Tenía un despacho en la calle baja de San Pedro; allí trabajaban además de él dos pasantes, una secretaria y un ordenanza. Estaba pensando en contratar más pasantes. Aquella noche todos habían salido menos el ordenanza. Él estaba ultimando los detalles de un caso cuya vista estaba señalada para la mañana del siguiente día. Llamaron al portal. Qué raro, pensó, a estas horas, ¿quién podrá ser? Le dijo al ordenanza que bajase a abrir, pero que se cerciorase antes de si los que llamaban, quienesquiera que fuesen, traían buenas intenciones: esto era muy difícil de discernir, porque sólo acudían tipos patibularios al despacho. En esta ocasión por contra no hubo problema: en la calle había tres caballeros de porte distinguido y un individuo de aspecto estrafalario, pero no alarmante. Los tres caballeros traían el rostro cubierto por antifaces; esto no era en modo alguno insólito en la Barcelona de aquel tiempo.
–¿Traen ustedes buenas intenciones? – preguntó el ordenanza a los visitantes enmascarados. Le respondieron que sí y se abrieron paso apartando al ordenanza con los puños de sus bastones, que ocultaban estiletes. Las tres máscaras se sentaron en torno a la mesa alargada que presidía uno de los salones del despacho. El cuarto individuo se quedó de pie; don Humbert lo reconoció sin dificultad pese al tiempo transcurrido: era uno de aquellos misioneros que se habían ocupado de su educación, a cuya generosidad debía el haberse abierto camino en la vida; ahora volvía quizá a pedirle un favor, que no podía negarle. Su vocación, según supo luego, lo había llevado a Etiopía y al Sudán; allí había hecho numerosas conversiones, pero con los años había acabado convirtiéndose él mismo a la religión pagana que combatía; había regresado a Barcelona enviado por los derviches a predicar la hechicería. Vestía de seglar, pero llevaba en la mano derecha una caña rematada por una calavera humana. Al mover la calavera sonaban unos guijarros.
–¿A qué debo el honor de su visita? – preguntó a la enigmática comitiva. Las máscaras se consultaron entre sí con la mirada.
–Hemos seguido sus trabajos con enorme interés —dijo una de las máscaras—. Ahora venimos a hacerle una proposición. Somos gente de negocios, nuestra conducta es intachable: por eso mismo necesitamos su ayuda.
–Si en mi mano está… —dijo él.
–Pronto verá que sí —dijo la máscara—. Nosotros, como acabo de decirle, somos personas conocidas, valoramos en mucho nuestro buen nombre. Usted, por su parte, se ha labrado un prestigio merecido entre la hez de la sociedad. En suma, queremos que alguien haga por nuestra cuenta un trabajo sucio, y que usted sea nuestro intermediario. No reparamos, huelga decirlo, en gastos.
Ah, exclamó él, pero esto es una inmoralidad. En este punto intervino el misionero apóstata. La moral, dijo, se dividía en dos clases: moral individual y moral social; en cuanto a la primera, no había motivo de preocupación, puesto que don Humbert no consentía en la comisión de un acto reprobable; se limitaba a cumplir con su oficio, a ejercer su profesión; en cuanto a la moral social, nada había que objetar: lo importante era que se mantuviera el orden social, el buen funcionamiento de la maquinaria. Tú, hijo mío, has salvado a muchos criminales de un encierro merecido; es justo, pues, que ahora empujes a otros al crimen y al cadalso; con esto, le dijo el renegado, la balanza se equilibra. Las máscaras habían colocado sobre la mesa un montón de dinero. Aceptó el encargo y todo salió a pedir de boca. Luego le llovieron encargos similares. Por el despacho desfilaban todas las noches caballeros enmascarados y no pocas damas. Los carruajes creaban atascos frente al portal. Los verdaderos criminales, como no tenían nada que ocultar, acudían al despacho en horas de consulta, a plena luz y sin tapujos.
–Hay que ver —le decía a su esposa— lo bien que me está yendo todo.
Cada vez necesitaba más gente a su servicio; no sólo pasantes y secretarias, sino agentes capaces de moverse con soltura en los bajos fondos. A estos agentes los reclutaba donde podía, sin reparar en sus antecedentes.
