La ciudad sin tiempo (33 page)

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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

BOOK: La ciudad sin tiempo
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Marta Vives continuaba en silencio. No le costaba seguir las palabras de su interlocutor, pero jamás había pensado en ellas antes de ahora. Quizá se sentía avergonzada por no haberlo hecho.

—Pero eso no es todo —siguió la voz—: le he dicho que había dos cosas, y por lo tanto voy con la segunda. Las Tablas de la Ley enumeran una serie de preceptos que resumen la doctrina del Creador: no matarás, no mentirás, no fornicarás, honrarás padre y madre.

—Creo que a ese nivel llego —dijo Marta, ligeramente ofendida—. Lo conozco.

—Ahora imagine por un momento lo que el diablo hubiera escrito en las Tablas de la Ley.

—Pues…

—Dígalo.

—Matarás, mentirás, fornicarás, no honrarás a tu padre ni a tu madre.

—Justo.

—Y eso ¿qué quiere decir? Aclárelo usted mismo —desafió Marta.

—Sólo le pido que observe imparcialmente el mundo que nos rodea. No hemos acabado con las guerras ni con el hombre verdugo del hombre. En ninguna parte se sigue el precepto de «No matarás». Al contrario, el acto de matar nos parece cada vez más lógico y razonable.

—Cierto… Nadie puede desmentir eso.

—Usted acaba de pronunciar la palabra «desmentir». Deje que yo use la palabra «mentir».

Marta hizo una leve inclinación de cabeza.

La voz siguió:

—La mentira es el eje de los negocios, de las relaciones internacionales (la mentira fue elevada por Maquiavelo casi al nivel de la santidad), impera en las relaciones conyugales, en las relaciones comerciales, en las relaciones amistosas y hasta las piadosas. La mentira alivia, la verdad no. La mentira no sólo está considerada como una auténtica necesidad social, sino todo un símbolo de la convivencia. Por otra parte, sin la mentira (y la publicidad es una mentira) no harías negocios. Sin capacidad para mentir, nadie se presentaría a unas elecciones políticas. Usted trabaja en un bufete de abogados: dígame cuántas veces ha necesitado mentir ante los tribunales.

Marta Vives volvió a inclinar la cabeza, pero esta vez con humillación.

—Y vamos con el «no fornicarás» —prosiguió la voz—. Amiga mía, ése es el precepto de las Tablas más vulnerado de todos, e incluso consideramos, en general, que es el más estúpido. En primer lugar, todas las especies vivas fornican… ¿Por qué la humana no? Y es que sin fornicación no hay descendencia. Sin fornicación no se explica la existencia de dos sexos, ni es posible siquiera una relación entre ellos. Y sin la relación entre macho y hembra ni siquiera se llega a entender el mundo. Por no hablar del éxito sentimental e incluso social que lleva implícito.

Añadió con voz opaca:

—Sin sexo no se explican los más profundos sentimientos humanos.

—De modo que las Tablas de la Ley nunca han servido para gran cosa —dijo Marta mordiéndose el labio inferior.

—Digamos que son más sensatas las que habría escrito el diablo, que al final ha impuesto su criterio.

Hubo otro denso silencio en aquella habitación donde Marta Vives ya apenas veía nada.

—No quiero seguir con todos los preceptos —dijo la voz desde el otro lado de la mesa—, porque usted se dormiría, Marta, pero deje que recuerde alguno más, como por ejemplo «No tendrás a más Dios que a mí». La Humanidad ha fabricado tantos dioses que ya no puede ni enumerarlos: el éxito, el trabajo, el dinero, la familia, el mando, incluso la bandera de la Patria. La Humanidad ha fabricado el becerro de oro. Pero lo cierto es que el éxito, el trabajo, el dinero, el mando, la familia y la bandera que defiendes son cuestiones perfectamente legítimas y forman la madera de la que están compuestos los grandes personajes. Yo no veo por ninguna parte el triunfo de las Tablas de la Ley.

Y siguió:

—¿Me permite que le hable de la honra al padre y a la madre? Dígame si la sociedad la tiene hoy en cuenta, aunque reconozco que ese precepto es el que más tarde ha visto la imposición del diablo, el vencedor. Porque antes aún existían los Consejos de Ancianos, la autoridad del
paterfamilias
y otros signos de respeto. Existía, sobre todo, la familia nuclear, tradicional, que reunía bajo el mismo techo a varias generaciones bajo la autoridad del más viejo. Pero ¿y ahora? El padre y la madre son simples figuras pasadas de moda a las que por supuesto no se honra, sino que en todo caso se utiliza. Y lo peor es que, al final de la vida, esas figuras insignificantes molestan. La organización de la sociedad y la moral aceptada han dispuesto que estarán mejor en residencias especiales, verdaderas antesalas del laboratorio de autopsias, donde al menos dejarán de fastidiar. Y ellos mismos aceptan socialmente esa reclusión y esa muerte prematura porque piensan —o dicen pensar— que así su cuerpo durará más. La prolongación de la vida les interesa más que la vida.

