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Authors: Enrique Moriel

Tags: #Ficción histórica

La ciudad sin tiempo (36 page)

BOOK: La ciudad sin tiempo
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—No le acabo de entender.

—Pues le hablo con mucha claridad. ¡Los verdugos! Si personas de su familia, en especial mujeres, fueron perseguidas o asesinadas a lo largo de los siglos, alguien tuvo que perseguirlas o matarlas.

—Los Masdéu.

Otra vez Marta Vives vaciló, otra vez tuvo la sensación de que iba a caer sobre el muerto.

—Pero ¿por qué? —balbució.

—Los cristianos creen que el diablo es el enemigo absoluto de Dios.

—Lo… lo sé.

—Y algunos de esos cristianos son fanáticos y matan a los que creen poseídos por el diablo. No necesito decirle que ése es un hecho tan habitual que se ha repetido millones de veces a lo largo de la historia. Los que no obedecían a Dios tenían que ser exterminados: con ellos moría también el enemigo absoluto. Si le hablo de las persecuciones por parte de la Iglesia, si le hablo de las hogueras y los autos de fe, si le hablo de la Inquisición, no necesitará otros datos históricos.

Marta sabía que no podía rebatir aquellas palabras, pero estaba ya sin un soplo de aliento.

—Me acaba de hablar de los Masdéu…

—En efecto. Ellos han formado, o forman, un linaje absolutamente contrario al suyo, el de la rama de los Vives a la que usted pertenece: los Masdéu han sido siempre unos fanáticos de Dios y consideraron su deber ayudarle con la muerte.

—Pero ¿porqué?…

—Quizá porque hay linajes que no han pensado tanto como el suyo, Marta. Y han mantenido un fanatismo basado en algo que creían ciegamente.

—¿En qué?

La voz dijo solamente:

—Creían en la Obediencia. Si usted escribe alguna vez esta palabra, hágalo con mayúscula: la Obediencia.

Marta intento pensar, pero no podía. Era mejor dejarse llevar por la voz. Aun así, hizo un gesto indicando que no acababa de comprender.

—Muchas cosas, las más importantes, se basan en la Obediencia, que casi siempre es irracional. Y lo es porque no se la puede discutir. Por ejemplo, el ejército. Por ejemplo, el clero. Por ejemplo, Dios.

—¿Dios?…

—El Dios que usted conoce se basa en la Obediencia. «Debes» creer en Él y respetarlo. Te ofrece misterios y tú «debes» aceptarlos. Te impone unos mandamientos y tú «debes» seguirlos. Lo que llamamos Historia Sagrada es rica en casos así: por ejemplo, la orden de Dios para que un padre sacrifique a su hijo. Dios te impone, sobre todo, la Obediencia. El Papa es infalible y no se le puede discutir. Toda la religión católica podría ser resumida en una sola palabra: Obediencia.

Ahora la figura se movió. La Mamita del hachón amenazaba con extinguirse, quizá porque no llegaba suficiente oxígeno a aquel lugar remoto. Cuando eso sucedía, Marta Vives se estremecía de horror.

—Los católicos son obedientes o son herejes —susurró de nuevo la voz—. Y los creyentes absolutos pueden llegar a ser fanáticos y a creer que tienen una sagrada misión que cumplir.

—¿Sigue habiéndome de los Masdéu?

—En su caso sí, Marta. Una rama de los Masdéu siempre persiguió a una rama de los Vives, justo la rama a la que usted pertenece. Durante siglos los persiguieron, los asesinaron creyendo cumplir un deber. No fueron los únicos, pero no quiero aumentar su angustia habiéndole de alguien más. Una de las personas asesinadas, y cuya muerte no figura ni en el Registro Civil, fue una antepasada suya no demasiado lejana. Tuvo un nicho en el cementerio Nuevo, junto a la que era pestilente cloaca del Bogatell. El cementerio romántico de Barcelona.

