Read La comerciante de libros Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Hizo lo mismo que todos los demás, contemplar la superficie plácida del agua.
No había ni una sola onda.
A sus espaldas quedaba una sola voz, un himno agudo, dulce y algo tembloroso:
—An-na. An-na. An-na.
Ella dio un paso hacia delante.
—Lástima —masculló el hombre a quien tenía más cerca, uno de los que habían arrojado a la vieja—. No te tires al agua, que si ella era inocente, tú también. —La retuvieron unos brazos, los mismos que acababan de lanzar a Jetta al Vesle—. La corriente es muy rápida y el agua está helada. También te ahogarías. Es la voluntad de Dios.
Si momentos atrás las voces exclamaban «¡bruja, bruja!», ahora su tono era de preocupación, para no agravar la culpa de su injusta persecución. Una ordalía. Juzgar por el diablo, no al diablo.
Anna trató de soltarse mientras seguía mirando fijamente la superficie del agua por si aparecía Jetta. Pero nada, ni rastro, ni la menor señal. La prueba de su inocencia, una inocencia que le concedía morir en el agua y no en el fuego.
Apenas reparó conscientemente en que algo más lejos, junto al río, un hombre separado de la multitud se desvestía hasta quedarse en calzoncillos, dejando amontonados en la orilla su túnica y su capa rojas. Sólo sintió el sobresalto de reconocerle cuando le vio saltar hacia la helada corriente.
¡VanClef!
Cuando la piel del mercader entró en contacto con las frías aguas, el corazón de Anna dejó de latir.
El pañero nadó hacia el centro del río.
Mientras sus músculos luchaban contra la corriente, los de Anna se tensaron.
La cabeza rubia de VanClef desapareció una, dos y tres veces bajo el agua. Los pulmones de Anna se paralizaron. Transcurrió una eternidad. Sin aire. Vacía.
De pronto, se agitó la superficie. Era él, y arrastraba algo. Anna volvió a respirar. Echó a correr hacia la orilla, al encuentro de VanClef, resbalando dos veces en el barro. Su corazón latía con tal fuerza que parecía capaz de romper su jaula de huesos. En su garganta se agolpaban ráfagas breves y convulsas de aire.
El mercader nadó con todas sus fuerzas hacia la orilla, arrastrando a Jetta. Anna ya estaba bastante cerca para ver cómo empezaba a levantar el cuerpo por el margen del río. Era un cuerpo tan flácido que parecía que no tuviera huesos. Un cuerpo inmóvil. Lo único que se movía eran los chorros de agua que se derramaban por su chal y por su pelo gris, antes de correr por el suelo.
—An-na, An-na.
Más pura y tranquila la voz, sin perder dulzura ni agudeza. Anna se giró para comprobar que el niño estuviera bien. Cuando volvió a mirar hacia delante, VanClef aún no había conseguido liberarse por completo del río. Era como si el Vesle se aferrase a él con dedos de hierro, reacio a soltarle.
La gente se fue dispersando, hasta que no quedó nadie para ayudar al mercader flamenco a sacar el cadáver del río. Nadie, excepto Anna. Esta vez no había bajado ningún ángel. El río se había apoderado de la vida que se le debía.
* * * * *
Por la noche, Anna lloró. Era la primera vez en mucho tiempo. Fue después de enviar a VanClef al campamento romaní y de que viniese Bera a buscar el cadáver; después de bañar y dar de comer al pequeño Bek, y de acostarle en la cama. Tapado con el cubrecama de plumas de Anna, rubio, con las pestañas claras, largas y brillantes, y el blanco lechoso de sus mejillas, parecía un ángel.
Cuando llegó Bera en busca del cuerpo de Jetta, Bek se aferró tanto a Anna que ella no tuvo fuerzas para mandarle al campamento. Nunca le había cuidado nadie aparte de ella y Jetta. Para los otros era
gadje
. Era
mahrime
. Cuánta inocencia en el mundo. Cuánto dolor.
