Marta cerró los ojos. Recordaba en este momento muchas cosas, demasiadas cosas.
La violación de una sepultura en Sant Pau del Camp. La cruz de bronce.
Las sucesivas mujeres asesinadas, como si las hubiese perseguido un poder diabólico.
La misma antepasada que ya no estaba en su tumba del cementerio de Pueblo Nuevo, aunque alguien pagó por ella.
Y la voz pausada preguntó:
—Adivino que usted está repasando episodios que la han asustado, ¿no?
Ella asintió.
De repente no le extrañaba que aquel desconocido lo adivinase todo.
—No sé si usted será capaz de escucharme —dijo él—. Tal vez la canso o tal vez me hago incomprensible. O quizá usted no quiera permanecer aquí. En ese caso, la acompañaré hasta la puerta para que no tropiece en la oscuridad.
Marta negó:
—Me… me encuentro bien —dijo.
—Entonces permítame hacerle una pregunta que seguramente se hicieron muchos de sus antepasados, especialmente las mujeres, que supongo que eran las más sensibles y por eso se convirtieron en las víctimas.
—Ha… hágala.
—Usted habrá pensado en el diablo.
Marta sentía dolor en los dedos de tanto apretar los bordes de la mesa.
—Por supuesto que sí…
—No diga por supuesto, como si fuera algo natural… Hay mucha gente que piensa en Dios, aunque sea a veces, pero en el diablo casi nadie. Resulta molesto y casi absurdo en estos tiempos en que las personas viven relativamente bien, después de siglos en los que fueron tratadas peor que a animales. Hoy han desaparecido muchas y malditas miserias que hacían que la gente invocase a Dios como su última esperanza. De hecho, pueblos oprimidos o engañados de hoy siguen invocando a Dios y se convierten en sus fanáticos porque no tienen nada más. Pero usted, en cambio, tiene otras opciones.
Marta asintió en silencio sin saber qué pensar.
La voz continuó:
—Una de esas opciones es una cierta justicia social, todo lo relativa que quiera, pero que antes no se había conocido. A lo largo de los siglos, un pueblo del que no se guarda ninguna memoria ha llenado con su sangre las calles para lograr esa cierta justicia social. Hoy existen unas condiciones de vida relativamente dignas, y hasta los más pobres tienen esperanzas porque el propio sistema capitalista ha inventado el mayor de los milagros. Ese milagro se llama el crédito. Gracias al crédito, la gente puede llegar a los pisos, acercarse a las buenas cocinas o conducir automóviles. El pueblo occidental, que es el gran depósito de la civilización cristiana, comprende que puede tener hoy lo que pagará mañana, y en consecuencia está tan lleno de esperanzas como de deudas. Vive entre realidades materiales, comprobables y ciertas, y por ello no necesita pensar en Dios como en épocas pasadas. Dios ha muerto entre hipotecas y créditos bancarios, y por supuesto mucho más ha muerto el diablo.
La voz guardó silencio durante largos instantes, aunque Marta Vives no supo sí eran largos o no porque había perdido el sentido del tiempo. La oscuridad era en esos momentos casi absoluta, pero ella aún veía con claridad la cara blanca, cuya piel parecía dotada de luz propia.
—Quizá la estoy cansando —dijo aquella especie de aparecido—, y en ese caso insisto en acompañarla a la puerta. Pero creo que usted tiene interés en lo que le voy a decir.
—¿Porqué?…
—Porque usted misma lo ha estado buscando durante largo tiempo.
Y otra vez se hizo el silencio, aquel silencio cargado de presagios. La voz añadió:
—Le he hablado de que soy muy viejo, y eso me permite conocer hechos que otros ya no recuerdan. Le he hablado de que maté al hombre que vivía en esta casa y sé dónde está su cadáver, algo que los demás ignoran. Pero quizá sea inútil hablarle de eso si no empiezo desde el principio, porque en este caso todo tiene un principio muy lejano.
Marta Vives asintió.
Tenía la boca cada vez más seca, pero aun así logró preguntar:
—¿Cuál es ese principio?
—Digamos que el principio está en los grandes desconocidos de hoy, que son Dios y por supuesto el diablo.
—¿Por qué desconocidos?…
—Porque hoy nadie necesita pensar en ellos dentro del mundo en que nos movemos usted y yo. He conocido épocas en que Dios era lo único que la gente tenía. Y quizá también el diablo. Hoy tenemos otras opciones, y por lo tanto no nos preocupamos de conocerlos.
—¿Sólo por eso?
—Y también por la oscuridad de que se rodean. Dios no ha explicado jamás cómo es. Nunca ha querido mostrarnos su cara. O mejor dicho, para aumentar nuestra confusión, nos muestra tres caras. En esa niebla entre la que se mueve figura también el diablo, del que aún tenemos menos referencias. La Biblia no revela cómo es ni tampoco lo que piensa, aunque la Patrística y los pensadores cristianos han dado vueltas al misterio. Pero en realidad no se sabe nada con certeza. Vivimos en una gran incógnita.