Marta se derrumbó. Recordaba perfectamente las investigaciones que ella misma había hecho.

—Un Masdéu la mató —continuó explicando la voz— y, por supuesto, se inició una investigación policial, sin resultado alguno. También por supuesto, esa investigación estaba condenada al fracaso desde el primer momento.

Marta hizo un solo gesto de interrogación, pidiendo al otro que continuase.

—¿Quiere saber por qué, Marta? Pues porque la policía, la de ahora y sobre todo la de antes, no investiga entre los medios eclesiásticos. En principio, en la católica España, cuando su antepasada murió, un sacerdote no era sospechoso. Y un sacerdote cometió el crimen, aunque él no lo consideraba así.

Los ojos de Marta fueron hacia el cadáver y se posaron en lo que quedaba de él, en sus cuencas, sus dientes intactos, aquella sombra de sonrisa que llegaba desde el otro mundo.


¿Él?

Hubo un leve gesto afirmativo en la cabeza blanca, siempre hundida en las sombras.

—Sí, Marta, pero…

—Pero ¿qué?…

—Masdéu se arrepintió. Masdéu quería ser un hombre justo, y más tarde se dio cuenta de lo que había hecho. La Obediencia se resquebrajó en él, o quizá la duda perforó lo que hasta entonces había sido su vida. El caso fue que, cuando la investigación ya estaba cerrada, él recuperó el cadáver, que había sido enterrado por caridad junto a la fosa común. Y ahora puede usted creerme o no, pero yo vi cómo lo hacían, cómo el cuerpo irreconocible volvía a brotar de la tierra.

Marta tuvo por un momento la sensación de haberse vuelto loca. Las palabras llegaban a sus oídos y las entendía, pero no acababan de entrar en su mente. Era como un sueño que apenas rozaba la verdad. Algo se rebeló en su interior y le hizo mover la cabeza negativamente, aunque tampoco se atrevía a no creer. Lo que estaba oyendo la mantenía tan quieta como si ella también hubiese muerto. Por fin logró balbucir:

—¿Vio cómo lo hacían?…

—Claro… Yo era entonces uno de los administradores del cementerio.

—Creo que me estoy volviendo loca…

—Yo sólo hablo de lo que he visto. El cuerpo de aquella mujer brotó del fondo del tiempo. Un sacerdote que entonces empezaba a destacar ya por su sabiduría estaba a mi lado. Vi lágrimas en sus ojos.

—Un sacerdote… ¿que era éste?

—Sí, una persona sagrada que más tarde llegaría a obispo porque todo el mundo reconocía su ciencia, su caridad y su sentido del deber, aunque nunca ejerció potestad alguna. Ya se lo he dicho. Llevaba una vida tan extravagante que lo consideraban loco, y por eso pasó a ser una especie de muerto en vida. Pero estaba arrepentido, y colocó en un nicho del cementerio romántico a la mujer a la que había matado. Nunca le llevó flores, pero de vez en cuando iba a rezar ante su lápida. Nadie lo entendía. Y siempre pagó aquel nicho, como el que expía un pecado.

—Pero luego dejó de hacerlo…

—Claro, cuando murió. Porque deseaba morir, porque su angustia era superior a su vida —y la cara cerró un instante los ojos—. Antes quiso comprar el nicho, pero no pudo, porque tenía prohibido poseer bienes y porque sus superiores le habrían obligado a aclarar muchas circunstancias. Le fue mucho más sencillo consignar una cantidad para que el alquiler de la sepultura se mantuviera casi indefinidamente. Y así habría sido, pero llegó la guerra civil. Nadie se acordaba entonces de un lejano obispo llamado Masdéu cuyo cadáver ni siquiera había aparecido. La losa del tiempo había caído sobre una Barcelona en guerra que era incapaz de recordar. Algunas tumbas fueron profanadas, de otras se perdieron los papeles, y sobre todo las viejas consignaciones en dinero. A esta casa que ya estaba cerrada llegaron citaciones para que se arreglara de nuevo la documentación, pero jamás las recibió nadie. Entonces, transcurridos muchos años, el nicho fue vaciado como lo habían sido otros. Por eso usted no encontró ya rastro de su antepasada.