La cara muy blanca se movía al otro lado de la mesa. Era lo único que Marta seguía viendo: la nitidez de su piel, aquella especie de fosforescencia.

La muchacha no quiso contestar.

Y la voz siguió, siempre con aquella calma que parecía estar por encima del tiempo:

—Así que ya ve usted, mujer estudiosa y sensata, quién ganó aquella pugna decisiva y quién gobierna hoy el mundo. Y le estoy hablando de lo más reciente, casi contemporáneo, le estoy hablando de la doctrina cristiana que ha ido formando la mentalidad oficial de Europa. Si echa usted un vistazo al pasado (y no dudo de que lo ha hecho), la situación es más clara aún. Piense en la doctrina de Zoroastro, que se desarrolla unos setecientos años antes de la vida de Cristo y que ya nos habla de dos divinidades que representan el Bien y el Mal, con la particularidad, parecida a la doctrina que nos han enseñado, de que el Bien es el creador del mundo. El Dios del Bien. Y su hermano gemelo se rebeló contra él, y a mi entender ganó la lucha, o al menos no la perdió. Piense que la religión de Zoroastro es la de los magos, y éstos tienen facultades que nadie tiene. Pero imagino, Marta Vives, que la estoy cansando con mis palabras, o que tal vez la estoy llenando de miedo y desesperanza: en ese caso destierre ambas cosas, la desesperanza y el miedo. Piense que el diablo, como todos los vencedores, quiere una paz estable.

Añadió:

—El que no quiere una paz estable es el derrotado, porque para sobrevivir necesita seguir luchando. El vencedor no.

Ella meneó la cabeza con un gesto de incomprensión.

—Me temo que no acabo de entenderle —dijo.

—Pues claro que sí, amiga mía. Creo que se me puede entender. El diablo ya intentó llegar con el Creador a una situación de compromiso que garantizase algo así como la marcha tranquila del mundo. Procuró hacer con el Creador un trato.

—Pero ¿qué trato?…

—Está tan claro que hasta figura en la doctrina cristiana. Ahí recibe el nombre de «las tentaciones del desierto». Nada menos que durante cuarenta días y cuarenta noches el diablo intentó dar al Creador algo a cambio de que se le diera algo también, para que aceptase al menos una especie de convivencia. No puedo saber qué habría surgido de aquello, pero el diablo fracasó. No hubo convivencia ni hubo acuerdo, así que el Creador debió seguir su lucha, imagino que cada vez con menos esperanza, aunque apoyándose en las iglesias y en un sólido cuerpo de creencias. El diablo, por el contrario, no se asienta sobre una base doctrinal que esté fuera y por encima de los humanos. Tengo la sensación de que no la necesita.

La voz terminó con una suposición piadosa:

—Imagino que ha desaparecido su miedo.

—Sí…

—Pero en cambio la he cansado.

—De ningún modo —musito Marta Vives—, no olvide que he estudiado acerca de ello y que hay una tradición familiar antes que yo misma, una tradición que ha creado grandes sufrimientos. Yo provengo de ella.

—Por eso he tenido interés en hablar con usted, ya que he tenido la suerte de encontrarla en esta casa.

—A la cual yo he venido por una razón —dijo ella tratando de serenarse.

—Lo sé. ¿Me permite que le dé el consejo más desinteresado del mundo?

—Démelo.

—No se avergüence de su belleza. No la esconda. Lilith puede ser el diablo femenino, pero ha llegado a ser la representación del feminismo. Y quizá la primera que luchó por él. No esconda lo que es suyo, Marta.

Marta intento reír.

—Ése parece un consejo del diablo —musitó—, que lleva en línea recta al pecado.

También se oyó una leve risita al otro lado de la mesa. La voz susurró:

—Es que tal vez yo represente al Mal.

Y la figura se puso en pie. La semioscuridad impedía casi distinguirla, pero se notaba que no tenía edad. Marta volvía a sentir una especie de miedo, porque lo que ahora tenía delante no era una voz, sino una figura que se movía, una figura que parecía llenar las tinieblas.

Y de repente sólo volvió a existir la voz, la voz que la calmaba porque parecía venir desde el fondo de ella misma, o quizá desde el fondo del tiempo:

—Usted ha venido porque lleva años intentando averiguar algo sobre su pasado, algo sobre su familia, y al final le ha parecido encontrar una pista en las tinieblas de esta casa. Aquí puede yacer un cadáver que no salió nunca de entre estas paredes, alguien que alcanzó un alto grado eclesiástico, aunque nunca mandó en esta diócesis. Perteneció a la familia Masdéu, la misma que, por razones que usted ignora, pagó el nicho de una de sus antepasadas.

A Marta Vives se le contrajo la garganta.

—He venido para eso —murmuró—, para llegar al fondo de lo que no sé.

—Pues yo he dicho que podía ayudarla, y voy a hacerlo. No tiene más que seguirme si quiere abrir la puerta del misterio. De modo que acompáñeme.

