La comerciante de libros (25 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: La comerciante de libros
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—Me importa un bledo. Sólo es tela. Ya se ha mojado otras veces. —VanClef cogió el trapo de la mano de Anna y lo pasó suavemente por la cara del niño—. Lo que no se va es la sonrisa —dijo con tono de satisfacción.

Se levantó y devolvió el trapo.

—Pero ¿cómo lo sabíais?

—He visto que jugaba con piedras y he pensado que podía gustarle tener otra. Tres es un número más perfecto. —Tras una pausa dedicada a contemplar al niño, miró a Anna—. ¿Ya os habéis dado cuenta de que sabe contar?

—¿Por qué os lo parece?

—¿No habéis visto su manera de dar golpes en el suelo? Tres veces. Fijaos, además, en que las ha alineado.

Por alguna razón, la compasión serena del pañero (a menos que fueran sus dobles facultades de observación y razonamiento) le recordó a su abuelo. Anna parpadeó para contener unas lágrimas inesperadas, confiando en que VanClef no se diera cuenta.

—Algo de inteligencia hay aquí —dijo él—. He leído sobre otros niños como él dotados de unas facultades muy superiores a las que tenemos los demás. Una especie de don divino que les compensa.

Anna tuvo ganas de darle un abrazo, no sólo por su bondad, sino por confirmarle algo que sospechaba desde hacía tiempo, y se lo habría dado si hubieran estado en la casita de Praga de su abuelo, en lugar de en la plaza de una ciudad de un país extranjero, y él hubiera sido uno de los estudiantes que iban a estudiar y traducir los textos de Wycliffe; pero ni estaban en la casa, ni él era un estudiante. VanClef era un desconocido en país extranjero, y Anna había visto bastante mundo desde su salida de Praga para no confiar en los desconocidos.

El toldo protector bajo el que estaban, cerca el uno del otro, rodeados de nubes y de niebla, creaba un espacio reducido e íntimo. Anna tuvo que aguantarse las ganas de tocar la manga roja de VanClef y palpar el brazo que había debajo. Arqueó inconscientemente la espalda y se alisó el pelo con las manos, como si quisiera domarlo. Algo se agitaba en sus partes de mujer, algo acerado, veloz como el relámpago, casi como un dolor. Giró su rostro encendido para no mirar al mercader, fingiendo ordenar los libros y los opúsculos de la mesa.

—¿Tenéis hijos,
monsieur
VanClef?

Seguro que un hombre así tenía mujer e hijos, hijos fuertes que pudieran continuar el negocio.

—No, estoy... solo... Soy soltero.

—Lástima —murmuró ella, tratando de que no se rebelaran los latidos de su corazón—. Quiero decir que... da la impresión de que os gustan los niños.

—«Dejad que los niños se acerquen a mí», dijo nuestro Señor. —VanClef sonrió—. A él también le gustaban.

Detrás de Anna, el pequeño Bek daba golpes en el suelo con las piedras. Uno, dos, tres golpes sordos contra el camastro. La niebla se hizo lluvia y las gotas empezaron a caer por el borde del toldo.

—Espero que viváis cerca de aquí... —Nada más decirlo, Anna se ruborizó, temiendo ser malinterpretada—. Sólo lo digo porque no me gustaría que se os mojara una ropa tan buena dos veces en un día.

Él se rió.

—Tengo una habitación al otro lado de la catedral, en la rue de Saint Luc. ¿Vos vivís aquí cerca?

—Viajo con un grupo de... peregrinos, pero pronto se irán. Mis planes son quedarme todo el invierno en Reims. Aquí hay una buena clientela.

—Donde me alojo es posible que queden habitaciones.

—Soy una simple viuda, una librera pobre. No podría permitirme lo mismo que un rico mercader.

—Es una casa sencilla, pero limpia, y con precios razonables. Si queréis, estaré encantado de preguntárselo al casero.

Mientras Anna vacilaba, sin saber qué responder, él añadió:

—Si dejáis que os ayude a recoger los libros, podemos ir ahora mismo. Si intentáis hacerlo sola, con el niño, acabaréis los dos empapados.

Antes de que Anna pudiera protestar, VanClef metió los libros en la cesta y cogió en brazos al pequeño Bek.

—Tened —dijo, entregándole el cesto—. Corramos. Es la segunda casa al otro lado de la catedral.

En cuanto salió de su boca la última palabra, el pañero echó a correr por la plaza, con el pequeño Bek envuelto en su capa forrada de piel.

Lo único que pudo hacer Anna fue envolverse con el chal el pelo, que se estaba encrespando, y seguirle.

XVIII

Para franceses se hace casi cualquier cosa,

mas ¿qué ha de ser del hombre que en francés no glosa?

Muy pocas alabanzas a la lengua inglesa

nacer se han visto en Francia, con certeza.