Pero no fue entonces cuando se le saltaron las lágrimas.
—¿Quién es toda esa gente? —preguntó VanClef al volver del campamento en compañía de Bera, después de que los gitanos se llevaran el cadáver de Jetta en una camilla hecha con dos arbolitos y una tela de seda.
Detrás iba una docena de personas, la «familia»: hombres y mujeres del campamento que expresaban su luto con fuertes alaridos y grandes aspavientos en honor de la muerta, para que no se sintiese ofendida y se les apareciera.
—Son mis amigos —se limitó a decir Anna.
Entonces sí empezó a llorar.
Al principio era un riachuelo, pero tardó muy poco en convertirse en un torrente. Era como si los dos ríos, el Vesle y el Vltava, le hubiesen abierto un manantial en las entrañas.
—Calma, que os pondréis enferma —dijo VanClef, pero Anna no podía parar.
Entonces él la rodeó con sus brazos y se la llevó en silencio de la habitación donde dormía el niño, para que no le despertase con su llanto. Se la llevó a su habitación y se quedaron sentados en la cama hasta que cayó la oscuridad. En vez de levantarse para encender una vela, VanClef siguió estrechándola entre sus brazos mientras el río interior se salía de su cauce. De lo contrario, seguro que Anna se habría roto en pedazos y sus restos se habrían dispersado en la corriente.
El mercader no hizo nada para contener su llanto. Sólo la retuvo entre sus brazos, mientras en su rostro se reflejaba una especie de consternación ante el hecho de que la muerte de un ser tan estrafalario dejase a Anna en un estado de tal desolación.
—Era una mujer buena y amable. No tenía ningún trato con el demonio. Sólo se ganaba la vida adivinando el futuro.
Más que palabras, eran sollozos que no le dejaban respirar.
Él le dio una copa de vino caliente aromatizado con clavo y valeriana.
—Esto os tranquilizará —dijo.
Después de bebérselo, Anna, exhausta, apoyó su cabeza en el pecho de VanClef y cerró los ojos.
Al sentir sus labios en la coronilla, volvió a ser una niña con fiebre, acunada en el hueco de los brazos de
Dĕdeček
.
* * * * *
Anna se despertó de un sueño inquieto en plena noche. Al principio no sabía dónde estaba. Se habían tumbado los dos en la cama, que era estrecha. VanClef tenía el brazo doblado, con la cabeza de Anna encima, y la mano debajo de la camisa de ella. Su aliento, cálido y húmedo en su cuello, musitaba su nombre. Una luna en tres cuartos daba un lustre de luz a la cama —con tamaño para una sola persona—, resaltando la silueta del cuerpo del mercader bajo la manta. Su mano acariciaba suavemente el pecho de Anna.
«Debería impedírselo —pensó ella—. No es mi marido.» Pero no lo hizo. La niebla de la pena y del vino enturbiaba su cerebro. No tuvo fuerza de voluntad para mover sus brazos y apartarlo. Se le apagó en los labios la protesta que debería haber elevado, reducida a un suspiro.
—Anna... —dijo él, respirando en su cuello—. Anna...
Había tanta necesidad, tanta urgencia en su voz... A ella le encantó oír su nombre en sus labios, henchidos de su aliento. Las manos de VanClef le estiraron la falda con urgencia y se la arremangaron. El mercader cambió un poco de postura, pegando suavemente su cuerpo al de Anna, y empezó a acariciarla, a la vez que le cubría de besos la garganta. Después de toda el agua de sus lágrimas, lo previsible, para ella, habría sido que su cuerpo no guardara ni rastro de humedad.
Se equivocaba.
Cerró los ojos, sucumbiendo al calor y al embotamiento de su cerebro, mientras esperaba como si su espíritu asistiera desde lejos a la traición de su cuerpo. De pronto sintió un cambio brusco en el peso del cuerpo de VanClef, un movimiento del aire, y donde había calor pasó a haber ausencia de calor. Abrió los ojos para mirarle.