Marta Vives apretó los labios con angustia. Lo recordaba todo perfectamente, y todo concordaba. Nada podía entrar de lleno en su mente, pero todo concordaba.

La voz concluyó:

—Necesitaba explicarle todo esto. No quería mantenerla más tiempo en la duda.

—¿No quería hacer eso?… Pero ¿no se da cuenta de que ahora dudo mucho más?

—Ahora ya no tiene derecho a hacerlo. Se lo he explicado todo. Sólo me resta sacarla de aquí, de este lugar donde seguramente no volveremos nunca, y hacerle una última advertencia. Le ruego la escuche bien.

—¿Cuál es?

—Corre usted un gran peligro, Marta Vives. Ahora que ha tocado la muerte, crea en la muerte. Guárdese de los que durante generaciones han matado. Aléjese del peligro, y quizá para eso haya un solo remedio.

—¿Cuál?

—Marta, olvídese de usted misma y de las dudas que le han sido transmitidas a lo largo de los años. Deje de pensar.

Marta Vives no necesitaba eso. Prácticamente había dejado de pensar desde que penetró en aquel mundo irreconocible, en aquella parte de la ciudad secreta. Pero aun así preguntó:

—¿Debo guardarme de los Masdéu?

—Sólo queda uno. Pero no me pregunte más porque repito que probablemente no me entendería.

Y de los labios tan blancos surgió la misma palabra con la que había empezado a hablar:

—Acompáñeme.

38
Los obreros de dios

Uno de los primeros clientes de Antoni Gaudí fue un rico anticuario llamado Masdéu. El rico anticuario Masdéu encargó al pobre arquitecto Gaudí una rotonda para su jardín, que estaba en lo que luego sería la avenida del Tibidabo. En la rotonda tenía que haber pájaros de porcelana, astros fugaces que dejaban una estela, flores irisadas y unas nubes con fondo gris, como si tuvieran color de otoño; ésta estaba en el ángulo del jardín, dominando una calle con olor a flores y sin más ruido que el aleteo de los pájaros. Por allí apenas pasaba nadie: la calle Balmes no estaba aún terminada, continuamente se alzaban tapias de jardines y los viveros de plantas cerraban los caminos. Masdéu amaba la soledad, y para estar más a solas con Dios se había hecho construir una capilla.

Cuando yo conocí a Gaudí, era viejo y no se dedicaba a hacer rotondas, sino auténticas catedrales. Yo, el hombre de la vida eterna, buscaba un nuevo barrio y una nueva identidad y me fascinaron al instante las proximidades de la Sagrada Familia. Vi a medio construir un templo prodigioso, atormentado, que seguramente no existía en ningún otro lugar del mundo. Era un templo onírico, ilógico y fantasmal, pero al mismo tiempo tan sólido como si estuviese construido con almas de piedra.

Supe más tarde que era un templo expiatorio, con el que se pretendía que Dios perdonase los pecados de la ciudad, que eran muchos y variados. Y si no que me dejaran poner en la lista todos los que había visto… Pero enseguida me di cuenta de algo más: el templo no era sino la expresión de los sueños más secretos de su constructor, uno de los hombres más trabajadores, solitarios y huraños que yo había conocido en la vida.

No iba a ninguna parte, y además dormía en el propio templo, como un prisionero. Su mundo eran los planos, los cinceles, las piedras y el silencio de la noche en la cripta. Supongo que así debieron de ser los tipos que hicieron la locura de construir las catedrales góticas.

