La comerciante de libros (34 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: La comerciante de libros
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—Hermano Francis, el obispo os manda sus mejores deseos.

—Hermano Francis, ha venido a veros un emisario de Canterbury, pero le he dicho que dormíais.

Aquella mentira le había supuesto una severa reprimenda.

Otro pinchazo de la aguja, que esta vez fue más allá del callo y se hizo notar. El hermano Francis nunca la había pegado ni maltratado. Se limitaba a ignorarla. La consideraba un ser inferior, predestinado por Dios mismo para servir a quien le servía a él. Si el fraile hubiera reparado en su tristeza, no se habría sentido responsable de ella.

En cambio, con su hijo era muy bueno.

Cuando el niño tuvo la edad necesaria, se lo llevó de Bankside Street. Al descubrir su gran inteligencia, organizó su futuro, y a ella le prohibió verle. Sólo la tomó como criada después de que se fuera el niño. Aquella parte del pacto Jane la había cumplido, al menos lo suficiente para reclamar lo que se le debía. Pero antes le haría aquel último favor.

También le velaría en la capilla, después de haber hablado con el abad y de haber recibido la escritura prometida, la de la casita.

Después de avisar al niño para que estuviera presente en el entierro de su padre.

XXIII

El verdadero enamorado está poseído constantemente y

sin interrupción por el pensamiento de su amada.

Andreas Capellanus
,
De amore
(siglo XII), regla XXX

La probidad por ella sola hace digno de amor a cualquier hombre.

Andreas Capellanus
,
De amore
, regla XVIII

Uno de diciembre. Ya habían pasado más de dos semanas. Anna se dijo que VanClef podía estarse retrasando por el tiempo. El cese de la nieve había sido tan brusco como su aparición y lo había dejado todo hecho un lodazal. Hasta el carro más recio tendría dificultades para ir por los caminos. A mediodía mejoraba bastante el tiempo para que Anna pudiera meter al pequeño Bek en el carrito, envuelto en mantas, y arrastrarlo hasta la plaza del mercado, pero en dos días sólo había vendido una guía de peregrinos. En invierno, las vías de peregrinación estaban muy poco transitadas. Tendría que buscarse otra fuente de ingresos. Suerte que estaba pagado el alquiler hasta la Navidad. Se lo había dicho el casero al intentar pagarle («
Monsieur VanClef a payé le loyer pour le mois entier
»), poniendo en su mano un pergamino enrollado donde figuraba su nombre: «Anna Bookman, rue de Saint Luc, Reims, France». Con un hormigueo de impaciencia, esperó a que el robusto y sonriente hombrecillo dejara de acariciar la cabeza del pequeño Bek, aparentando interesarse por el nuevo carrito del niño (aunque ella le veía observarla de soslayo). Aguardó impacientemente junto a la puerta abierta, toqueteando la cuerda que ataba el pergamino. Al final el casero hizo una breve y cortés reverencia y se despidió diciendo:


Adieu, madame
.

Anna estaba tan nerviosa que casi le dio con la puerta en las narices. Sus dedos temblaron al quitar la cuerda y romper el sello, todavía intacto pese a las malas condiciones de viaje.

«Queridísima Anna», leyó en la excelente y apretada caligrafía de VanClef. Prácticamente vio sus manos escribiendo las palabras; se imaginó sus largos dedos al mover la pluma por la página, formando el círculo de la Q y dejando una manchita de tinta en el vértice de la A de su nombre. «Queridísima Anna.» Era como una caricia mental.

