tal. Se prometió confesar su descuido y hacer penitencia lo antes posible.

Al entrar en el taller del carpintero y agacharse para no chocar con el enorme tronco escuadrado que servía de dintel, tuvo un momento de vacilación, mientras se le acostumbraba la vista a la oscuridad. Olía a resina fresca de pino y sus zapatillas de cuero pisaban una capa de virutas de madera recién afeitadas. El tallista, un hombre de cierta edad con un grueso delantal de cuero, apartó la mirada del aprendiz a quien estaba instruyendo en el uso del torno y saludó con un gruñido a su cliente.

—Necesito un tipo especial de carretilla, para que quepa un niño de unos seis años —dijo Gabriel con su francés parsimonioso, indicando con gestos el tamaño y la forma que deseaba.


Oui, oui
.

El carpintero buscó un carboncillo en el bolsillo de su delantal, y al encontrarlo esbozó una versión en miniatura de un carrito de dos ruedas.


Quatre roues petites
—contestó Gabriel, señalando las ruedas y separando las manos para indicar que el carro debía estar más cerca del suelo, y las cuatro ruedas, que no dos, tenían que ser más pequeñas.

Señaló el mango, y como no se acordaba de cómo se decía «timón» explicó con gestos que debía estar hecho para que Anna pudiera arrastrarlo, pero también para poder replegarlo en el carro y engancharlo a las ruedas de delante. Así el pequeño Bek podría guiarse con una mano a la vez que se empujaba con la otra. Gabriel estaba seguro de que aprendería a hacerlo. El niño tenía las extremidades debilitadas por un uso erróneo, pero el ejercicio fortalecería los músculos de la espalda y los brazos. A juzgar por su manera de agitarlos, dando golpes a todo lo que tuviera cerca, era evidente que le sobraba fuerza y energía, aunque también tenía cierto control. Gabriel había observado que no daba golpes en el pecho de Anna cuando estaba sentado en su regazo. Se quedaba tan quieto como un niño la mitad de alto en brazos de su madre. Dentro de aquella cabeza había una inteligencia que pugnaba por salir. De eso estaba convencido. Una inteligencia que quizá pudiera liberarse con los debidos cuidados y atenciones.

El carpintero se rascó la cabeza, consternado.


S'il vous plait
—dijo Gabriel, cogiendo el papel para encargarse él mismo del dibujo.

El carpintero dejó de rascarse la cabeza y entornó un poco los ojos.


Oui, je vois
—dijo—.
Après-demain
.

«Pasado mañana.»


Après-demain
—repitió Gabriel—.
Merci
.

No se acordó hasta después de salir de la carpintería de que ¡ni siquiera le había preguntado el precio! Pero al cuerno con el precio. A fin de cuentas, el carro era un acto de caridad para un niño enfermo. Un niño a quien Dios había puesto en su camino.

«¿Y qué me dices de Anna Bookman, fray Gabriel? ¿También la ha puesto Dios en tu camino? ¿Para que la salves de la herejía? ¿No será para poner a prueba tu firmeza?» Pero no; a pesar de su conversación con el padre Francis, él estaba resuelto a no ser como tantos (demasiados) de sus hermanos. Él no sucumbiría a las tentaciones carnales del diablo. Había hecho un voto sagrado y pensaba mantenerlo.

Ya se había resistido a otras mujeres, empezando por la coqueta del barco de Inglaterra a Francia y siguiendo por todas las que en Reims miraban de soslayo su roja túnica de mercader. Anna Bookman era una mujer muy guapa, pero de mujeres guapas Reims estaba llena. No; si Dios había puesto en su camino a Anna Bookman, Gabriel estaba seguro de que era para salvarla del herético camino que había elegido. Tal vez no pudiera cambiar la teología de la joven, pero como mínimo podía protegerla de la hoguera; si no por otra cosa, por el bien de su hijo.

* * * * *

Justo cuando Anna empezaba a pensar en recoger la mercancía e irse a casa, a su nuevo alojamiento, oyó un tumulto de gritos y voces que llegaba del río. Estaba en la plaza desde media mañana, pero sólo había tenido un cliente. El mercado estaba prácticamente vacío. Ya hacía tiempo que se habían ido los verduleros, tan madrugadores como prestos en marcharse. La sombra de la catedral ya se cernía sobre la segunda marca situada a la derecha del punto más alto del reloj de sol. Sin embargo, a pesar de la mala marcha del negocio, Anna se había quedado con la esperanza de que VanClef pasara por el puesto. Pensaba decirle que el pequeño Bek no era hijo suyo, que sólo se lo cuidaba a una peregrina que tardaría poco tiempo en irse. Por la noche, después de que VanClef saliera de la habitación, se había quedado despierta mucho tiempo, pensando en cómo decírselo. Era sencillo y era la verdad.