El templo al que fui a parar en aquel apartado barrio se llamaba Sagrada Familia, y avanzaba con tal lentitud que la gente empezaba a decir que no se terminaría nunca, lo cual seguramente llegará a ser cierto. Nada tan adecuado como eso para demostrar la eternidad del Señor.

Yo me fui a vivir en él.

Gaudí me lo consintió.

Me halló una noche arropado en la cripta, huyendo de una lluvia suave que borraba los contornos del templo, y me permitió quedarme. Gaudí era un hombre que vestía mal, trataba con los pobres y no daba importancia al día a día porque tenía sentido de la eternidad. Y si el arquitecto habitaba en su interior como una larva, ¿por qué no podía hacerlo yo? Además, el que luego iba a ser el barrio de la Sagrada Familia aún no existía: había pilas de materiales para la construcción, desmontes, chabolas y hombres y mujeres que parecían no saber adonde ir. Quizá la construcción más notable era una alfarería donde sus dueños, los Vericat, fabricaban ladrillos y trabajaban para Gaudí, pero todo, casas, piedras, caminos y aire, quedaba como aplastado por el magnetismo del templo.

Gaudí me permitió quedar por otra razón: al hablar conmigo, se dio cuenta de que entendía de arte, arquitectura e historia. Le pareció inaudito en una especie de vagabundo como yo, e incluso llegó a decirme con voz velada: «Es como si lo hubieses visto».

Yo vivía enterrado en el templo, un poco como el jorobado de Nuestra Señora de París, y la violencia creciente de la ciudad no me afectaba; deseando vivir oculto, apenas me enteré de hechos tan sangrientos como los de la Semana Trágica: en julio de 1909, el pueblo de Barcelona se negó a que fueran embarcados para la guerra de Marruecos miles de reservistas que ya habían hecho el servicio militar (es decir, no habían podido pagar al Estado) y que, en su mayor parte, estaban ya casados y con hijos. De ahí partió el estallido popular, la quema de conventos e iglesias, las barricadas teñidas de sangre, la exhibición de las momias en la calle y luego la salvaje represión militar, con los fusilados en el castillo de Montjuïc. Pero en el silencio del templo que no había sido tocado, yo, el hombre de la mirada eterna, seguí viviendo como una larva.

La Sagrada Familia, destinada a aplacar la ira de Dios, avanzaba sólo a base de limosnas. Y una de las que más dinero aportaba era la familia de los Masdéu, que a veces me entregaban el dinero a mí mismo para que se lo diese a Gaudí. Los Masdéu, como yo, creían en la vida eterna.

—Pareces asustada, Marta.

Marta Vives sintió como un cosquilleo la mirada de su jefe, el abogado Marcos Solana. El cosquilleo se había posado allí, en la línea de sus piernas, que seguramente él había dibujado mil veces en el aire. Las cerró instintivamente, con un gesto casi monjil, mientras al mismo tiempo un pensamiento sutil le decía que estaba desperdiciando su vida.

—¿Por qué lo dices?

—No sé… Es una sensación tonta y que no logro explicar, pero sin embargo sé que existe. Parece como si acabaras de salir de un sitio que te ha asustado. Y cuando lo recuerdas, aún sientes que te domina el miedo. Ella intentó sonreír.

—No, en absoluto… Puedo parecerte preocupada, pero es por otras cosas. No adelanto en mi trabajo.

—Pues lo haces todo bien.

—Ya quisiera yo creer lo mismo… -mintió-. Pero es que me refiero a un artículo que estoy escribiendo para una revista especializada. Navego entre montañas de papeles, no aclaro nada.

—Dudo que pueda ayudarte, pero si necesitas algo no tienes más que pedírmelo.

—Lo haré con mucho gusto. Sé que pones siempre la mejor voluntad.

Y Marta miró los documentos que tenía sobre la mesa, aunque esta vez no se referían a ningún pleito. Eran facturas, que ella ordenaba como una hormiguita y luego hacía cuadrar meticulosamente en el libro de Caja.

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