Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Anna se quedó boquiabierta. El libro estaba encuadernado con piel bien trabajada, a base de toques de esmalte rojo y pan de oro. La piel presentaba algunos agujeros, donde probablemente hubiera habido piedras preciosas, las cuales, saqueadas tiempo atrás, debían de adornar el cuello de la dama de algún caballero templario o el de un clérigo romano rico. Gracias a su conocimiento del alfabeto hebreo, pudo leer el título: .
La llave de la sabiduría de Salomón
.
Conocía el libro de oídas. El rabino de Praga le había enseñado una copia. Se trataba de una especie de libro de magia, en efecto, pero no de magia negra. Y tampoco de brujería. Era un libro de encantamientos para invocar a los ángeles. Acarició las letras doradas del título en hebreo. Su sentido común le aconsejaba no mirarlo. Si era peligroso para un ciudadano del país, ¿cuánto más lo sería para una extranjera? Se le despertó el recuerdo del cuerpo sin vida de Jetta saliendo del río, con la cabeza colgando inerte en los brazos de VanClef y el agua cayendo a chorros de su largo pelo gris. Lo ahuyentó de su cabeza.
—¿Cuánto? —preguntó.
Los cálculos de la mujer del librero se reflejaron en su rostro. Anna casi la oía pensar. Era una manera de quitarse de encima un libro de contrabando.
—Para ti, dos florines de oro.
Una auténtica fortuna. No se atrevía a gastarse sus reservas de dinero en un libro.
—Mi marido quiere quemarlo. —La mujer del librero suspiró exageradamente—. Yo creo que es una lástima.
—¿Y si hacemos un trueque? Yo tengo dos copias del
Tesoro de la ciudad de las damas
de Cristina de Pisan y tres guías de peregrinos. Te debería ser fácil venderlas. Como de todos modos pensabas quemar el libro...
La mujer del librero se mordió el labio inferior con unos dientecitos de sierra, convirtiendo sus deliberaciones en todo un espectáculo.
—Bueno, hay que tener en cuenta el cuero de la contraportada... Eso lo podría aprovechar.
—Cinco libros y un ducado por el cuero.
—Trato hecho.
—Volveré mañana.
Volvió a guardar el libro en su burdo envoltorio y se lo tendió a Anna.
—Llévatelo ahora mismo, que me fío de ti. Las dos somos buenas cristianas —dijo, claramente aliviada de quitárselo de encima.
Con gran rapidez, envolvió el libro en el manto de plegarias que lo tapaba, como si tuviera miedo de que Anna cambiase de opinión. Al meter el paquete debajo de las mantas del carrito de Bek, la joven tuvo otra punzada de arrepentimiento. ¿Se estaría equivocando? Claro que decían lo mismo sobre la Biblia de Wycliffe, que era peligroso tenerla... Y a ella nunca le había perjudicado. Por otro capricho de sus pensamientos, se vio devuelta al puente sobre el Vltava, donde el cráneo de Martin relucía en la punta de una pica. Sin embargo, él y los otros no habían muerto por la posesión del libro. Era el exceso de orgullo lo que había acabado con sus vidas.
Dĕdeček
había puesto muchas veces en guardia a su pequeño grupo de disidentes contra el tipo de arrogancia intelectual y filosófica capaz de socavar su verdad y poner vidas en peligro. Anna no tenía ninguna necesidad de pregonar sus opiniones en voz alta en la plaza del mercado. Era bueno pagar un rescate por el libro.
Por alguna razón, pensó que era lo que habría hecho
Dĕdeček
.
Dejemos el celibato a los obispos [...] La
vida más santa es el matrimonio, observado
con pureza y castidad.
Palabras de
Erasmo
contra el celibato, enEl elogio a la locura
El hermano Gabriel estaba cansado de la travesía. Casi no había dormido ni comido desde la recepción del paquete en que el arzobispo Arundel le ponía al corriente del fallecimiento del hermano Francis. Sin embargo, después de que el barco atracase en Dover, de pronto lo único que deseaba era volver, aun a sabiendas de que en la antigua morada del anciano sacerdote no le esperaba ningún amigo. Tras un viaje sin paradas a lomos de un caballo de alquiler, llegó a la abadía de Battle en los últimos estertores del crepúsculo, con una niebla fría pegada a su piel como el manto de los bebés. No sabía qué hora era al ver cernirse sobre él los muros de la abadía, sólo que era tarde. La luna creciente, cuya pálida hoz, velada por las nubes, iluminaba las tierras de la abadía, le recordó su última visita nocturna y con luna, la última vez que había visto con vida al hermano Francis. Se dijo que había hecho mal en ausentarse tanto tiempo, sobre todo sabiendo lo débil de salud que estaba el anciano sacerdote.
—¡Cuidado, rapaz! —exclamó al ver al mozo que apareció frotándose los ojos, soñoliento, justo cuando cruzaba el puesto de guardia, sin dotación desde que ya no había incursiones francesas. Había demasiada poca gente en la abadía para vigilar unos muros tras los que no acechaba ya enemigo alguno. Su población nunca se había recuperado del todo de la peste del siglo anterior, que había asolado Inglaterra.