Marta Vives seguía sintiendo dolor en los dedos al aferrarse con tanta fuerza a la mesa. Quizá era lo único que le permitía estar sujeta al mundo, pero no lo pensaba.
—Usted es una estudiosa —dijo la voz con creciente suavidad—. Por eso le ahorraré algunos detalles e iré a lo más importante. Sé que lo es porque muchas generaciones de su familia pensaron en eso.
La muchacha bisbiseó:
—Le ruego que siga.
—Entonces permita que le hable de la Historia Sagrada que a usted le enseñaron de niña, pero que hoy no se enseña prácticamente a nadie, excepto en las catequesis. Allí se habla de la creación del universo.
—Al menos a mí me hablaron de eso —dijo Marta—. Y no me diga que no se sigue hablando.
—No tanto como antes, Marta, no tanto como antes… Pero es igual. A usted le hablaron de una lucha entre el Creador y unos ángeles malignos que se le opusieron. Un llamado Ángel Malo se rebela contra el Creador, lo cual quiere decir, de entrada, que también había sido creado por éste. Si usted afirma que el Ángel Malo es una criatura de Dios no creo que nadie pueda negárselo.
Marta negó con un movimiento de cabeza, lo que significaba una afirmación.
—La Biblia no habla de eso —susurró la voz—. Hablaron de ello los pensadores, siglos después. Y se simplificó todo llegando a dos polos opuestos, que son el Bien y el Mal. Esos dos polos quizá se encuentren mejor definidos en las filosofías orientales que en las nuestras, pero si quiero seguir resumiendo le diré algo que usted ya sabe: el llamado Ángel Malo se rebeló contra el Creador y hubo entre ambos una cruenta lucha, es decir, una guerra.
—Pues claro: es lo que todos sabemos.
—Y sabemos también, porque nos lo han dicho, que el Creador ganó esa guerra y que Luzifer, el ángel caído, o como se le quiera llamar, fue reducido para siempre al infierno y las tinieblas. O sea que vivimos en el reino de Dios.
Marta Vives se mordió el labio inferior.
Sabía que mujeres de su familia muertas antes que ella habían sido atormentadas por aquel mismo pensamiento.
—Bueno… sí —dijo.
—¿Usted lo cree?
—Una persona que piensa —dijo Marta— es una persona que duda.
—Entonces permita que yo, lleno de dudas, le hable sencillamente de la Gran Verdad. Y la Gran Verdad es que la guerra la ganó Luzifer, lo cual nos ha sido ocultado siempre.
Marta Vives sintió unas gotitas de sudor en su frente. Los ojos de las generaciones pasadas, los ojos de los muertos, desfilaron ante sus ojos vivos.
—No me diga que no lo ha pensado alguna vez —susurró la voz.
—Claro que… que sí. Pero pienso al mismo tiempo que el Creador nos hubiese explicado su derrota.
—Por un lado le diría, Marta, que no puede. Los vencidos no son los que hablan, aunque en este caso no es así. El Creador, a través de las religiones cristianas, se ha hartado de decirnos que fue Él quien perdió la lucha.
—¿Decirlo?… ¿Cómo?…
—Marta, le pido que examine los símbolos con un poco de atención. En primer lugar, Dios, o el Creador, se presenta con tres caras, ninguna de las cuales encaja. No acierto a ver qué relación lógica existe entre un Padre cruel y vengativo y un Hijo sufrido y castigado. Ni qué relación tienen ambos con un Espíritu Santo del que nadie sabe nada y que se presenta a sí mismo como un misterio. Una cierta lógica humana me hace pensar que un vencedor no se escondería, sino que se manifestaría con absoluta claridad. Pero esas tres personas han hecho nacer un símbolo que puede aclararnos algo.
—¿Qué?…
—Me refiero al triángulo con el que se representa al Creador, el cual está encerrado dentro. Puede tener muchas interpretaciones, pero una de ellas, para mí muy clara, es que quiere hacernos entender que está prisionero.
Marta dijo confusamente:
—La gente no suele fijarse en eso. Yo sí.
—Y las mujeres de su familia también se fijaron.
—Supongo… que sí.
—En muchos casos, eso marcó trágicamente su destino.
Marta Vives hundió la cabeza.
La voz continuó:
—Supongo que ésa le parece, al menos, una interpretación razonable.
—Sigo suponiendo que sí.
—Pues hay más.
—¿Qué?
—Marta, no me diga que usted no lo ha pensado. Me refiero al martirio del Gólgota: si usted no piensa en que el triángulo puede significar que el Creador está prisionero, piense al menos en el Cristo crucificado al que ve continuamente. Si Cristo se presenta como hijo de Dios y compone con ello su historia creíble, a la fuerza se debe creer también el resto de esa historia. ¿Y qué nos dice? Pues que fue condenado, azotado, escarnecido y al final clavado en una cruz. La sucesión de imágenes es clara.
—Al menos creo que eso lo hemos visto todos perfectamente —dijo la muchacha.
—¿Y eso es lo que les ocurre a los triunfadores? ¿A los que triunfan los condenan, los torturan y los sacrifican?… No, Marta, eso no se hace con los que ganan, sino con los que pierden. La crucifixión es el símbolo más claro que nos ha dejado el Creador para indicarnos que perdió la lucha.