«Como podrás imaginarte por el tiempo que hace, probablemente no pueda volver junto a ti en el plazo que esperaba.» ¡Pero volvería! ¡No había regresado con su esposa o su otra amante a su vida de Flandes! «Aparte del retraso debido al mal tiempo, al llegar a París me di a conocer en el gremio de pañeros, donde me esperaba un mensaje con pésimas noticias que me exige viajar todavía más. Ha muerto mi padrino. Acudo raudo a su lado para ocuparme de que se le sepulte con el debido honor y pagar las misas por su alma. Ya estaba muy viejo y delicado, por lo que no ha sido una muerte inesperada, pero aun así me ha entristecido más de lo que sería lógico. Es una gran pérdida personal. Me gustaría poder consolarme con tu dulce rostro, tu voz, tu sonrisa...»

La caligrafía perdía vigor. Una gran pérdida personal, y no tenía a Anna para consolarle, como él la había consolado a ella tras el ahogamiento de Jetta. Ni para secarle las lágrimas a besos.

«Lo único que me alegra es pensar que me estás esperando. Tengo la esperanza de no retrasarme demasiado. Cuando recibas esto, lo más probable es que ya haya cruzado el canal.»

¿Cruzado el canal? ¿De París a Flandes?

«Junto a esta carta le envío al casero bastante dinero para pagar tu habitación hasta que vuelva. Parece un hombre honrado, pero no trates de volver a pagarle. Podría ser una tentación demasiado grande. Abraza de mi parte al pequeño Bek. Sueño contigo cada noche, pienso en ti cada día y pronto volveré a tenerte en mis brazos.»

La firma, «VanClef», era insegura, como si se estuviera acabando la tinta.

De eso hacía tres días. De tanto releer la carta, se estaba empezando a gastar el borde del pergamino. Anna volvió a leerla otra vez para tranquilizarse, mientras se filtraba bajo la ventana un día gris de diciembre que le metía el frío en el cuerpo, zahiriéndola con su melancolía infinita.

* * * * *

El hermano Gabriel desafiaba al viento en la proa del Le Petre de Dartmouth. Estaba siendo un cruce difícil, sobre todo abajo, donde se agrupaban los pocos pasajeros. Su estómago dio un vuelco peligroso. Aunque en aquella época del año hubiera pocos peregrinos —durante los meses lóbregos de pleno invierno sólo se surcaba el canal de la Mancha por necesidad—, el hedor a cuerpos sin lavar era considerable. Daba gusto sentir el agua salada en la cara. Era tan áspera como la realidad que le raspaba el alma desde que se había puesto el hábito de dominico.

Varias aves marinas seguían al barco gritando para que les echasen por la borda algún pedazo de basura. Sus gritos roncos, incesantes como un revoloteo gemebundo de arpías en la estela de la nave, agravaban el malestar de Gabriel con un dolor de cabeza. Se inclinó hacia el viento.

—¿Qué, padre? No estamos del todo finos, ¿eh?

Miró a su alrededor. Tenían que habérselo dicho a él, porque no había nadie más en la proa. Sí, claro, padre... Él era «padre». Del informe telón del cielo y de las aguas surgió una mujer de edad indeterminada con una capa y una capucha grises.

—Si le sirve de algo, llevo un poquitín de jengibre en el bolsillo.

Se acercó, dejándose ver con mayor claridad. Era casi una niña, con unos ojos preciosos. Gabriel la había visto subir a bordo en compañía de una mujer mayor, probablemente su madre, pero sin fijarse. En otros tiempos, su presencia tal vez hubiera despertado en él ideas lúbricas. Ahora sólo se fijó en su actitud afable. Si se acercaba a él, era exclusivamente a causa de su hábito negro. Dudó que le hubiera hecho el mismo gesto a VanClef.

—Está un poco seco y feo —dijo la joven, ofreciéndole la raíz retorcida—. Así es más fácil de llevar. Basta un trocito muy pequeño. Pica un poquitín en la lengua.

—Gracias —dijo él, mirando la raíz con reticencia.

Parecía mordida en una punta.

—Tomad. —La joven sacó un cuchillo pequeño de su redecilla y cortó un trozo por la otra punta. Después sonrió, moviendo el cuchillo—. Es para protegerme. Venimos de Boulogne, y sólo he tenido que usarlo una vez para ahuyentar a un cortabolsas.