—Dale un saco de avena. Mañana vendrá a buscarlo un palafrenero de Hastings.
—Sí, padre.
El caballo relinchó al ser llevado al establo por el mozo.
Avena para el caballo, pero nada para el jinete, pensó Gabriel, mirando las ventanas oscuras del refectorio, que llevaba un buen rato vacío, desde la silenciosa cena de los hermanos. También estaría cerrada la cocina, sin una sola miga en las largas mesas de pino.
Dos campanadas.
Noche cerrada. Anna y Bek debían de estar durmiendo en su casita de la rue de Saint Luc. Al oír el repique, los monjes empezaron a arrastrar los pies por los claustros, en respuesta a la convocatoria de maitines. Gabriel decidió unirse a ellos. Ya hacía demasiado tiempo que descuidaba el oficio divino, y además sólo habían pasado tres semanas desde la muerte del prior. Seguro que todavía cantaban el oficio de difuntos.
Se tapó la cara con la capucha, inclinó la cabeza, cruzó los brazos en postura penitencial y se sumó a la fila que entraba en la capilla. Al llegar al coro, que tanto conocía, su mirada se deslizó por las misericordias donde de niño seguía las tallas con los dedos, esperando impaciente el final del oficio. Pocos años después, cuando era el hermano Francis quien decía misa, el joven Gabriel pensaba en la chica a quien había entregado su virginidad. Pensando en el goce carnal, cuando debería haber meditado sobre el misterio que se celebraba ante sus ojos... ¡Los pecados carnales! Ah, también ellos contenían misterio...
Sin dejar de pensar en sus pecados carnales —¡cuánto pesaban!—, cogió el antifonario, aunque no lo necesitase. Se sabía de memoria hasta la última palabra. Había sido una exigencia del hermano Francis a su joven protegido.
—
Dirige, Domine, Deus meus
.
Entonó la primera antífona, sumando su voz de bajo al coro de la abadía.
Quizá pudiera dormir después del oficio. Llevaba muchas noches sin hacerlo debidamente. Ocuparía un camastro del dormitorio de los monjes, en una compañía tan célibe que seguro que no le asaltaría ningún sueño sobre una mujer pelirroja. Al día siguiente presentaría sus respetos al viejo prior y buscaría al abad para sufragar nuevas misas para el bien de su alma.
Acabada la misa, siguió a la fila de regreso al claustro. Al llegar a la esquina del cuadrángulo, donde todos cambiaron de dirección, echó un vistazo a la casita aislada. Pasó una sombra por una ventana. ¿La sombra inquieta del hermano Francis? Se frotó los ojos, llenos de polvo, y miró otra vez. La silueta ya no estaba.
La señora Clare. Se había olvidado de ella. A esas alturas, lo lógico sería que se hubiera ido. Se preguntó sin especial curiosidad qué haría después de haberse quedado sin trabajo. También se preguntó si tenía parientes que pudieran acogerla.
En fin, no era de su incumbencia.
* * * * *
El desayuno era sencillo: un pan basto, con mucha corteza y sabor a levadura, que aún conservaba el calor de la cocina, y gachas, con una tira de panceta reservada para el cura visitante, el
quaestor
que tenía la llave del tesoro de gracia. Gabriel, primero de la fila, llenó su cuenco de madera y se sentó frente a la mesa de caballete, seguido rápidamente por los demás hermanos. Los monjes se pasaron el pan. Cada uno partía un trozo y se lo daba al monje de al lado, en un silencio sólo interrumpido por la lectura de los Salmos, desgranados arriba, en el púlpito.
Gabriel escuchaba a medias los Salmos Penitenciales. Era una elección lógica: formaban parte del oficio de difuntos y, al igual que la misa, habían sido elegidos en honor del hermano Francis. La monotonía de la voz y los sonidos de los monjes al tragar —parecía mentira que un par de docenas de hombres masticando bajo la regla de silencio pudieran ser tan ruidosos e irritantes para los sentidos—, no bastaron para que dejara de pensar en su agarrotamiento tras haber dormido sobre un duro catre. Ni la cantidad ni la calidad de su sueño habían sido reparadoras. Le dolía la articulación de la cadera. Lógico.
Había vuelto a soñar con Anna. Esta vez adoptaba la forma del ángel que luchaba con Jacob al pie de la escalera de oro. En el sueño, Gabriel, como Jacob, se enfrentaba al ser alado en un feroz combate, digno de tan celeste enemigo. Sujetaba al ángel con todas sus fuerzas, igual que Jacob en el libro del Génesis, y sólo su insistencia en aferrarse al ángel impedía a este último escaparse al paraíso por la escalera celestial. Sin embargo, en el sueño el vencido acababa siendo Gabriel, y no el ángel; Gabriel, derribado por el poder de las alas cuyo batir le magullaba la cadera y le cortaba la respiración.