Eran gritos lejanos, como si llegaran de la puerta de Marte, la antigua ruina romana donde jugaban los niños a corre que te pillo en las tardes de sol. Anna aguzó la vista.

En aquel momento, las únicas que se perseguían eran unas cuantas hojas secas, empujadas por el mismo vientecillo que le ponía la carne de gallina bajo las mangas de su fina capa. Con el calor de agosto no le había parecido que valiera la pena cargar con su pesada capa de lana, y se la había dejado en Praga junto al resto de sus pertenencias. En fin, no era el momento de pensarlo. Prefirió acordarse del cuartito de la rue de Saint Luc, con su acogedor brasero. Cuartito que ahora era el suyo... Si no perdía más tiempo, aún encontraría sol en la ventana y dispondría de bastante luz para seguir traduciendo el evangelio para VanClef, suponiendo que él aún lo quisiera; en caso contrario, ya saldría algún otro comprador.

Decidió pasar por el aprestador. Se acordaba de haber visto uno al llegar a la ciudad, a la orilla del río Vesle, el mismo día de su visita a la abadía de Saint Rémi, para preguntar si el abad necesitaba los servicios de una copista. Era lo que habría hecho su abuelo. Lástima que se hubiera topado con el prior y con su seca respuesta de que los encargos del abad los hacían los monjes en el
scriptorium
...

De todos modos, el viaje no había sido en balde. Resultaba que cerca del
scriptorium
había una tienda donde vendían pergaminos y papeles a bajo precio, usados aquella misma noche para falsificar la autorización del gremio. También encontró otra cosa: un taller de aprestador. Quedaba a menos de un kilómetro de la catedral, cerca de la rue de Vesle. Seguro que encontraba alguna capa barata pero respetable, dejada y no recuperada por algún peregrino para que le quitasen la pelusa. El aprestador se la vendería barata. Quizá no tuviera una capucha bonita con forro de piel, ni la calidad a la que Anna estaba —o había estado acostumbrada, pero la abrigaría durante el invierno, y así no tendría que recurrir a sus reservas de dinero para el viaje.

Cuando entró en la rue de Vesle, el gentío le impidió ver las tiendas. De ahí llegaban los gritos. Se había formado una multitud en la orilla del río. El ambiente era de gran agitación y, a juzgar por las voces, de enfado.

Buscó la entrada de la tienda, pero no se podía ver ninguna. Reconoció a la multitud. No era la primera vez que veía su feo rostro ni que oía sus abucheos. Conocía la escena. Demasiado. Y convenía evitarla.

Al otro lado de la muchedumbre que invadía su orilla, el río Vesle fluía tranquila y sinuosamente entre colinas cubiertas de viñas. Los reflejos del sol jugaban en sus aguas de la misma manera que en las del Vltava el día en que Anna se había encontrado con una masa humana semejante. Se le apareció fugazmente la cabeza de Martin clavada en una pica, con el cielo azul de fondo. Parpadeó para ahuyentar la imagen, decidida a refugiarse corriendo en su cuartito de la rue de Saint-Luc. Ya no se acordaba del recado. Sin embargo, era como si sus piernas tuvieran voluntad propia, porque la llevaron hacia la multitud.

Más cerca.

Cada vez más cerca.

Hasta los bordes del gentío que la succionaba hacia su centro, donde el ajo y el sudor creaban un ambiente casi irrespirable.

Una voz masculina le gritó al oído por detrás:


C'est une vieille sorcière
!

La multitud lo repitió como estribillo: «
Sorciére, sorcière
...».

Bruja, bruja.

Sólo la rodeaban puños en alto, alientos calientes en su nuca y su cara. No podía respirar de tanta furia y tanta indignación. Tan cerca del río no podía respirar.

«
Faites flotter la sorcière
!» Haced flotar a la bruja. «
Faites flotter la sorcière

Se internó por el coro de voces hasta que, sin saber cómo, logró salir al espacio vacío que había entre la gente y la orilla. Dos hombres altos y fornidos, de ropa sencilla y aspecto campesino, empujaban a una vieja y le pasaban por el cuerpo una cuerda de cáñamo para atarle los brazos. Había gente que le tiraba puñados de barro: hombres, mujeres y hasta algunos niños.