La sonrisa que le dedicó mostraba unos dientes casi perfectos y una buena piel. Gabriel se preguntó por qué tenía que viajar sin la protección de un hombre. Era un viaje poco seguro para mujeres solas, aunque fueran de dos en dos. La frescura de su voz le recordó un poco a Anna, que había viajado sola desde Bohemia.

Cogió la raíz de jengibre que le ofrecía.

—Ya estoy mejor —dijo—. Me lo guardaré para otro momento.

—Como queráis, padre.

La madre de la joven estaba sentada con los otros pasajeros, que permanecían acurrucados en el centro del barco para darse calor. Vistos a través de la niebla, desde la proa —donde estaba Gabriel—, parecían bultos. Sin embargo, vio que uno de esos bultos se giraba hacia él y le decía algo al de su lado. Seguro que la buena mujer pensaba que no hacía falta vigilar a su hija porque estaba con un cura. Sintió una pequeña punzada de culpabilidad, junto a una incredulidad nueva para él. Qué ovejas tan vulnerables, plenamente confiadas en sus pastores romanos de sotanas negras...

—¿Vas muy lejos, pequeña? —preguntó.

La voz de un cura y las palabras de un cura, pero no el corazón.

—Sólo hasta Dover, a reunirme con mi prometido.

«Mi prometido.» Con qué orgullo lo decía... Gabriel trató de imaginarse las mismas palabras en labios de Anna, pero no, eso ella jamás podría decirlo refiriéndose a él.

Una gaviota chilló y se abatió sobre la borda, donde permaneció un momento hasta que la fuerza del viento que recibía por detrás le abrió las plumas de la cola y la arrancó de su punto de apoyo. Se fue gritando con el viento. VanClef es como este pájaro, pensó Gabriel: aprovecha un respiro del viento en un punto de apoyo precario. El barco se inclinó. Su estómago dio otro vuelco. A ver si al final necesitaría el jengibre...

—Tu prometido es un hombre de suerte —dijo sin dejar de pensar en Anna. Ni en VanClef.

La joven se ruborizó.

—Mejor que vuelva con mi madre.

—Ve con Dios, niña.

Las palabras. La voz. Era como si viese a la niña de muy lejos, como si el hombre que pronunciaba aquellas palabras rituales no tuviera nada que ver con él.

¿Qué consejo le habría dado el hermano Francis? Se acordó de golpe.

Sobre aquel tema, o cualquier otro, él guardaría un silencio definitivo. No sería ahí donde encontrase una luz para guiarle. ¿A quién confesar entonces sus pecados?, se preguntó, recordando la voz fría e impersonal del confesionario de la catedral.

Sintió un regusto de bilis, pero tenía muy poco que ver con el vaivén del pequeño barco a merced del rudo oleaje invernal. Nunca había sentido tanta necesidad de un confesor. Acudieron a su mente las palabras del salmo número seis, el Salmo Penitencial: «
Domine, ne in furore tuo arguas me
... Señor, no me corrijas en tu cólera, en tu furor no me castigues. Ten piedad, Señor, que estoy sin fuerzas».

Pero, sin confesor, ¿cómo podría saber que su oración llegaba a alguna parte? Él no tenía la fe de Anna. No hubo ninguna señal. El cielo de plomo que le rodeaba seguía igual que antes. El viento insistía en rociarle la cara de sal. Las gaviotas continuaban gritando y abatiéndose sobre la nave. La joven ya se había unido al resto de masas informes que había en el centro del barco.

Mordió un trozo del jengibre que acababa de darle. Su lengua recibió un sabor amargo.

* * * * *

El primer día de sol, Anna abrigó al pequeño Bek y fueron a ver al librero.

