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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

La ciudad sin tiempo (42 page)

BOOK: La ciudad sin tiempo
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—¿No? ¿Cómo que no? ¿Un condenado a muerte me da órdenes?…

Y mandó a sus hombres que me sujetaran y me enviaran barranco abajo. Rodé como un fardo por la colina, me aplasté contra los matojos y me rompí una pierna, pero Reyes no pudo matarme porque yo era el hombre de la vida eterna.

Oí lejanamente que llegaban otros obreros en un camión, y dos de ellos se ponían a destrozar la lápida. Dos muertos más aparecidos al final de la guerra… ¿Y qué?

Nadie preguntaría por ellos.

Recuerdo mi aullido en el silencio de los campos.

—¡Nooooooooo…!

No conseguí ni arrastrarme. Oía arriba los golpes sobre la lápida. Clavé mis uñas en la tierra hasta hacerme sangre.

Reyes vivió dos meses más.

Lo encontré dormido en la cama de un hotel de lujo, junto a una chica joven que dormía también.

A ella no le pasó nada. A él sí.

Y ésta es la sencilla historia que he recordado ahora, la sencilla historia de por qué maté a un hombre.

41
Sigue corriendo, Marta

El pozo se abrió ante sus pies.

Masdéu debía de saber que el pozo estaba allí, porque acababa de apartar con un hábil movimiento de su empeine la reja que lo protegía. De ese modo bastaba un leve empujón, casi un suspiro, para que Marta se precipitase hacia las tinieblas.

En Barcelona se abren a veces pozos así, sobre todo en callejones por los que nadie pasa, en esa especie de gargantas interiores que en ocasiones se abren entre dos viejas fincas. Puede ser una cloaca en revisión, la reparación de unos cimientos o una cata de arqueólogos, pero lo cierto era que el pozo tenía profundidad. Si el fondo era de roca, una caída podía matarla.

Ella no gritó.

Quizá en el fondo había esperado aquello. Tal vez desde que vio a Masdéu había intuido que aquello pasaría.

Y el brazo derecho de Masdéu avanzó. Un leve movimiento…

Marta intentó esquivarlo con una flexión de cintura. No pudo. Sus pies vacilaron al borde de un abismo que no podía ver.

Y entonces aquella mano que la detenía…

Marta Vives no lo entendió en aquella primera fracción de segundo. Pero era la propia mano de Masdéu. Era él quien la salvaba, quien frenaba su caída. Marta se detuvo jadeando, con los ojos desencajados, sin entender nada, sin querer entender nada, mientras el callejón daba una vuelta completa en torno suyo.

—Cuidado, Marta.

Ahora un brazo entero la sujetaba por la cintura. Oía la respiración del hombre como un estertor, casi como un grito de angustia. Los dedos le hacían daño. Masdéu la inclinó poco a poco hacia atrás.

—Apóyese en la pared.

Marta lo pensó de pronto. Fue como una luz que llegara de calles remotas, como una inspiración. Otro Masdéu, otro fanático de la fe, se había arrepentido muchos años atrás cuando iba a causar una muerte en nombre de Dios. Sus restos momificados estaban ahora en una habitación que probablemente nadie vería nunca.

Ahora unos brazos la sujetaban, impidiéndole caer. La respiración de Masdéu se hizo ansiosa, mientras todas las sombras de la calle volvían a dar un giro. Entonces la soltó. Marta notaba aún en la sangre la sensación del peligro. El arrepentimiento puede durar sólo un segundo. Ella aún estaba al borde del pozo.

De pronto se desasió y dijo con voz ronca:

—Déjeme salir.

Dio un paso, todavía con la sensación de la muerte metida en las entrañas. Algo brilló en los adoquines del callejón. La última luz, a unos diez metros, volvió a dar un giro y Marta oyó sus propios pasos mientras huía. Los pasos le parecían de otra, sus propias manos eran de otra. Llegó al final del callejón mientras Masdéu no hacía nada por seguirla.

Vio confusamente la luz de un escaparate, el guiño de un rótulo, la silueta de alguien que pasaba por otra calle más ancha.

Estaba salvada.

Y de pronto aquella forma negra, aquel bulto que le cerraba el paso y cortaba la luz. Marta ahogó un grito.

El padre Olavide la acogía en sus brazos.

Era como volver a la seguridad, al seno de un mundo conocido y donde no te puede ocurrir nada. Era como en su infancia, cuando salía despavorida de un portal oscuro y encontraba una amiga en la calle. El callejón se hizo más ancho, las luces dejaron de dar vueltas. Marta lanzó otro gemido, que en realidad era un suspiro de alivio. Nadie la seguía. El mundo incomprensible del que estaba huyendo quedaba definitivamente atrás.