De
Cursor Mundi
, siglo XIV, autor desconocido

Resultó que sí, que al dueño de la casita de adobe y cañas de la rue de Saint Luc le quedaba una habitación por alquilar. Anna le echó un vistazo a instancias de VanClef —y de la lluvia, que se había vuelto torrencial—, y era limpia y acogedora. Había una cama de madera con un auténtico colchón de plumas, un banco con arcón incorporado y el respaldo bordado de vivos colores, y un tocador con una jofaina de metal para lavarse, rematado por un espejito de bronce pulido. También había una ventana de pequeños recuadros emplomados que daba a un jardincito. La habitación se calentaba con un brasero de carbón.

Anna la miró con ansia, resistiendo un brusco ataque de nostalgia. Se parecía tanto a la bonita habitación que había dejado en la casita del centro de Praga, al final de la escalera de caracol...

—No puedo permitirme tanto lujo —dijo, sacudiendo la cabeza.

VanClef se rió.

—Ni siquiera habéis preguntado cuánto cuesta. ¿Cómo sabéis que no os la podéis permitir? Queda muy cerca. El negocio que hagáis durante las horas que habríais empleado en caminar probablemente sea suficiente para pagar el alquiler. ¿Qué dijisteis? ¿Seis estadios? ¿Ocho? Por otro lado, estoy seguro de que el casero ofrecerá las mejores condiciones a una viuda joven con un niño.

Abarcó en una rápida mirada al hombrecillo barrigón que escrutaba al pequeño Bek con ojos de miope.

Anna se reprendió por no haber dicho a VanClef el primer día que el pequeño Bek no era hijo suyo, pero en aquel momento la falsa percepción había servido para reforzar el invento de su viudez, una historia que tenía el mismo objetivo que los documentos fraudulentos: vender libros en la plaza con autorización. A esas alturas ya sería difícil explicarse. Además, por muy bondadoso que se hubiera mostrado con ellos aquel desconocido flamenco, ¿cómo saber que no la denunciaría por no ser lo que decía, una viuda que daba continuidad al negocio legítimo de su marido? En todo caso, VanClef se iría pronto. Había dicho que más o menos en una semana.

—¿
Quel est le prix de cette chambre
?

El hombrecito rechoncho levantó un dedo corto y grueso, contrayendo los párpados.


Un écu par semaine
.

Media corona. Cinco chelines por semana. Anna ya los ganaba los jueves de mercado, aunque también había que contar los gastos de comida, ropa de cama y colada, y de velas, porque a pesar de la prohibición del maestre del gremio, ella debía trabajar a la luz de las velas para ganarse la vida. Por otra parte, pronto no tendría más remedio que buscar alojamiento. Bera hablaba sin descanso de peregrinar a España. Era simple cuestión de días que se fueran los gitanos, y ella, con el invierno a punto de llegar, no podía emprender por sí sola el viaje a Inglaterra.

VanClef metió la mano en su bolsa y puso unas monedas de plata en la mano del casero.


Nous prenons cette chambre
—dijo.


Non
...

—Sólo es un adelanto por vuestro trabajo en el libro. Con esta lluvia no podéis volver. Os sería imposible llegar tan lejos con el niño a cuestas. Pasad la noche aquí. Mañana mandaremos a buscar vuestras pertenencias.

Fuera, la lluvia golpeaba los cristales. Dentro, el calor la invitaba a quedarse. El pequeño Bek les sonreía con una sonrisa grande y babosa, ladeando su cabezota, que se balanceaba sobre su fino tallo como un payaso en una caja de resorte. Anna se sentó en el colchón, cuyas plumas suspiraron al recibir su peso. Al niño le gusta, pensó. Y le gusta estar con un hombre.

VanClef volvió a meter la mano en la bolsa. Esta vez sacó una moneda de plata para el posadero.


De la viande, du pain et du fromage, s'il vous plait
.

Cinco chelines más para carne, pan y queso. Sólo de pensar en comida, a Anna le gruñó el estómago. No había comido nada desde por la mañana, antes de salir del carro romaní, aunque a Bek le había comprado galletas y grasa para untar. El posadero asintió con la cabeza y se fue, cerrando la puerta. De pronto, a Anna le incomodó la intimidad de su entorno, pero ¿qué reputación podía perder ella, una desconocida en una ciudad desconocida? Un trueno lejano se añadió al ritmo de la lluvia.

VanClef se quitó la capa roja y la tendió en el suelo para sentarse al lado del pequeño Bek.

—Cuando vuelva el casero, haremos una comida campestre —dijo, sonriéndole como si creyese que el niño idiota lo entendía todo—. Haremos como si el suelo fuera un prado sembrado de flores y las gotas de lluvia fueran rayos de sol.

—Vuestra capa...

—Ya la cepillaré.

Metió la mano en la cesta de Anna y sacó la piedra en forma de huevo de petirrojo. Primero la hizo girar con rapidez entre sus dedos y después enseñó al niño las dos manos cerradas.

—¿Cuál? —preguntó.