Por mucho que intentara gritar, durante el sueño no le salía la voz (seguía notando el nudo al tragar). La lucha terminaba con Gabriel inmóvil y vencido, cerrados los ojos, desnudo y frío el cuerpo, encogido en el suelo como un niño, pero el ángel aún no se daba por satisfecho y seguía cerniéndose sobre su cuerpo hasta que él percibía su aroma, dulce y conocido: a jazmín. Entonces abría los ojos y miraba al ser a la cara.
No era un rostro de varón, como el del contrincante de Jacob; ni tan siquiera un ser andrógino, como siempre había imaginado a los ángeles, sino una cara de mujer: la de Anna, con un nimbo de cabellos encendidos que ardía sin consumirse como la zarza de Moisés. Volvió a sentir su calor en la piel. Lo reavivó el recuerdo —incluso ahí, en el frío y silencioso refectorio de la abadía— del rostro perfecto de Anna. En sus ojos, muy azules, temblaban sin derramarse unas lágrimas de ángel cuyo brillo tenía la fuerza del diamante.
En aquel momento deseó de todo corazón que aún estuviera vivo el hermano Francis para que interpretara su sueño. Y sin embargo, una parte secreta de su ser, un yo perverso y secreto, se alegraba de no tener que aguantar sus recriminaciones.
Domine, ne in furore tuo arguas me
... Las palabras del salmo llegaban flotando desde las alturas, filtrándose en el sueño recordado de Gabriel. «Señor, no me corrijas en tu cólera, en tu furor no me castigues.»
Recibió el codazo suave de un hermano, que le instaba a coger el pan. La garganta de Gabriel se rebeló, amenazando con rechazar la cucharada de gachas que acababa de meterse en la boca. Sacudió la cabeza. El monje frunció el ceño y pasó el pan al siguiente hermano, mientras Gabriel saltaba por encima del banco y salía deprisa de la sala.
Abrió la puerta del refectorio, y al salir al huerto, sin nada de verdor, se alegró del aire frío y de no tener que seguir con los hermanos, que deglutían incesantemente como cerdos en el comedero. De lo que más se alegraba, sin embargo, era de alejarse de la voz y del salmo que rogaba misericordia por los muertos, a la vez que se burlaba de los pecados de los vivos: el perdón de sus pecados que imploraba David, cuyo pecado carnal con Betsabé no era, en suma, muy distinto del de Gabriel...
Domine, ne in furore arguas me
. Aún oía recitar el salmo. Arrastró los pies en dirección a la capilla. También persistía la visión del ángel frente a él, el ángel con el rostro de Anna.
El cadáver del hermano Francis fue enterrado en la capilla de San Martín, un receso circular situado a la izquierda del presbiterio. Levantaron la lápida del suelo y depositaron el cuerpo del prior envuelto en su sudario, en el nicho más cercano al altar de San Martín. Todo un honor, ya que una vez que el sepulcro —por algunos llamado «el comedor de carne»— hubiera cumplido su tarea, los huesos del hermano Francis no serían trasladados al osario, sino que permanecerían en proximidad del santo. Desde aquel lugar privilegiado, el alma del anciano prior podría cruzar con más facilidad el purgatorio. La mayoría de los peregrinos que acudían a venerar al santo se dignarían pronunciar una oración por el prior enterrado justo al lado. Gracia derramada.
La luz de la mañana entraba por la vidriera donde estaba representado san Martín con media capa, en el momento de poner la otra mitad sobre los hombros y los brazos de un mendigo vestido con harapos. Al fondo, una oca (su emblema) contemplaba el episodio con aprobación, proclamando su pico muy abierto la caridad del humilde santo.
Gabriel se arrodilló en el suelo y pasó la mano por la grieta que había dejado el cambio de losas al lado del altar. Aunque dentro de la capilla reinase la penumbra, vio que el mortero era fresco. Siguió con un dedo las letras recién grabadas del nombre del hermano Francis, toscas pero legibles sobre la lápida. Después se inclinó para besar la fría piedra. Una oleada de remordimientos y añoranza acompañó sus esfuerzos por recordar con exactitud sus últimas palabras a aquel hombre que había sido como un padre. ¿Expresaban afecto? ¿Expresaban gratitud? De todos modos, aunque no contuvieran ni lo uno ni lo otro, seguro que el anciano se daba cuenta de lo mucho que le quería Gabriel...
—Lo último que salió de sus labios fue vuestro nombre.
Era una voz de mujer, a la vez conocida y desconocida, que no acababa de identificar. Levantó la cabeza para ver quién le hablaba desde la puerta: una mujer delgada, en los últimos años de la madurez, que llevaba una capa con capucha, bajo la que asomaban hebras de pelo gris.
La señora Clare.
Seguro que venía con alguna mezquina petición sobre las pertenencias del anciano sacerdote.
Gabriel intentó no delatar en su voz la irritación provocada por aquella intrusión en algo tan íntimo como su dolor. La señora Clare había servido fielmente al hermano Francis. Supuso que a algo tenía derecho.