La ciudad sin tiempo (35 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

BOOK: La ciudad sin tiempo
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Por fin llegaron a lo que Marta no había visto jamás, pero el otro sí. Se oyó el rasgar de un fósforo y enseguida apareció una llamita. Casi al lado mismo de ésta, se hicieron visibles dos hachones. Las manos muy blancas —que de pronto parecieron surgir de la nada— prendieron una de aquellas antorchas, que parecían no haberse encendido en un siglo.

Y Marta Vives se llevó las manos a la boca para no gritar. Estaba en una pequeña habitación de piedra que era en realidad una cámara mortuoria. Había cascotes en el suelo.

—Antes esto estaba sellado —dijo la voz—, pero la pequeña pared debió de derrumbarse con los movimientos, al hacerse al lado la nueva cloaca. Los vecinos de la casa, cuando ahí vivía gente, creyeron que todo terminaba en esa pared.

Marta no escuchó esa explicación. No le importaba. Estaba asombrada ante lo que parecía un túmulo de madera carcomida, tan agujereada que parecía imposible que el túmulo aún se mantuviera en pie. Encima descansaba un cadáver, o mejor dicho, lo que había sido un cadáver.

No quedaba nada, excepto los jirones de unas prendas sacerdotales como las que se usan para decir misa que habían sido materialmente comidas por las ratas, cuyos pequeños esqueletos cubrían el suelo. Sin duda habían acabado muriendo cuando, muchos años antes, se cerró el ramal de la cloaca y se sellaron los orificios que daban a aquella cámara secreta.

Marta apenas se fijó en eso. Sólo en el muerto que yacía allí, y que era sólo un esqueleto bajo aquellos pedazos de tela. Pero hasta el esqueleto había sido roído por las ratas. Sólo quedaban unas formas, unos restos de algo que había sido hermoso, unas cuencas que parecían ventanas a la nada, unos dientes curvados en lo que parecía…

—¿Una sonrisa?…

El hombre de la cara muy blanca parecía encontrarse en un terreno familiar. No se inmutó en absoluto. Mientras se hacía a un lado para que Marta pudiese verlo todo mejor, susurró:

—Le presento al obispo Masdéu. Nunca llegó a mandar en Barcelona ni en diócesis alguna; tenía uno de esos obispados honoríficos que pertenecen a los principios de la Iglesia: ciudades de Oriente Medio de las que sólo quedan ruinas. En realidad, el obispo Masdéu estaba apartado de todo. Lo tenían por loco, cuando no por un hereje. Pero un hereje al que no entendía nadie.

—¿Qué quiere decir?…

—Vagaba por las calles con ropa talar, se mezclaba con los pobres. Visitaba los cementerios y a veces desaparecía un año o más. Ésa fue la razón de que, cuando murió, sus superiores pensaran que se había perdido en algún sitio. Y en realidad ha estado todo el tiempo aquí, cerca incluso de la catedral, en la casa donde quiso morir.

Marta creyó no haber entendido bien.

—¿Quiso morir…? —susurró.

—Sí.

—Pero usted lo mató…

—Sí.

—¿Cómo pudo hacerlo… tantos años atrás? Ha pasado un tiempo que… que…

La cara parecía más blanca cada vez.

—Le he dicho que, por favor, no me pregunte.

Marta sintió que temblaban sus sólidas rodillas de atleta. La luz de la Mamita parecía dar un giro por toda la habitación. Su cerebro también parecía dar un giro, y eso estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.

—Apóyese en la pared —recomendó la voz—. Y por supuesto, no tenga miedo.

—No… no lo tengo.

—Pero está pensando muchas cosas, demasiadas cosas.

Ella apenas balbucía:

—Sí…

—Seguro que una de esas preguntas es cómo pude matar a este hombre hace muchísimos años, tantos años que no se comprenden en una vida humana. Pero sobre eso repito que no debe hacerme preguntas. Probablemente no me entendería.

Viendo que Marta hacía sólo un leve movimiento de cabeza, la voz continuó:

—No debe fijarse en los calendarios. La vida tiene muchos sentidos, demasiados para que la entendamos entera.

—Pero ha dicho que usted mató al obispo Masdéu… ¿Por qué?

—Lo maté porque él me lo pidió… Además, tengo sistemas para evitar que una persona sufra al morir.

Marta prefirió no preguntar cuáles eran esos sistemas. En aquel momento tampoco era capaz de imaginarlos. Balbució:

—¿Por qué se lo pidió él?

—Estaba tan arrepentido que no quería vivir, pero no era capaz de suicidarse. Mejor dicho, un obispo no se suicida, aunque desde fuera lo vean como un loco. Prefirió dejarse matar.

—¿Me está hablando… de una eutanasia?

—Puede darle ese nombre si quiere. Yo creo en la eutanasia, y el obispo Masdéu creía en ella también.

—Pero la Iglesia no.