Estaba sentado en la cama, con la cabeza entre las manos. Anna tuvo un escalofrío e intentó llamarle por su nombre, para que no se fuera. Ante la falta de respuesta, su brazo se tendió con voluntad propia para atraer de nuevo el calor del cuerpo del mercader.
—Chiss, Anna, sigue durmiendo.
Era una voz grave, casi malhumorada. VanClef le alisó la falda y la tapó con una manta. Ella cerró los ojos.
Al alba, al despertarse, vio que dormía en una silla, al lado de la cama. La luz gris del amanecer daba un aspecto demacrado y pálido a su cara. Anna se levantó y salió de puntillas para no despertarle ni avivar su dolor de cabeza. En ese momento tuvo la duda de si haber yacido junto a él era un sueño causado por el vino y la fiebre. Sólo de pensarlo le ardió la cara. Volvió a sentir su aliento en la nuca y tuvo la certeza de que no era un sueño, sino un recuerdo.
—Sois un buen hombre, VanClef —dijo Anna al ver que traía el carrito.
Ambos sabían que se refería a algo más que a su caridad hacia el niño. Queriendo rebajar la tensión, añadió:
—Para ser papista.
Lo dijo riendo, para atenuar la crítica.
Él no se rió. Ni siquiera sonrió.
—No haber corrompido a una mujer ebria de dolor y vino no me convierte en un buen hombre.
Se agachó para subir a Bek al carro, mientras su mirada, rehuyendo la de Anna, se posaba en el niño.
—¿Y qué me decís de haber arriesgado la vida para salvar a una anciana? ¿Y de...? —Señaló al pequeño, que se mecía entre carcajadas dentro del carro, transmitiendo el mismo movimiento de vaivén a un puño levantado—. Sois un buen hombre porque tenéis buen corazón. «Dejad que los niños se acerquen a mí.»
—Pero ¿es que citáis las Escrituras inglesas en cualquier ocasión? —preguntó él, trasluciendo rencor en su tono.
—¿Sería más verdadero, más consolador para mí y menos incómodo para vos si las citara en latín?
—En efecto.
A ella no le gustó su mueca de enfado.
—¿Por qué no os gusta que os llamen bueno?
—No sabéis lo cerca que he estado de no ser un buen hombre, Anna.
Esta vez fue ella quien apartó la vista, sintiendo un calor en la nuca.
—¿Creéis que aprenderá a llevarlo? —preguntó, señalando el carrito.
—Sí. —¿Qué había sido eso? ¿Un susurro de alivio por el cambio de tema?—. Si es la voluntad de Dios.
—¿Por qué no iba a ser la voluntad de un Dios de amor? ¿Por qué no iba a querer que sean felices sus hijos?
—En efecto, ¿por qué? —dijo él, pero ella tuvo la impresión de que se refería a algo totalmente distinto.
Anna acostó temprano al pequeño Bek. Estaba agotado de jugar con su nuevo carrito, y como todavía no lo dominaba y chocaba con las cosas, tenía el cuerpo lleno de morados. También ella estaba agotada. Por eso, cuando se presentó VanClef en su puerta con un pastel de carne y sidra, su intención inicial fue decir que no.
—Bek ya se ha dormido —susurró.
—Pues entonces venid a mi cuarto.
—No sé si es buena idea...
—Necesitáis comer y yo también, conque más vale que comamos juntos. Tenemos que hablar de cómo manteneros fuera del peligro, vos y vuestro hijo.
—Pero ¿esta vez sin vino?
—No, vino no, sólo sidra.
El mercader levantó la jarra para demostrárselo.
—¿Dejaréis la puerta abierta?
—La dejaremos abierta, para que todo el mundo vea lo inocente que es nuestra conversación.