Tampoco había clientes. Cuando cruzó la puerta, tuvo la impresión de dar una alegría a la mujer del librero. Siempre se dirigía a Anna en inglés. Era una de las mujeres que habían seguido a los soldados ingleses hasta Francia, con la suerte (poco habitual) de que se prendara de ella un mercader francés. Al enterarse de que Anna hablaba inglés, se había puesto muy contenta, presuponiendo una intimidad a la que la joven no correspondió.

—Deja el carrito dentro, que así no tendrás que levantar al niño.

El pequeño Bek, sin embargo, ya había cogido las muletas y estaba bajando él solito del carro. A Anna le costó no ayudarle, pero reconoció la obstinación de su mirada. Quería demostrar su independencia a la mujer del librero.

—¡Caramba, cuánto ha crecido desde la última vez que le vi!

Al observar que el niño se erguía cada vez más alto sobre sus piernas esqueléticas, Anna se aguantó una sonrisa. Al mismo tiempo le dolió en el alma. Sabía cuánto le costaba mantenerse de pie y evitar que se le moviera la cabeza.

—Ven, Bek. —Era como le llamaba últimamente, prescindiendo del «pequeño», porque era como se llamaba él a sí mismo. Decía: «Bek quiere...» o «A Bek le gusta...»—. Siéntate aquí mientras negociamos yo y esta señora.

La mujer del librero les obsequió a ambos con su sonrisa desdentada.

—¡Negociar! ¡Qué alegría! Últimamente, con la nieve y la lluvia, el negocio es muy lento.

Anna observó con atención al niño, que retorcía su cuerpo sobre el taburete.

—Me temo que mi encargo no te será de gran ayuda. Sólo un par de plumines y una botella de tinta de sepia.

Contó los cuartos de penique mientras observaba un fajo de buenas vitelas.

—Puedo hacerte un buen precio.

—Quizá otro día. Ahora mismo tengo la bolsa muy ligera. Pensaba buscar trabajo en el barrio judío. ¿Podrías indicarme cómo se...?

Los huecos de la dentadura desaparecieron de golpe y los ojos de la mujer del librero se redujeron a dos puntitos.

—¡Judíos! ¿Para qué quieres tratos con esa gente?

—Es que mi... marido trabajaba mucho para ellos. Son personas instruidas, que valoran los buenos libros. Además pagan bien.

Miró a Anna con dureza.

—Pues aquí no vas a conseguir ningún encargo. En Francia no hay judíos desde antes de mi nacimiento. El rey tuvo el sentido común de desterrarlos a todos.

—¿Desterrarlos?

—Suerte tuvieron de que no los metieran en una sinagoga y le prendieran fuego, que es lo que he oído que hicieron en otros sitios. Yo no es que sea partidaria de eso, que por algo soy cristiana... Hubo bastante con echarlos.

Anna recordó lo densamente poblada que estaba Judenstadt, con su muralla que la separaba del resto de Praga. También recordó que cada año, para el
Yom Kippur
, los judíos se reunían en la sinagoga en recuerdo de una masacre similar en Praga. Se calló la réplica. No valía la pena enemistarse con el único librero a cuya tienda se podía ir caminando desde su habitación. ¿De qué le habría valido protestar?

La mujer del librero la observaba, pensativa.

—Si lo que te interesa son los libros judíos, puedo enseñarte algo. Yo, como buena cristiana, no me lo he querido quedar, pero me parecía una lástima quemarlo. Te lo venderé a buen precio.

Como si Anna no fuera una buena cristiana.

Metió la mano debajo del mostrador y sacó un paquete de arpillera.

—No le digas a nadie de dónde lo has sacado, ¿eh? Yo lo negaría rotundamente. Forma parte del trato. —Antes de abrir el envoltorio, lanzó una mirada furtiva a la ventana—. Se lo compró a un calderero el patán de mi esposo, sin saber qué era, el muy tonto. Me contó que se lo trajo de la última cruzada el abuelo del calderero. Creo que es como magia negra judía, pero ¡qué preciosidad!

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