Otro redactor llamado Recolons, cuyo nombre había de ser escrito con muchísimo cuidado, dijo:
—Es que aquí se ha cometido un error histórico que sin duda los siglos futuros se encargarán de vengar. El señor Pedemonte, a quien tanto aprecio, ha dado en la diana. Los militares creen que la zona donde se ha de alzar el Ensanche es suya, y han trasferido su dominio al Ministerio de Fomento, evidentemente centralista, que ha aceptado el proyecto del señor Cerda, ingeniero de Caminos. O sea que lo que los catalanes deseamos será realizado por un madrileño, aunque en este caso también sea catalán. Con todas nuestras fuerzas hemos de oponernos a ese proyecto que nos margina.
Y como conclusión proclamó:
—En fin, que debemos oponernos a la espada y al carajo centralistas.
Oídos aquellos brillantes discursos, el redactor jefe se dirigió a mí:
—Escriba todo esto, para que el pueblo lo sepa y pueda opinar.
—¿Puedo escribir también lo de la espada centralista?
—Sí, aunque mire, lo del carajo centralista no lo ponga.
—No, señor.
Empecé a escribir, pero el señor Recolons quiso dar nuevas muestras de su elocuencia:
—Señores, ¿y qué decir de los problemas médicos que sin duda originará el plan del señor Cerda? Sí, amigos míos, he dicho «problemas médicos» y nunca mejor empleada la expresión. En el Ensanche, el señor Cerda, ingeniero de Caminos, no ha proyectado calles, sino carreteras. Unas rectas larguísimas se cruzarán con otras rectas larguísimas, lo cual originará vientos huracanados que, cual en un túnel, se prolongarán a lo largo sin obstáculo ni límite. No hallando obstáculo de ningún tipo, los vientos barrerán en su camino transeúntes, toldos y carruajes. Incluso los vehículos funerarios besarán el polvo. Yo afirmo, caballeros, que con ese plan, Barcelona va a quedar a merced de los elementos.
Entusiasmado por el parlamento, el señor Pedemonte fue a abrazar al señor Recolons, pero éste supo apartarse a tiempo para no ser víctima de una cornada. Y en aquel momento entró el administrador, que también era accionista del diario y además dueño de grandes terrenos en el camino a Gracia, y gritó:
—El señor Cerda, puesto que los terrenos no son suyos, propone nada menos que construir sólo la mitad de cada manzana, dejando la otra mitad para el esparcimiento de las masas. Como si no supiéramos ya que, en esta ciudad, los esparcimientos de las masas suelen acabar en reuniones obreras, en intentos de sabotaje y hasta en embarazos que nadie había previsto. De todo ello está claro que no se obtiene ningún beneficio público.
Hizo una pausa dramática y, en su calidad de propietario, añadió:
—En cambio, si las manzanas fueran edificadas por los cuatro costados, o sea en su totalidad, se obtendrían cuatro beneficios. Primero, el propietario de los bienes raíces obtendría una ganancia doble, es decir, mucho más razonable. Segundo, hallarían acomodo muchas más familias y habría muchos más alquileres. Tercero, los albañiles tendrían exactamente el doble de trabajo y sueldos. Y por último, qué voy a decirles de las plantas bajas de las susodichas manzanas. El señor Cerda, habituado al despilfarro madrileño, propone que el cincuenta por ciento del suelo sea público, ignorando que, edificada toda la manzana, en las plantas bajas podrían instalarse con comodidad los almacenes textiles, los despachos al mayor y al
detall
, los comercios de indianas y los talleres que producirán al capital un beneficio razonable. Y digo más, señores: bajo las casas podría pensarse en construir subterráneos donde guardar los vehículos movidos con vapor, alcohol y otras sustancias inclasificables. Y esas zonas subterráneas podrían ser vendidas al público por los mismos propietarios. Porque vamos a ver: ¿a santo de qué los vehículos privados van a invadir las calles? ¿No son las calles del municipio? Y por lo tanto el municipio, en legítima defensa, ¿no tendría derecho a cobrar una tasa por estacionamiento y circulación?
El señor Pedemonte, entusiasmado, comprendiendo que aquello era el futuro, movía varías veces la cabeza en cariñosa embestida, aunque por suerte no pilló a nadie descuidado. Y el redactor jefe volvió a ordenarme:
—Escriba.
Debo añadir algunos detalles más, puesto que yo lo vi y lo viví todo.
En primer lugar, se había acabado el señor Ponte, banquero, a pesar de que más adelante me convendría resucitarlo. Ahora yo era el señor Temple, de nacionalidad británica y doctorado en Oxford, aunque mi documentación la había robado de un inglés auténtico ahogado en la playa y cuyo cadáver había aparecido irreconocible una semana más tarde. El señor Temple estaba separado, y su ex mujer jamás se interesó por él.