—Pero…
—Si después de una batalla ve usted a un prisionero sucio y herido y a su lado un soldado bien vestido que lo vigila con su arma, ¿quién pensará usted que ha ganado la batalla?
—Pues el del arma, claro —susurró Marta—, pero no es ésa la interpretación que le damos.
—O al menos no es la interpretación que le da la Iglesia —dijo su interlocutor—. Nos han hablado siempre de la Redención, pero nunca nos han hablado de la Derrota.
Se hizo más opresivo, más intenso y más denso el silencio en la habitación que ya no veían. Marta se dio cuenta de que volvía a faltarle la respiración.
—Es el símbolo más claro que el Creador pudo dejarnos —concluyó la voz—, el símbolo de que aquella batalla la ganó el diablo.
Marta Vives intentaba reunir sus pensamientos. Siempre había sabido hacerlo, y su mente ordenada lo concretaba todo, pero esta vez no podía. Se sentía desbordada, tal como se habían visto muchas mujeres con su apellido que ahora quizá la estaban mirando desde el aire.
—Usted me está hablando de la religión cristiana —musitó al fin—, pero hay otras, y no todas dicen lo mismo.
—Cierto —reconoció el ser que estaba al otro lado de la mesa—. Cierto… Hay otras religiones, pero fíjese en la más próxima a la Creación y de la cual arrancan las convicciones cristianas. Fíjese, por ejemplo, en la otra gran religión monoteísta, el judaísmo.
—¿Qué pasa con el judaísmo?
—Pues que también tiene un demonio, en este caso femenino: se llama Lilith. Lilith era la hipotética esposa de Adán, a la que Eva suplantó ocupando su lugar. O sea que la gran madre de la Humanidad no es Eva, como creemos, sino otra. Hay que suponer que hubo una lucha entre las dos, entre la demonio Lilith (a la cual los judíos aún atribuyen poderes maléficos) y Eva, que se supone que era la favorita del Creador.
—Supongo que sí —murmuró la muchacha—, pero aquí la teoría se hunde: Eva venció.
La cabeza blanca se movió negativamente.
—Se equivoca, amiga mía: Eva fue castigada. Fue realmente la primera persona castigada de la Creación, y además con el castigo más cruel y más duro: se atribuye a Eva la pérdida del Paraíso, el engaño, la mentira y hasta la estupidez. Ninguna condena parecida ha caído sobre un ser pensante, porque además abarca sin razón a todas sus descendientes, es decir, las mujeres. El pecado original se lo cargó la pobre Eva, maldita por los siglos de los siglos. Y ahora dígame si yo debo pensar que Eva, deliciosa criatura del Señor, fue una triunfadora.
Marta Vives tenía el cerebro en blanco. Quizá la oscuridad le empezaba a producir vértigo.
La voz remachó:
—La pelea entre las dos, porque la hay cuando dos mujeres se disputan al mismo hombre, la ganó Lilith.
De pronto a Marta la habitación le parecía inmensa, quizá porque no veía sus contornos. Y la voz prosiguió insinuante:
—Hay más.
—¿Más?…
—Bueno… El Creador, si es que vamos a seguir llamándolo así, intentó hacer algo. Todos los derrotados intentan hacer algo y seguir luchando.
—¿Y qué le parece que hizo el Creador? —preguntó Marta, esta vez con voz de desafío.
—Hizo algo lógico para intentar seguir mandando, o al menos para dar fe de sí mismo. Los derrotados que intentan volver al poder hacen un manifiesto: el Creador promulgó las Tablas de la Ley en el monte Sinaí. Quiso demostrar que no estaba muerto, ni siquiera derrotado del todo, y mostró un cuerpo de doctrina. Eligió a un hombre, Moisés, y a un pueblo, el judío, para que divulgaran esa doctrina por el mundo entero. Quizá se dijo —es una hipótesis propia de mi mala fe— que la ira del diablo no podría nada contra todo un pueblo.
—La verdad es que se trataba de un pueblo muy pequeño —opinó Marta—. Siempre me ha sorprendido que Dios eligiera precisamente al pueblo judío.
—Eso no lo podemos juzgar nosotros. Quizá el pueblo judío era el más receptivo de todos. El caso es que le fueron entregadas las Tablas de la Ley.
—Eso no lo discute nadie.
—Cierto, por eso lo digo. Estoy hablando de hechos que nadie discute, no de suposiciones. Pues bien, sobre ello quiero decir dos cosas.
—Dígalas.
—Primera: ni siquiera puede imaginarse un pueblo que lo haya pagado tan caro. Nadie ha sido tan castigado por el vencedor, o sea, por el diablo, como lo ha sido el pueblo judío. Nadie ha sufrido tanto por haber aceptado el testamento del perdedor, ningún pueblo ha sufrido tantas calamidades a lo largo de su historia. Y no sólo por parte del vencedor, sino también del perdedor, porque el pueblo judío cometió el error, más tarde, de matar al mensajero.