Para sorpresa de Anna, el niño tocó al azar la mano que contenía la piedra. ¿Pura casualidad? Ni siquiera ella, que tenía buena vista, había estado segura de en qué mano estaba. Sin embargo, el niño tocó varias veces seguidas la mano correcta. Nunca fallaba. Ni una sola vez. Al final, Anna se cansó de intentar seguir los movimientos veloces de las manos y se dedicó a observar cómo a VanClef se le formaban arruguitas en las comisuras de los párpados al reír y cómo se le rizaba el pelo rubio por debajo de la gorra cuadrada y plana. Le recordaba las bufandas de seda, líquidas como la nata, en que el rabino de Judenstadt envolvía sus rollos de la
Torá
para que las palabras sagradas no fuesen profanadas por manos impuras. Pero ¿por qué pensaba en esas cosas? Por segunda vez, sintió crecer en su interior una oleada de nostalgia.

Se preguntó qué opinión habría tenido
Dĕdeček
sobre VanClef. Otro trueno. Golpes en la puerta.


Entrez
—dijo el mercader.

Cuando se abrió la puerta, la habitación se llenó de olor a carne asada y pan con levadura.

* * * * *

Minutos después, tras dejar el festín sobre el mantel improvisado, el casero se quedó un momento al lado de la puerta para oír sus risas. Extraño trío... De todos modos, pensó que era un placer tener gente feliz en la casa. Era bueno para el negocio.

En cuanto a lo que sucediese a puerta cerrada, no era de su incumbencia. En absoluto.

Al ver que Anna y el pequeño Bek no volvían al campamento, Jetta empezó a preocuparse. Pensó en salir a buscarlos. Conocía el lugar en el que la joven desplegaba su mesa de libros, a la sombra de la gran catedral, pero sólo había ido una vez y la había echado el alguacil por tratar de
dukker a los gorgios
de la plaza. El alguacil le había dicho algo feo. Jetta no entendía su idioma, pero sí la amenaza, y no tenía ningunas ganas de volver.

Fue a consultar a Bera si no convenía que alguien saliera en busca de Anna y el pequeño Bek. Él dijo que probablemente la joven se hubiera resguardado de la lluvia y siguió haciendo saltar a su hijo en el hombro. Sonrió de oreja a oreja cuando por fin le oyó eructar. Lela, que se estaba atando los cordones de la blusa con el aspecto satisfecho de un gato que acaba de tomarse todo un cuenco de nata, le dijo a Jetta que no se preocupase.

Para ellos era muy fácil decirlo. No habían rescatado del río al niño y la mujer. Muy fácil, sí; a ellos no les empujaban las voces.

Sin embargo, como a Jetta no le hacía falta ninguna voz para darse cuenta de que no encajaba en aquella escena familiar e íntima, volvió a la humedad de su vardo, a roer una corteza de queso y pan seco. Para cenar no habría nada caliente, ya que la lluvia había sofocado las hogueras. Tampoco baile, ni música. Ni risas.

Esperó que la mujer pelirroja y el niño corrieran mejor suerte. Sin ellos, el carro parecía vacío, solitario, como el cielo desolado que derramaba sus lágrimas sobre su techo semicircular. Tumbada boca arriba en una oscuridad cada vez más densa, con la mirada clavada en el techo, Jetta se aprestó a oír las voces de su cabeza, las que le dirían qué hacer, pero en vista de que no se pronunciaban, se cubrió con una manta de caballo hecha de lana rasposa y se fue quedando dormida.

Sólo el tamborileo de la lluvia turbaba un silencio muy profundo.

Cuando Anna se despertó, el sol entraba a raudales por los gruesos recuadros emplomados de la ventana. Su corazón dio un salto. Por un instante creyó estar de regreso en el pequeño dormitorio de Praga, el de la escalera de caracol, pero el llanto del pequeño Bek la devolvió a la realidad de sopetón.

Seguro que estaba mojado y que había que cambiarle. Anna esperó que la humedad no se hubiera filtrado por los calzoncillos de lona engrasada que Jetta le había cosido al niño. A ninguna de las dos se le había ocurrido que fuera posible enseñarle a no mojarse encima, pese a haber reparado en lo bien que controlaba su vejiga, toda una bendición para alguien que tan poco control parecía tener sobre su cuerpo. Bek aborrecía estar mojado. Lloraba siempre que se manchaba, pero nunca las había despertado de noche.

Anna lo comprobó rápidamente. Tenía el relleno empapado, pero no se había mojado los pantalones ni las sábanas. Hurgó en su cesto, segura de haber usado los últimos trapos limpios para recoger los restos del festín de la noche anterior. Mientras intentaba tranquilizar a Bek y pensaba en qué usar, oyó golpes suaves en la puerta.

Reconoció la voz del casero.


Pardon, madame, s'il vous plaít
...

Y después, en un inglés vacilante:

—De
monsieur
VanClef. Para el niño.

El robusto patrón tenía en una mano una pila de ropa de cama limpia y en la otra, un cubo de agua y una cesta.

Anna abrió la puerta y le alivió ver que el casero rellenaba el agua de la jofaina y dejaba las sábanas.

—¿Y
monsieur
VanClef? ¿Ha salido? —preguntó en su correcto francés.

Él sonrió de alivio.

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