Y añadió con la misma voz helada:
—Contigo no hay nada que decidir.
Esperé unos segundos sin saber qué pensar, consciente de que estaba perdido. Jamás saldría vivo de uno de los edificios más siniestros de Barcelona, y si salía vivo sería para ser transportado a la hoguera. El frío que reinaba en aquella estancia era espantoso, como si las piedras de las paredes hubieran sido arrancadas de los panteones una a una. El Otro volvió un poco la cabeza, dejando a la vista parte de su cuello, y me di cuenta de que algo brillaba sobre su piel. La finísima cadena que mi madre había llevado hasta el momento mismo de morir aún existía.
En sus ojos helados apareció el odio, pero tuve la extraña sensación de que le disgustaba ese sentimiento. De que estaba harto de tener que odiar. De que esperaba algo así como que yo me postrara y le besara los pies. Que gritara mi arrepentimiento desde el fondo de los siglos.
Porque dijo con voz opaca:
—Tú vienes desde el fondo de los siglos.
Noté de forma confusa que él había adivinado lo que quizá ni yo mismo sabía. Pregunté con una voz que no parecía la mía:
—¿Vengo del fondo de los siglos? ¿Por qué?
—Porque la Creación no ha terminado todavía.
La niña que quería morir tenía apenas once años; era pequeña, rubia, frágil, pero con las sugerentes formas de alguien que pronto será mujer. Tenía una cintura muy fina, unos senos ya insinuados pero duros —«será mamelluda», decían los entendidos del remoto barrio— y, sobre todo, unos labios carnosos y como dibujados a pincel tras los que asomaban unos dientes enteros y blanquísimos. «Eso —decía hasta el párroco— es un milagro de Dios», porque incluso las dentaduras jóvenes solían estar incompletas, eran oscuras y muchas veces cargadas de podredumbre. Los hombres la miraban y creían entonces en el milagro de Dios.
Aquella huérfana, recogida por caridad en la única casa rica del entorno, era la criada más insignificante de un hogar lleno de mujeres recelosas, altivas, orgullosas de su dinero ya que no podían sentir orgullo de nada más, mandonas y convencidas de que Dios da a cada uno su papel en la vida. Sólo dos hombres, el padre y el hijo, componían el personal masculino. El padre, el amo, propietario de grandes tierras pero también de un solo diente, entró una noche en el cubículo donde dormía la niña.
Le abrió las piernas con el gesto despectivo del que examina una pieza de ganado.
Ella gimió.
Un revés en la cara acabó con sus gemidos y le cubrió la boca de sangre.
Luego el hombre la penetró hondamente, todo lo hondamente que pudo, mientras ella contenía sus gritos y se estremecía de dolor.
El hombre se vació en ella con un grito de placer.
—Si quedas preñada del amo no esperes que yo reconozca al hijo, puerca —le advirtió él mientras recobraba la vertical apoyándose en los pechos de la niña.
La peor humillación para ella no fue la pérdida de su virginidad, el dolor, la sumisión, sino la sensación de que aquel hombre no daba la menor importancia a lo que acababa de hacer.
Como si acabara de vaciarse en una ternera.
—Sobre todo —dijo el amo mientras se abrochaba— no se lo cuentes a mi hijo.
El hombre que no sabía lo que era la muerte se retrepó en el sillón frailuno y dijo:
—No, la Creación no ha terminado todavía.
Permanecí en silencio.
Ignoraba lo que El Otro quería, aunque jamás podría ser bueno para mí.
Apreté los labios.
—El principio del Bien siempre luchará contra el principio del Mal —susurró El Otro—, y eso será así desde el principio hasta el final de los tiempos.
No me atreví a decirle que tal vez no existía la Creación, sino una serie de fuerzas cósmicas que habían evolucionado a través de los siglos y nos habían hecho evolucionar con ellas. No me atreví, sobre todo porque decir eso en el palacio de la Inquisición significaba la pena de muerte.
Existían en Barcelona algunas personas que creían en la evolución más que en la Creación, pero la mayor parte de esas personas estaban ya muertas. Es decir, no existían, sino que habían existido.
Me encogí de hombros. Al fin y al cabo, ¿podía soñar en salir vivo de allí?
—Dios —me dijo la persona que tenía sentada enfrente— completa la Creación mediante el Espíritu Santo, que no descansa jamás en su lucha contra el Mal, y que tiene un solo intérprete: el papado. Claro que, al mismo tiempo, el Mal, el Diablo, tampoco descansa nunca.
—Y ¿cómo lo hace? —me atreví a preguntar.
—Por medio de seres como tú. De auxiliares del Diablo. De hijos nacidos de su simiente secreta. De pequeños monstruos contra los que habrá que luchar hasta el último día del último Juicio. De seres que habrá que eliminar para que no difundan su semilla. No sé si has pensado alguna vez que siempre he tenido la sagrada obligación de matarte.