El padre Olavide murmuró:

—A veces confieso a enfermos en estas calles. Después de pasarme tantos años estudiando en el extranjero, los enfermos son casi los únicos amigos que tengo.

Y la sacó definitivamente del callejón. La calle obrera, un poco más ancha, le pareció a Marta llena de luces. Los escaparates sórdidos parecían cargados de resplandor. Dos hombres se volvieron al ver que un cura llevaba casi abrazada a una mujer. Los que estaban trabajando en las zanjas alzaron sus cabezas. Y fue el padre Olavide quien preguntó:

—¿Alguien quería hacerle daño?

Marta no contestó. Seguía respirando ansiosamente. Entonces el clérigo la soltó para que anduviese con normalidad.

—¿Más tranquila?

—Sí.

—No entiendo por qué se tiene prisa en hacer las cosas —susurró el padre Olavide sin mirarla—. Lo que tiene que ocurrir ocurre siempre. El tiempo es eterno.

42
Las palomas

La lluvia envolvía la parte vieja de la ciudad y la hacía más íntima, la cubría como un sudario hecho a mano. Al norte del despacho de Marcos Solana, las torres de la catedral tenían un brillo gris que había sido ensayado siglo a siglo. La «Tomasa» dio el cuarto de hora, indiferente al tiempo, aunque había nacido para el tiempo. Al sur, las torres de Santa María del Mar querían marcar para siempre el corazón de lo que había sido el antiguo barrio de la Ribera, de las que eran su panteón y a la vez su ceniza.

Algunas gotas resbalaban por los cristales, pero poco más. En Barcelona ya no llueve como antaño, y en la paleta de sus colores el sol ha ido secando el agua. Las torres de la Villa Olímpica apenas se distinguían, y a ratos no se distinguían en absoluto: una neblina gris que venía de Montjuïc las había devuelto a la nada. Era como si sólo existiera el despacho sobre los terrados vacíos, las calles de pronto tan silenciosas y la ciudad casi invisible, hecha de tiempo.

El tiempo descansaba en los viejos papeles de Marta Vives extendidos sobre la mesa, y el tiempo estaba también en sus ojos, que ya iban perdiendo el brillo de las calles por estrenar. En aquellos papeles estaba estrenado todo, hasta las historias de los muertos, pero seguían pariendo incansablemente derechos y herencias para los vivos que aún habían de llegar. Marta sabía que los viejos papeles, las viejas herencias, contienen matrices siempre dispuestas a ser fecundadas por alguien. La luz amarilla daba sobre aquellos papeles, sobre sus lenguas inquietas.

Y debajo de la mesa las firmes piernas de Marta, que también serían pasado en las calles de la ciudad. Y las calles de la ciudad, como con tantas otras mujeres hermosas, no conservarían su memoria.

Solana las contempló un momento, con nostalgia. Con los ojos cerrados las situaba a veces en una habitación pequeña, con un fondo de libros, un fondo de lluvia y un fondo de palabras que no llegan ni a nacer.

¿Y qué?… Las calles de la ciudad tampoco conservan en su memoria los deseos de los hombres.

La puerta de la sala principal, donde estaban los otros pasantes, se abrió, y el propio Solana pareció sorprendido al ver al que llegaba, pero no hizo ningún gesto. Una de las auxiliares, la que acababa de abrir, dijo:

—El padre Olavide ha llegado. Está revisando unos papeles del archivo.

Y añadió:

—Éste es el señor Bossman, el nuevo pasante. Usted me dijo que lo hiciese entrar en cuanto llegara.

—Ah, sí, claro -sonrió Solana.

El recién llegado pasó. Era un hombre de estatura media, vestido con una cierta sencillez, de expresión apacible y que contaría entre treinta y cuarenta años.

Imposible decirlo.

El tiempo se había detenido en él.

En su cara de hombre maduro palpitaba un niño que aún no estaba muerto.

Tenía la piel muy blanca.

En sus ojos grandes e inteligentes, en su fondo hecho también de lluvia, en verdad se había detenido el tiempo.

Marcos Solana dijo con amabilidad:

—Tengo el gusto de presentarles al señor Axel Bossman. El señor Bossman, según la documentación y las cartas de presentación que he visto, es natural de París, aunque de padres ingleses, pero ha vivido largas temporadas en Barcelona, por lo que habla perfectamente castellano y catalán.

Mientras pasaba un brazo por los hombros del recién llegado, añadió:

—Axel ha sido documentalista en la biblioteca de la Asamblea Nacional francesa y tiene una experiencia incomparable en dirección de despachos, aparte de profundos conocimientos históricos y legales. Naturalmente, es abogado y no ha de tener problemas para ejercer en España, aunque ésa no será su misión aquí. Formará equipo con la señorita Marta Vives, que ya empieza a estar desbordada de trabajo. Marta, te presento al señor Bossman, a quien en un primer momento pensé que ya conocía.