—La Iglesia se equivoca, y acabará cediendo. El limbo, al parecer, existía, y ya no existe. La resurrección de la carne existía, y por eso estaba prohibida la incineración. Hoy la incineración existe, y hasta es una forma poética, por decirlo así, de conservar la carne. Un día la Iglesia cederá también en la idea del infierno, sobre el cual, por otra parte, sólo hay referencias de lo más inciertas. Y es que el infierno va contra el sentido común y hasta contra el instinto de la venganza.

Marta prefirió no despegar los labios. Estaba fascinada por aquella voz, pero sobre todo por aquel mundo fantástico, misterioso, ignorado y subterráneo. Le parecía increíble que debajo de las viejas calles de Barcelona existiese otra realidad.

Pero existía.

Además, la idea del infierno coincidía también con la suya, y eso nublaba sus pensamientos. Le parecía mentira que «su» verdad pudiera ser expresada tan claramente. Porque desde niña había tenido su propia idea del infierno, una idea sin duda herética y que ahora no le prohibía nadie. Sus antepasadas quizá creyeron lo mismo, pero ellas lo tenían prohibido. Y pensar demasiado se pagaba con la muerte.

Siempre había pensado así. Si ella tuviera en sus manos al peor bicho del mundo, al hombre que hubiese violado y luego asesinado a su hija, ella, Marta Vives, lo enviaría al fuego eterno. Y durante los primeros veinte años, oyendo sus alaridos, brindaría a su salud y le pediría que aullase aún más. Pero a los treinta años empezaría a pensar que quizá ya tenía bastante. Y a los cincuenta se impondría muy levemente un cierto sentido de piedad. Y a los sesenta pensaría que ya era suficiente y sacaría al enemigo del infierno. Y eso lo pensaba ella, un ser humano lleno de imperfecciones. ¿Cómo el Dios perfecto no podía sentir ni eso? ¿Cómo podía castigar con la eternidad un pecado que a veces había consistido en blasfemar o no ira misa?…

Aquel desconocido pensaba lo mismo, y aquel desconocido parecía saberlo todo.

Sentía encima su mirada, que desde el primer momento le había parecido más allá del tiempo. Al fin balbució:

—¿Por qué me ha enseñado esto… a mí?

—Porque usted es el último eslabón de una gran cadena. Y he esperado poder encontrarla a solas para hablar con usted.

—No entiendo.

—Hay linajes de gente que piensa —murmuró la voz—, y eso los ha convertido en linajes malditos. Algunos de esos linajes han provocado guerras de religión, cismas, herejías, dudas que han pasado de padres a hijos. Todos lo han pagado duramente. Y si hablo de algunos linajes me refiero concretamente al suyo, al de los Vives.

Ella vaciló de nuevo. No podía hablar.

Pero fue la voz la que continuó:

—El suyo fue un linaje ilustrado. No puedo decir si mejor o peor, pero fue un linaje de gente que pensaba. Y además mantenía en torno a eso un cierto orgullo, como lo prueba el que formaran una especie de círculo cerrado y casi secreto. Y al llegar la hora del matrimonio, practicaban la endogamia.

Marta hizo un leve gesto afirmativo. Sabía muy bien que aquello era cierto.

—Le ruego que piense en algunas de esas antepasadas —continuó la voz—. Hace poco estuvo en contacto con algo que había pertenecido a una de ellas.

—¿Con qué?…

—Debería recordarlo. Era una cruz de bronce.

Ella pudo decir apenas:

—Sí…

—La mujer que la tenía en su tumba fue ajusticiada por hereje en la Edad Media —que ahora le parecerá a usted muy lejana, pero que aún está marcando nuestra vida— y, como era creyente, pidió ser enterrada con la cruz. No quisieron darle la cruz de todos, sino algo así como una insignia pagana. Usted la ha visto: es algo parecido a la que los alemanes llamaban la cruz de hierro. Unos ladrones violaron esa tumba. No era tierra sagrada, aunque estaba cerca de un templo románico: Sant Pau del Camp.

Marta conocía aquello perfectamente, y ese conocimiento era una de sus torturas. Por lo tanto, se limitó a asentir mientras la voz continuaba:

—La hija de esa mujer fue asesinada, según las viejas historias. Era una hereje más dura que su madre, y además palpitaba en ella el sentido de la venganza. Pudo perfectamente ser quemada viva, pero se libró. La mataron, mejor dicho, la asesinaron, de otra forma.

—¿Quién lo hizo?

—Yo lo sé —dijo la voz.

—Entonces hable…

—¿Y de qué le va a servir? ¿Albergaría usted un sentimiento de venganza por algo que ocurrió hace tantos años? Le pido que en esto tampoco me haga preguntas.

—Algún día me tendrá que dar la respuesta.

—Quizá usted misma la averiguará… Pero no seré yo, desde mi distancia, quien se lo diga. Además, quien lo hizo pensó que era su deber.

—Entonces deme un nombre, algo… No olvide que soy historiadora.

Como si no hubiese oído aquellas últimas palabras, la voz continuó:

—Digamos que su familia, su estirpe, Marta, cultivaba algunos ritos satánicos. Los ritos satánicos, como los divinos, son de una inmensa antigüedad, y por lo tanto también dignos de respeto. Hablando desde mi inmensa distancia, podría incluso decirse que su linaje tuvo contactos con el diablo.