Me estremecí de nuevo, en mi pequeñez, ante El Otro, que en el fondo —ahora me daba cuenta— pertenecía a la misma especie que yo: la especie de los inmortales. Yo era un inmortal que muy pronto dejaría de serlo.
—Tengo que hacerlo —añadió con una sonrisa helada—, tengo que hacerlo para que en el mundo siga rigiendo el Bien.
La niña que quería morir supo que tenía el vientre ya maltrecho, pero seguía teniendo los dientes blancos. Su vientre estaba cada vez más maltrecho porque el amo la visitaba noche a noche, con creciente deseo, mientras presumía de que la Providencia le había dado la verga más poderosa de toda la comarca. Y debía de ser verdad, porque los dolores de la niña eran cada vez más atroces. Y el hombre repetía cada vez al descabalgarla:
—No se lo cuentes a mi hijo.
Podía habérselo contado a las mujeres de la familia, que eran legión —y todas propietarias de un modo u otro—, pero la niña que ansiaba morir sabía que habría acumulado el desprecio al dolor y la vergüenza. Lo único al parecer importante era que no lo supiese el heredero, es decir, el hijo.
Claro que todo lo malo puede empeorar, dice un viejo proverbio que luego aclamaron los científicos. El amo se cansó pronto del vientre de la niña, que había aprendido a no llorar y que con eso quizá causaba una decepción secreta al amo, así que buscó otra vía. Aunque la sodomía era pecado nefando y podía ser castigada con la muerte, nunca era tan mal vista si se ejercía discretamente de amo sobre esclava (no esclavo) y de amo sobre sirvienta (no sirviente). Y así fue como el hombre de un solo diente aprendió que la niña podía volver a llorar, lo que daba a las noches la emoción necesaria. A veces, el amo incluso tenía que taparle la boca.
La niña que quería morir volvió a sangrar.
Y el amo le hizo otra paternal advertencia:
—No se lo cuentes a mi hijo.
El Otro decidió que me encarcelasen en el propio palacio de la Inquisición, en el cual había yo entrado por donde hoy existe una verja. Era evidente que no tenía autoridad para hacer que me quemasen, puesto que para ello hacían falta todas las solemnidades de un proceso y un auto de fe, pero podía morir «accidentalmente» en el tormento. Y eso fue lo que decidió sin perder un minuto.
—Lo siento —dijo—, a mí me gustan las muertes rápidas.
No era una muerte rápida la que me esperaba, aunque tuviese que parecer accidental. Mientras yo era obligado a esperar en una de las dependencias del palacio, El Otro buscó dos testigos que me denunciaran por haberme visto efectuar ritos diabólicos. Con ese requisito ya tenía suficiente para interrogarme y para someterme al tormento.
Claro que él no iba a estar presente, no iba a rebajarse a eso. Él pertenecía a los cuerpos celestes de la doctrina, que mantienen siempre su dignidad porque no ven lo que la doctrina hace sufrir a los seres humanos. Los Papas no asisten a las torturas y las muertes, Dios no asiste a las torturas y las muertes, Dios sólo ES.
Uno de los verdugos me condujo al lecho de hierro, que consistía en un somier con púas de metal sobre las cuales era atado el ser humano que iba a lavar su conciencia. Pero éstas estaban colocadas en sentido ascendente, hacia la cabecera de la cama, de modo que no se te clavaban inmediatamente cuando eras tendido sobre ellas. El suplicio empezaba al funcionar la rueda.
Los pies del torturado estaban atados al eje de una rueda situada a los pies de la cama, que el ayudante del verdugo hacía girar hacia abajo. Como la víctima estaba también atada a la cabecera de la cama no sólo sufría la tortura del estiramiento de los músculos, sino que al deslizarse el cuerpo hacia abajo las púas de hierro se le clavaban hasta el fondo. Era casi imposible salir vivo de aquella máquina de torturar por muy poco tiempo que te tuviesen en ella.
Mientras me ataba por las muñecas y los tobillos el verdugo dijo:
—Más vale que confieses ahora.
El hombre del falo erecto, orgullo de la comarca, tuvo que ir a una feria de caballos que se celebraba en Vic, de forma que dejó sola a la huérfana que quería morir. Los caballos eran de gran clase, machos araneses que los tratantes traían a pie desde el Valle, sin montarlos, y a veces terminaban su ruta en la que había sido la Imperial Tarraco. Días y días a pie, procurando que el mejor aspecto correspondiera siempre a las bestias. El hombre del falo erecto no se esforzó tanto: fue a Vic en carro, aunque tardó dos días enteros, dos días con sus noches.