En segundo lugar, tuve motivos para saber que el primer edificio que se construyó en el Ensanche fue la Casa Gisbert, en la esquina de Puerta del Ángel con la destartalada plaza de Cataluña, plaza que, por cierto, no estaba prevista en el plan Cerda. La primera piedra de esa casa la puso Isabel II en otoño de 1860, cuando visitaba la ciudad: con ese real gesto, el Ensanche quedaba inaugurado. Poco después se alzaba la Casa Estruch, al otro lado de la plaza, como segundo edificio de la ampliación de la ciudad.
Aunque los años me permitieron conocer otras versiones: por ejemplo, que el primer edificio del Ensanche, fuera de las murallas, fue el de la Ronda de San Pedro número tres, el cual, con su hermosa fachada de piedra, sobrevivió hasta los años cuarenta del siglo XX. Curiosamente, la primicia de las edificaciones la tiene el propio Cerda, como director de la empresa Fomento del Ensanche de Barcelona. En el cruce de las calles Roger de Llúria y Consejo de Ciento se creó una llamada «Plaza Cerda», que no tuvo continuidad. En cambio, sí que tuvieron continuidad las plazas de los señores Trias y Molina.
Barcelona no suele ser una ciudad agradecida, aunque los ayuntamientos lo niegan.
Pero antes hubo un enigma que yo no expliqué a nadie.
Antes hubo quien se dio cuenta de algo, pese a que yo tomaba todas las precauciones: se dio cuenta de que yo no cambiaba nunca de aspecto ni de edad aparente. De que me había movido por la ciudad con diversos nombres. Y de que llevaba una vida nocturna incontrolable, relacionada a veces con personas que habían desaparecido.
Eso dio motivos para pensar que yo me movía en zonas tenebrosas.
Y era cierto.
Alguien que sabía todo eso me coaccionó. Alguien me dijo que podía someterme a investigación, y que de ella saldrían algunas cosas que ni esa misma persona entendía. En Barcelona —dijo— había demasiadas sombras flotando en las cloacas.
Y yo formaba parte de ellas.
Para que nadie se metiese en mi vida, yo tenía que hacer sólo dos cosas. La primera, proporcionar documentos falsos a un profesional que vendría a la ciudad a cometer un asesinato. La segunda, ocultarle en mi casa durante menos de una semana, hasta que saliera del país. Era posible que la opinión pública se conmocionase con el entierro de la víctima, pero duraría poco. Al fin y al cabo, la víctima no era tan importante.
La persona que debía morir era un ingeniero de Caminos llamado Ildefons Cerda.
La ciudad —me dijeron con cierta solemnidad— necesitaba su eliminación porque las fuerzas del capital estaban indignadas con él. En primer lugar, si se aceptaba su plan en lugar del de los señores Molina y Trias, los terrenos que llevaban a Gracia valdrían mucho, y los que llevaban a poniente muy poco. Y aquí había ya grandes intereses de que hablar. Pero aun dando por sentado que se aceptaría el plan Cerda, ¿qué significaba eso de edificar sólo la mitad de las manzanas? En esta ciudad —me dijo mi interlocutor, se puede jugar con todo e incluso con el patriotismo, pero con el valor de los terrenos no se juega.
En resumen, que si el señor Cerda moría, se acababan todos los problemas.
Los años me enseñarían más tarde —quizá no mucho más tarde— que hay crímenes que no se resuelven jamás. Aún no se sabe quién estaba detrás del asesinato del general Prim, quién estaba tras los cartuchos de dinamita puestos en la escopeta de caza de Franco, quién respiraba en el complot contra Kennedy. Todo eso me lo enseñarían los años, en efecto, pero hay verdades que no necesitas que te enseñen. Este era un crimen político y nada más, un crimen político movido sencillamente por el dinero.
Mi interlocutor era un intermediario que iba a ganar una fortuna con aquella muerte: no me dijo quién estaba detrás, naturalmente, pero resultaba muy fácil adivinarlo. Estaban detrás los grandes propietarios, los explotadores de terrenos, los que cambian la faz de las ciudades con un talonario y una sonrisa.
No me quedó más remedio que aceptar, y no sólo porque la coacción era importante. No me quedó más remedio porque no hablaba con un intermediario, sino con una intermediaria, y las mujeres, cuando amenazan, son mucho más peligrosas y sutiles que los hombres.
Además, era la querida de un banquero.
Se llamaba Serena.
Era la más bonita de todas las mantenidas de la ciudad, la más lista, la más ambiciosa. Para hacerse respetar, mantenía en su casa de la calle Canuda una tertulia literaria. Conocía el castellano, el catalán y el francés: lo mismo recordaba unos viejos versos de Francois Villon que unas frases de Rabelais, una cita de Ramón Llull que unas palabras del Arcipreste de Hita. Todo esto sabía acompañarlo con unos escotes profundísimos y unas piernas admirables que ella se preocupaba siempre de insinuar, pese a la longitud de su falda.
Las mantenidas suelen ser siempre más listas que los tipos que las mantienen.
Supe que ella ganaría muchísimo dinero por su trabajo, que era sólo el de asegurar el paso del asesino, y que además guardaba la fortuna que se le había de pagar al autor del crimen. El único que no ganaba nada era yo.