El cántico ganó en intensidad. Se hizo más rápido y más exigente. Un coro. «¡
Le fleuve, le fleuve!
» ¡El río, el río!

Anna no veía la cara de la vieja, pero su ropa de colores vivos, el pañuelo que cubría sus greñas grises y los aros que pendían de sus orejas le eran más familiares de lo que habría querido.

Se acercó hasta colocarse entre la multitud y el río, situación que casi le dio tanto miedo como reconocer de golpe a la vieja.

Quien estaba entre los dos jayanes era Jetta, con la mirada perdida, mascullando a las voces de su mente, como si ni siquiera oyese los gritos amenazadores que llovían sobre ella. Y quien se aferraba a su ropa, quien chillaba con voz penetrante, era el pequeño Bek.

Señalando al pequeño, un hombre gritó:


Il est le familier de son diable
!

El pequeño Bek, familiar de un diablo! ¡Si nunca había existido ser humano con menos de diablo!

Anna corrió y se giró hacia la muchedumbre, gritando:


Non, non
!

Buscó las palabras en francés, buscó la manera de decir lo que fuese para que se dieran cuenta de que la mujer a quien tomaban por una bruja era una simple e inofensiva anciana. Al ver a Anna, que corría hacia ellos, el pequeño Bek cambió sus gritos por una exclamación más conocida, pero no menos aterrada:

—¡An-na, An-na!

Ella le cogió en brazos y le limpió la cara de barro. Jetta hablaba sola. Estaba farfullando sus tonterías de siempre. Cosas de su cabeza. Cuanto más murmuraba, más se enardecía la multitud.

—¡No, no! —exclamó Anna, olvidándose del francés—. No es ninguna bruja. Es una cristiana, como vosotros. ¡Sólo es una peregrina cristiana! Demuéstraselo, Jetta. ¡Rézales el padrenuestro! Reza el Paternoster. Dilo en latín.

La anciana, sin embargo, siguió mascullando las mismas insensateces que hasta entonces, como si no la oyera. Como si Anna no estuviera delante.

—¡
Faites flotter la sorcière!
Jetez les trois dans le fleuve
!

¿A los tres? ¡Pensaban tirarlos a los tres!

«Cállate, Anna», se dijo; «salva al niño». Bajó los brazos para pegarle a su cuerpo. Al buscar algún rostro compasivo entre la multitud u otear alguna vía de escapatoria, reconoció la tienda que había estado buscando, con la puerta abierta, sin nadie en ella. Se acercó despacio, sin soltar al pequeño Bek.

Más tarde se dio cuenta de que había visto algo con los ojos, pero no con el cerebro. Si su cerebro hubiera constatado la presencia de VanClef a cierta distancia de la multitud, le habría llamado para pedirle ayuda, pero no ocurrió lo uno ni lo otro. Todos sus sentidos estaban centrados en Jetta y en sujetar al pequeño Bek mientras le acariciaba la cabeza y procuraba mantener la calma necesaria para pensar. Mientras tanto, los dos hombres levantaron a la anciana, que seguía mascullando para sus adentros, y la arrojaron al río de cabeza, como un tronco.

Todo el mundo dejó de respirar mientras el cuerpo de la anciana se retorcía por los aires como una gaviota a punto de zambullirse y luego hacía trizas la superficie del agua.

Jetta se hundió como una piedra en las gélidas aguas de noviembre.

Seguía sin respirar nadie. Todos estaban pendientes de si flotaría una bruja o se ahogaría una inocente. Anna pensó que esperaban lo primero. Así se alargaría la emoción. Se oyó a sí misma pronunciar en voz alta el nombre de Jetta, la misma Jetta que la había salvado a ella del río.

El río olía a muerte, por los troncos mojados y los montones de pútridos residuos que se acumulaban en sus dos orillas. A ello se añadía el olor acre del miedo.

Pasaron segundos. Horas.

Anna rezó para que ocurriera algún milagro y Jetta sobreviviese, para que Dios mandase a un ángel que la salvara de ahogarse, como había enviado a Jetta para salvarla a ella. «Pero que no sea yo», rezó al acordarse del peso del agua en su piel y de cómo había encerrado el aliento en su cuerpo. Se avergonzó de ser tan cobarde. Despegando de sus faldas al pequeño Bek, se acercó un poco más a la orilla del río.

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