36
La casa de las niñas perdidas

Yo, el hombre sin edad, parecía inmune al asombro, pero esta vez lo sentí, porque conocí a Juan Rull en el lugar más insospechado y aparentemente absurdo del mundo: el despacho del gobernador civil. El gobernador civil de Barcelona era entonces el señor Ossorio y Gallardo, hombre ameno y culto, entendido en las artes de la política y el Derecho Civil. Ignoro si era también un entendido en el difícil arte de las mujeres, pero se decía que muchas de ellas lo admiraban. El señor Ossorio y Gallardo había prometido acabar con las bombas que convertían Barcelona en la primera ciudad del mundo sometida al terrorismo. Ahora son muchas las ciudades que comparten ese dudoso privilegio, pero puedo dar fe de que Barcelona fue la primera.

Cuando yo intervine, por cuenta de una agencia inglesa (nadie parecía fiarse de los policías españoles), acababa de estallar una: fue la de la calle Boquería, que mató a una florista de la Rambla e hirió a otras, conmocionando a toda la población. Porque la gente quizá podría llegar a olvidar la muerte de una marquesa en el Liceo, que era lugar de pocos, pero jamás olvidaría la muerte de una florista de las Ramblas, que era lugar de todos.

Entre los comisionados de los barrios me encontraba yo mismo bajo la identidad de Temple, de nacionalidad inglesa, acento impecable, ropa de primera clase y documentos tan bien falsificados que nunca los podrían descubrir. Además, nadie investigaba a un detective de nacionalidad británica.

Ossorio y Gallardo pronunció —lo recuerdo perfectamente— un discurso tranquilizador, en el sentido que siempre han tenido los discursos tranquilizadores: la Patria estaba en peligro, pero sus enemigos seculares jamás acabarían con ella. Para eso estaban las leyes, que inexorablemente había que cumplir, y asimismo disponía de un arma secreta para detener y hacer ajusticiar a los perversos criminales de las bombas. En resumidas cuentas, un discurso que podría ser repetido cien años después sin que pasase nada.

Me enteré más tarde de que el arma secreta del gobernador era un individuo llamado Juan Rull.

Por supuesto, el señor Ossorio y Gallardo no lo dijo. Terminó su discurso diciendo literalmente: «Yo soy un convencido de que el Estado, en funciones que le son propias, acierte o se equivoque si afectan a la libertad, la tranquilidad y la honra de los ciudadanos, no puede de ellas despojarse. Todo lo que sea oficina de investigación, datos, archivos, secundará la acción con todas mis fuerzas, llevando adelante el proyecto de policía especial, que es muy plausible, aunque no sea nuevo. He dicho, señores».

Bueno, la verdad es que no había dicho nada, pero la gente ya está acostumbrada a eso.

El propio Juan Rull estaba entre los reunidos y, al salir, clavé en él aquella mirada que me habían dicho que parecía la de la vida eterna. Pero él ni lo notó.

Basándome en lo que había averiguado, me propuse seguir hasta el final las huellas de aquel extraño hombre.

Y lo hice.

Y así fue cómo me metí en el infierno.

Yo sabía que Juan Rull era un confidente del gobernador civil, y que por eso cobraba como tantos otros. Los pagos a confidentes espías y agentes provocadores son tan habituales que hasta tienen una partida clasificada como «fondos reservados» en los ministerios. Pero el dinero que aquel tipo cobraba no se correspondía con su vida.

Rull gastaba mucho dinero —demasiado dinero— en La Criolla, una mezcla de «dancing» y cabaret que estaba en el corazón del Barrio Chino, en calles que me eran conocidas desde siglos atrás. Claro que la calle donde se encontraba, en concreto, era nueva para mí. La Criolla estaba en Cid número 10, en un lugar que antes había sido almacén de tejidos. Por eso conservaba una estructura de vigas de hierro, que habían sido adornadas como si fuesen palmeras. En las paredes había grandes espejos, que no transparentaban ni reflejaban nada a causa del humo de los cigarrillos. Casi todo ese humo procedía de las gargantas de los homosexuales, que habían desplazado a las mujeres de su lugar de trabajo. Ése era el lugar donde Rull gastaba su dinero cada noche.

Pero como la gente acaba sospechando de un hombre que gasta y no trabaja (aunque nuestra cultura social da muchas explicaciones para eso), Rull se volvió más precavido y trasladó su lugar de diversión a un prostíbulo de la calle Roca, subiendo a mano izquierda, en un primer piso, casi a la sombra de la Iglesia del Pino.

Voy a describir aquella casa de mujeres exactamente, porque la conocí muy bien.

Se entraba y, casi enfrente de la puerta, aparecía un salón con un balcón a la calle (siempre velado por una persiana) en el cual esperaban las mujeres. Estas se exhibían en un largo banco color marrón pegado a la pared, donde también se sentaban los posibles clientes. Saliendo de ese salón, un poco a la derecha, aparecía un pasillo que daba a las habitaciones. Recuerdo que eran cuatro, una de las cuales también tenía balcón a la calle. Pero allí nunca entraba el sol, y las sombras se hacían compactas.

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