Bueno, guardaba mi paz y evitaba que El Otro me descubriese. Hacía muchos años que no lo veía. Sin duda estaba en el extranjero, pero seguía existiendo, seguía existiendo. El Otro era el único capaz de acabar conmigo.
De modo que acepté.
Mas pasaron muchos meses y el asesino no llegó. Serena no volvió a hablar conmigo, quizá porque era cada vez más influyente y más rica. Pero los dos compartíamos un secreto que podía destruirnos, así que fui a verla.
Pese a mi trabajo como redactor en el
Diario de Barcelona
, yo ignoraba aún muchas cosas sobre aquella mujer, y las ignoraba porque el auténtico dinero es discreto, es un valor que no necesita palabras. Sólo sabía que Serena había roto con el banquero, su protector, y que ahora no era querida de nadie. Seguía dando fiestas en sus salones, pero los negocios los manejaba ella sola.
¿Con qué dinero?
¿Y qué iba a ser de mí y del trabajo que me había encargado? ¿Cómo iba a quedar en suspenso lo que los dos sabíamos?
Se lo pregunté.
Y obtuve una carcajada.
—No se preocupe —contestó—, no era una broma.
—Pues entonces ¿qué?…
—No sé exactamente quién es usted, pero me inspira un cierto miedo. Las mujeres siempre sentimos algo de miedo ante los hombres a los que no podemos conquistar. Siempre que usted sea un hombre, claro…
Me estremecí.
Era mucho más lista de lo que parecía.
—Olvide que un día vine a verle —dijo Serena con una nueva sonrisa— y, sobre todo, olvide nuestra conversación. Ya ve que Cerda sigue viviendo, y le aseguro que no va a correr peligro. Todo lo que le dije ya no tiene la menor importancia.
—Pues entonces la tenía —susurré.
—Claro que la tenía. El plan de ese advenedizo iba a ser aceptado y representaba un auténtico peligro para los intereses de la ciudad.
—Los intereses de algunos propietarios —concreté.
—Oh, claro que sí… ¿Y es que hay algo más legítimo que los intereses? ¿Qué es más legítimo? ¿Las banderas? Muchos propietarios se asustaron porque si el plan de Cerda se respetaba, sus solares valdrían mucho menos de lo que ellos pensaban. Y usted ya imaginará que algunos, pensando en las nuevas edificaciones, ya habían pedido créditos.
—Llevo demasiados años conociendo los negocios —musité—. Sí… Tal vez demasiados años.
—Entonces comprenderá que un grupo de personas se asustara —concretó—, entre ellas el distinguido caballero que me compartía con su mujer. Por cierto, no puede usted ni imaginar lo aburrido que era en la cama y la fantasía que tenía que poner yo para que algo valiese la pena. Fui yo la que le dije que eliminaría el problema, dando para ello los pasos que hiciesen falta, dejando a salvo su buen nombre. Yo me ocuparía de todo, pero eso significaba poner en mis manos una bonita suma. O tres bonitas sumas: la que le iba a pagar a usted (aunque no pensaba pagarle nada), la que ganaría por mi trabajo de intermediaria y la que debería entregar al asesino. Por cierto, al no hablarle en tanto tiempo, pensé que usted se habría dado cuenta de una cosa.
—¿De cuál?
—El asesino no existía.
Pese a mi experiencia, me quedé sin respiración. Era la primera vez que me daba lecciones una mujer.
—Pero entonces… —susurré.
—Entonces, entonces… En el fondo es muy sencillo, y me sorprende que no lo haya comprendido antes. Amigo mío, quizá haya que soportar muchos hombres encima para comprender lo que vale el dinero, y yo he soportado a algunos. No me cabía ninguna duda de que el dinero se impondría sobre el plan de Cerda y al final los solares serían edificados intensivamente. Como así ha sido. Y el pesado que lo financia todo ha salido ganando, pero nunca le he devuelto las cantidades que me entregó. Con ellas he hecho inversiones.
—¿Dónde?
—En la promotora para el Ensanche que tiene el propio señor Cerda —dijo.
Y me regaló otra encantadora sonrisa.
—Lo mejor de esta ciudad, amigo mío —añadió—, es que aquí, para hacer negocios, no hace falta matar a nadie.
El cadáver estaba en la Morgue, y ni siquiera lo habían cubierto con una sábana. La forense, que curiosamente era una mujer joven y guapa, llena de vida, lo miró con atención. Había señales en aquel cuerpo que no entendía de ninguna manera, aunque pensaba entenderlas después de la autopsia.
El padre del muerto estaba también ante los restos, pero sostenido por dos enfermeros. No se tenía en pie. No sólo era un anciano: la visión del cadáver lo había hundido por completo; ni siquiera se fiaba ya de sus recuerdos, de sus palabras o su mente que, de pronto, se había cubierto de niebla. Por eso había venido con su abogado, por si le hacían alguna pregunta.