Marta protestó:

—Quizá usted me esté hablando de histerismos y alucinaciones. La ciencia ha estudiado mucho eso.

—Quizá todo pensamiento superior —dijo él acercándose al cadáver—, sobre todo si es un pensamiento religioso, está tocado por el histerismo o la alucinación, pero ese pensamiento es muchas veces el que más se acerca a la verdad. Podría usted darle un nombre también muy conocido: intuición. Pero insisto en que su linaje tuvo contactos con el diablo, y de aquí viene la larga cadena de muertes, siempre cometidas por una mano que creía cumplir un deber. Puede no creerme, pero yo no la habría traído aquí, a este fondo del tiempo, para mentirle. Además, usted ha tenido una prueba de esas relaciones con el diablo.

Marta Vives volvió a sentir vértigo.

No recordaba nada, y por eso negó obstinadamente con la cabeza.

—¿No lo recuerda?

—No…

Hubo una especie de burla en la voz cuando añadió:

—Una pequeña joya… Una cadena.

Marta abrió mucho la boca.

De pronto lo entendía.

—Aquella cadenita —balbució— cuya pista estaban siguiendo los Masdéu…

—Usted la ha visto.

—He visto… su idea.

—Pero la cadenita ha existido. Y existe.

—¿Qué?…

—Existe.

Marta Vives se apoyó en una de las paredes de piedra de la cámara, porque de lo contrario tal vez habría caído sobre el cadáver. Esa sola idea le inspiró un inmenso horror. La llamita de la antorcha amenazó con extinguirse y dejarla otra vez sumida en las tinieblas.

La voz continuó:

—Se la mostró a usted un diseñador de joyas llamado Masdéu. No necesito decirle que es un descendiente de este cadáver que tiene ahora al alcance de su mano.

Marta, que se creía habituada a todo, no se atrevió ni a mirarlo.

—Sé que usted me entiende, Marta. Masdéu, el diseñador, no había visto nunca esa joya, pero existía una tradición en cuanto a ella, y por lo tanto él la había buscado por todas partes. En cierto modo usted también, porque llegó a ser experta en joyas que lucían las viejas damas de las pinturas. Las joyas llevan dentro la historia y a ellas está prendida la piel de personas que ya no existen. Usted nunca será rica, pero las ama. Sabe que ellas conservan para siempre pedacitos de vida.

Marta tuvo que cerrar los ojos porque había adivinado uno de sus secretos.

Aquello era verdad.

Y sólo abrió los ojos cuando aquella suave voz siguió diciendo:

—Masdéu sabía, y sabe, que ese fino collar está relacionado con el diablo.

—Pero no es valioso —objetó ella—. En una joyería apenas sería objeto de atención. A un profesional de tanta importancia como él, ¿por qué le importa?

—Por dos motivos.

—Dígamelos.

—Uno es el diseño: se trata de una cadenita casi imposible, puesto que los eslabones no se acaban de sostener. No están cerrados. Más que una joya, podría ser un proyecto o un pensamiento. Por supuesto, Masdéu intentó crearla, después de haber logrado terminar el diseño.

—¿Y?…

—No pudo. Los eslabones en forma de «seis» no se sostenían bien y la joya se rompía en cuanto alguien la manejaba entre sus dedos. Sólo una de esas cadenitas existe en realidad, y no parece confeccionada por dedos humanos. Eso obsesiona a Masdéu, que conocía la tradición de su familia y siempre se ha esforzado por encontrarla.

Marta recordó su visita a Masdéu, el diseño que él había dibujado, las preguntas que le había hecho y que en aquel momento quizá no entendió. Otra vez se sintió envuelta por la sensación angustiosa del tiempo.

Preguntó con un hilo de voz:

—¿Fue él quien robó el retrato de mi madre?

—Sí. Por si la llevaba puesta.

—¿Y a él qué le importa? —preguntó la muchacha con una voz que no parecía la suya.

—Ése es el segundo de sus motivos.

—Por favor, cuéntemelo.

—No necesito decirle que, entre las muchas supersticiones de que está rodeado el diablo, figura la del numero seis. Durante siglos, se ha considerado el seis el número del diablo.

—Eso no es ningún misterio. Supongo que forma parte de las tradiciones sin fundamento, pero la tradición existe, es verdad.

—Y usted no le da importancia.

—No.

—Pero quizá se la daría, Marta, si estuviera usted obsesionada por el diablo. Y quizá debería estarlo, o quizá en el fondo de sí misma lo esté, porque sus ascendientes estuvieron de algún modo relacionados con él. Al menos creían en su poder, o sentían por él un interés humano. Y por eso, a lo largo de los años, siempre fueron víctimas.

La muchacha asintió con un solo movimiento de cabeza.

—Su familia, Marta, siempre ha formado parte de las víctimas, y usted misma puede serlo en cualquier momento. Ahora imagine que, en lugar de pertenecer a la rama de las víctimas, pertenece usted a la rama de los verdugos.

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