* * * * *
Mientras discutían sobre la doctrina de la transustanciación —según la herética postura de Anna, el pan y el vino sólo eran simbólicos, no la sangre ni el cuerpo literales de Cristo—, la mano de VanClef saltó airadamente por los aires y chocó con la de ella. Tenía tan cerca a Anna que sentía el olor de su pelo, la misma exótica fragancia, olorosa a jazmín, que asociaba con toda su persona. Aquel perfume, el contacto de las pieles y el tono apasionado de la joven tuvieron un efecto tan abrumador en sus sentidos que anularon su raciocinio, y no pudo replicar con ningún argumento sólido. Ya no podía pensar. Sólo podía sentir.
¡Qué arrogancia, qué orgullo, qué insensatez la suya al suponerse capaz de resistir aquella tentación! Lo mejor era decirle que se fuera, pero se le antojaba insoportable. Si Anna se iba, se llevaría el mundo con ella.
Le dio un beso.
Como ella no oponía resistencia, levantó una mano para desatarle el corpiño. Con la otra cerró la puerta.
* * * * *
Al oír el brusco cese de sus voces estridentes, el casero, bajito y rechoncho, se asomó con disimulo al pasillo, y al ver la puerta cerrada se encogió un poco de hombros antes de reanudar la partida de ajedrez. Pensó que no tardarían mucho tiempo en compartir habitación, dejándole un dormitorio por alquilar. Sin embargo, la idea de que estuvieran juntos le hizo sonreír. Sabía que era inevitable desde que los había visto. Estaban hechos el uno para el otro. Era como tenía que ser.
* * * * *
Anna sintió una brusca punzada de dolor que la sobresaltó. Después le vino a la memoria que en el libro de Gilberto,
La enfermedad de las mujeres
, ponía que la primera vez dolía y que había sangre. La vería el casero al cambiar las sábanas y sabría lo que había hecho VanClef. Lo que habían hecho los dos. Se sonrojó de vergüenza. «Deberías habérselo impedido, Anna. Deberías habérselo impedido. Deberías haberte ido después del beso.» A continuación volvió a pronunciar el nombre de VanClef, pero esta vez sonó como una plegaria, colmada de profunda tristeza.
Él se puso de lado, obligando a Anna a arrimarse a la pared. Volvió a murmurar su nombre, en un simple susurro contra su mejilla. Lágrimas calientes quemaron los párpados de Anna. ¿Qué le diría? ¿Cómo podría mirarle a los ojos y ver el reflejo de su vergüenza? Ni siquiera tenía la excusa de una borrachera para su promiscuidad. Tampoco la de que el mercader se hubiera aprovechado de ella. ¡Si ni siquiera se había resistido!
Cuando le oyó roncar —ronquidos suaves y rítmicos—, pensó en apartarle, pero sólo serviría para que se despertara, y entonces ella no tendría más remedio que hacer frente a su vergüenza. Por otro lado, curiosamente, la solidez del cuerpo que la pegaba a la pared era reconfortante, pensó Anna en la cama, preguntándose qué hacer.
«¿Es como habría sido con Martin?», se preguntó, sintiéndose culpable de inmediato, como si hubiera cometido una especie de traición, y no sólo con su cuerpo, ya que nunca se había sentido tan unida a Martin como a aquel hombre a quien apenas conocía. «Bueno, sí que le conozco —pensó—. Conozco su alma, porque he visto su bondad. Le he visto con el pequeño Bek. Le he visto jugarse la vida por Jetta.»
Contempló su cuerpo, memorizando la línea de sus hombros, su cintura y sus caderas. A la luz de la luna, su pelo parecía más plateado que dorado. En la coronilla había un círculo perfecto de pelos más cortos que el resto, recién crecidos. Le pareció curioso, pero no le dio importancia. Ya le preguntaría sobre ello cuando estuviera despierto. «¿Cómo es posible que esté aquí desnudo, a mi lado? ¿Cómo ha podido pasar?»