El abogado evocó por unos momentos el parecido más que evidente de Axel Bossman con ese rostro que le había mirado burlón desde una máscara de piedra o desde una antigua foto de 1916, y también cómo se había autoconvencido de que debía dejar a un lado las especulaciones paranormales que lo habían obsesionado recientemente, para volcarse en su complicado presente. Bastante tenía con él. Y remató:

—Pero es un error, claro. En el mundo hay mucha gente que se parece.

Marta Vives alzó la cabeza, dejando atrás el paisaje de papeles amarillos, el fondo de silencio y lluvia. El recién llegado le sonrió.

Los ojos tan claros.

La piel tan blanca.

Y la sonrisa quieta, apacible, la sonrisa sin tiempo donde estaban todos los matices de la vida eterna. Y las manos también muy blancas, cuyos dedos parecían no rozar las cosas. Las manos que le habían guiado por la casa del obispo muerto.

Marta tenía los ojos hipnotizados. Estaban tan quietos como los cristales por los que resbalaba la lluvia.

El tiempo se detuvo.

Más allá de la ventana norte, entre las torres de la catedral, buscaba refugio una bandada de palomas. Solana dijo con cierta sorpresa:

—Parece como si ustedes se conocieran.

—No -dijo el recién llegado-, no nos habíamos visto nunca.

Y en sus labios flotó de nuevo la sonrisa de la vida eterna.

Las palomas. También en la ventana sur hay palomas que huyen de la lluvia. Santa María del Mar, que se hunde en los sepulcros de los pescadores muertos. Las palomas no se dirigen hacia allí. Quizá irán hacia la Merced, sobre cuya cúpula la imagen de una Virgen cautiva perdona los pecados de los pájaros.

La casa entera que parece dar una vuelta sobre la ciudad y su niebla. Marta que se pone en pie y siente que sus piernas vacilan, pero a la vez nota que están asentadas como nunca en una de las esquinas del tiempo. El recién llegado había musitado:

—Supongo que me sentaré a su lado, Marta.

Marta salía del despacho, hacia la gran sala donde estaban los otros pasantes, los archivos, la sección de caja, la entrada al despacho personal de Solana y la inmensa biblioteca en la que mujeres como Marta se iban dejando los ojos.

Ella se apoyó con los dedos en el borde de una de las mesas.

Vio que el padre Olavide acababa de consultar uno de los tomos. Con su sotana de otra época, su alzacuello impecable siempre bien ajustado hacia arriba, su sonrisa perfectamente vaticana, se acercó a la muchacha. Y ella preguntó con un hilo de voz:

—¿Ha visto a mi nuevo compañero, padre?

—Sí, lo he visto.

La cara del sacerdote permanecía impasible. Pero los dedos de Marta temblaban tanto que deslizaron uno de los papeles que estaban sobre la mesa y éste cayó al suelo. Cortésmente, el padre Olavide se inclinó para recogerlo.

Sólo un momento.

Un chispazo.

Con el movimiento, el alzacuello se deslizó hacia atrás, sobre la nuca, y entonces Marta vio la cadena siempre oculta, la cadena.

La fina tira de oro, tan fina como si hubiera sido devorada por los siglos poco a poco.

El dibujo. Los eslabones en forma de seis apenas engarzados.

Y el tiempo, el tiempo que estaba allí, el tiempo de todas las ciudades muertas.

El padre Olavide no se dio cuenta de que ella la había visto. O tal vez sí. En su rostro no había la menor expresión. Dejó educadamente el papel sobre la mesa.

—La veo algo nerviosa, Marta, y supongo que es porque tiene prisa. Pero créame, no debe tenerla, porque las cosas se hacen cuando se tienen que hacer. Hay tanto tiempo que la Creación no ha terminado todavía: la construimos nosotros día a día, usando los materiales de la propia Creación. Cada cosa ocurrirá a su tiempo.

Y sonrió.

—Espero que le vaya bien con su nuevo compañero. Marta volvió la espalda poco a poco, como si de pronto los pies se le hubiesen clavado en la tierra. En los grandes ventanales brillaban las torres de la catedral, ahogadas por la niebla, ocultas para esas palomas que aún no habían encontrado su camino. Sobre los tejados de la Barcelona vieja, donde plantaron flores tantos niños que ya se habían ido. En la ciudad que, en secreto, se va nutriendo del tiempo, que lo absorbe sin destruirlo. El tiempo que nos vigila desde sus huecos, el tiempo en las ventanas.

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