Ya la primera noche, la niña que quería morir fue visitada por el hijo, el heredero, orgullo y prez de todos los falos extramuros. Claro que la niña que quería morir no pudo compararlo con el del padre hasta que lo vio. El heredero, que ya tenía veinte años y conservaba al menos media dentadura, empezó por quejarse. Dijo que ser «hereu», la institución típica de la tierra catalana según la cual el hijo mayor se lo quedaba todo, era un auténtico castigo, y hasta la niña que quería morir lo entendió. Estaba obligado a vivir en la casa del padre llevando con su esfuerzo todas las propiedades, lo cual le convertía, al fin y al cabo, en un esclavo de la tierra. Pero no sólo eso: tendría que dotar a todas las hermanas cuando se casasen, y si llega a tener hermanos les habría tenido que dar profesión u oficio. Claro que el hijo del dueño no se quejaba de eso, sino de lo peor: tener que estar sometido siempre a su padre y su madre, hasta que murieran. Ellos eran los verdaderos amos, ellos ejercían una tiranía discreta y constante, de sumisión y besamanos, de verdaderos reyes. Claro que gracias al hereu, las propiedades catalanas no se fragmentaban y eran rentables, mientras que en algunos reinos como el de Galicia (había oído decir a los segadores de temporada) todo se repartía y era improductivo, de tal modo —ilustró a la niña— que si había una vaca y cinco hermanos, a cada uno de ellos le correspondía, por decirlo así, un quinto de vaca. Cada pueblo tiene su lógica, pero —añadía— la lógica no siempre es buena.
La niña que quería morir aprendía rápidamente.
La lógica era mala, por ejemplo, cuando el padre tenía derecho a ejercer su poder sobre todas las personas del servicio olvidando a los demás, que también tenían necesidades y deseos. A la niña no se la consideraba una mujer, sino un objeto. Y con los objetos no se peca. Así que él procuraría hacer algo distinto para no imitar en todo al padre, y se mostró maravillado —lo estaba ya antes— de que la niña que ansiaba morir tuviera todos los dientes: era preciso buscar la fuerza de la vida en ese espacio providencial de los dientes. Y entonces le mostró que la familia podía estar contenta de sus atributos, no sólo de sus tierras, y la niña que quería morir se sintió ahogada. Y volvió a llorar y a escupir. Semen, dolor e impotencia.
—Más vale que confieses ahora. Y lo hice. ¿Por qué negar que adoraba al diablo si, según El Otro, el poderoso, el sabio, yo era hijo del diablo? Pedí que se tomara nota de mi confesión, lo cual no estaba previsto por El Otro, quien contaba con que yo iba a morir en el tormento. La confesión requería unas ciertas solemnidades, entre ellas un escribano para anotar que mis palabras eran voluntarias y que no se me había torturado, lo cual significaba de momento una garantía para mi vida. De forma que confesé, y además lo hice con una cierta solvencia moral, puesto que sabía que no iba a perjudicar a nadie.
Lo primero que tenía que hacer era examinarme a mí mismo. ¿Madre? Una esclava prostituta. ¿Circunstancias de mi nacimiento? Era posible que hubiese intervenido alguien que estaba por encima de las leyes del mundo. ¿Mi edad? No la sabía, aunque tal vez me aproximara a los treinta años: de hecho, como apenas había cambiado físicamente, no tenía nada que me sirviera de referencia. Si asegurara tener veinte años, iban a creerme; según como me vestía, parecía más joven o más viejo, y eso lo utilizaba a veces para que no me reconocieran. En los sitios que yo frecuentaba no había espejos ni nada donde se reflejara mi imagen: a duras penas la veía reflejada en las charcas. Pero me daba cuenta de que podía parecer atractivo, y de que mi cultura, muy superior a la normal, podía convertirme incluso en un hombre deseable. Y nada más. Yo apenas podía contar nada de mí mismo.
Eso era suficiente para que me sometieran al tormento (si no tenía una historia lógica, podía tener una historia sobrenatural), así que me inventé una biografía: criado de prostíbulo, hijo de una prostituta y un desconocido. De hecho, había centenares como yo, y además, en cierta forma, estaba diciendo la verdad. Otra cosa era mi dimensión moral.
¿Cuál era mi dimensión moral?
Quizá no me lo había preguntado nunca. Yo era un perseguido, y como tal tenía derecho a acumular odio, aunque fue en aquel momento cuando me di cuenta de que nunca había analizado mis estados de conciencia. ¿Estaba destinado al Mal? ¿Era justamente como había dicho El Otro? ¿Era un engendro del diablo?
¿Me obligaba eso a no tener conciencia?
Me di cuenta de que no era así. Me di cuenta de que conocía el Bien y conocía el Mal. Si el Diablo estaba en mi origen, el Diablo conocía el Bien y conocía el Mal. En realidad, con el Mal dignificaba el Bien, como el Bien no lo sería si no existiera el Mal. Llegué a la conclusión —en la que hasta entonces no había pensado— de que el Diablo es un sabio creador de ambigüedades, y por tanto es también un creador de hombres. De que la Creación es una obra conjunta que no ha terminado (El Otro mismo me lo había dicho) y en la que cada hombre sigue participando con su granito de sal.
Yo mismo no sabía qué estaba pensando.
Pero no era tan sencillo.