–Me han dicho que tú vales —le dijo a Onofre Bouvila cuando se vio encerrado con él en el tílburi—, que te mueves bien. Trabajarás para mí.
–¿En qué consiste el trabajo? – preguntó Onofre.
–En hacer lo que yo diga —dijo don Humbert Figa i Morera— y en no hacer preguntas a destiempo. La policía está al corriente de tus actividades. Sin mi protección ya estarías en la cárcel. la alternativa no es otra que ésta: o trabajas para mí o te caen veinte años.
Trabajó para Humbert de 1888 a 1898, el año en que se perdieron las colonias.
Como primera providencia lo pusieron a las órdenes de aquel individuo tan guapo que lo había secuestrado en el parque de la Ciudadela, un tal Odón Mostaza, natural de Zamora, de veintidós años de edad. Le dieron una navaja, una cachiporra y un par de guantes de punto; le dijeron que no usara la cachiporra si no era necesario; la navaja, sólo en situaciones desesperadas; en ambos casos debía ponerse los guantes antes de coger la cachiporra o la navaja, para no dejar huellas dactilares. Lo más importante es que nadie pueda identificarte, le dijo Odón Mostaza, porque si te identifican a ti, pueden identificarme a mí, y si me identifican a mí, pueden identificar a quien me da las órdenes, y así, de uno en otro, como los eslabones de una cadena, hasta llegar al jefe, que es don Humbert Figa i Morera. En realidad, todo Barcelona sabía que don Humbert Figa i Morera tenía tratos con el hampa; la naturaleza de sus actividades era un secreto a voces, pero como las autoridades y muchas personalidades de la vida política y mercantil estaban implicadas en mayor o menor medida en el asunto, no pasaba nada. A don Humbert Figa i Morera lo mantenía a distancia la gente bien, pero públicamente lo consideraba un prohombre. Él no entendía la dualidad de estos sentimientos, creía pertenecer a la aristocracia ciudadana y era feliz. De su vanagloria participaban indirectamente Odón Mostaza y el resto de la banda. Si casualmente se encontraban al mediodía en las inmediaciones del paseo de Gracia se decían los unos a los otros: Vamos al paseo de Gracia a ver desfilar a don Humbert. Él se dejaba ver allí todos los días sin fallar uno, a lomos de una jaca jerezana de muy fina estampa. Con la mano enguantada saludaba a otros jinetes o con la chistera de terciopelo verde esmeralda a las señoras que paseaban en carruajes descubiertos, tirados por espléndidos troncos. Odón Mostaza y sus secuaces lo miraban a distancia, con disimulo, para no empañar su prestigio con la prueba palpable de su conocimiento. Has de estar muy orgulloso, chaval, le decía a Onofre Bouvila, muy orgulloso de tener por jefe al hombre más elegante de Barcelona; y al más poderoso también. Esto último era una exageración: don Humbert Figa i Morera era un don nadie; incluso en su terreno había alguien más poderoso que él: don Alexandre Canals i Formiga. A éste nunca se le veía luciendo el palmito en el paseo de Gracia, aunque no vivía lejos de allí; se había hecho construir una torre de tres plantas, de estilo mudéjar, en la calle Diputación, a escasos metros de aquel paseo famoso. El despacho donde murió lo tenía en la calle Platería. Entre su casa y el despacho discurría su vida. Sólo iba de vez en cuando a un tiovivo instalado cerca de su casa, en un descampado; allí llevaba a su hijo pequeño, algo tarado. Había tenido tres hijos más, pero todos habían muerto en la trágica epidemia de peste de 1879.
A Onofre Bouvila al principio le encomendaban trabajos de muy poca envergadura; nunca le dejaban actuar a solas. Iba con Odón Mostaza al puerto, a vigilar la descarga de una mercancía; otras veces esperaban a la puerta de una casa, sin saber por qué, hasta que alguien decía: Bueno, ya está bien, ya podéis iros, etcétera. Luego había que dar cuenta de todo a un individuo a quien Odón Mostaza apodaba Margarito; en realidad se llamaba Arnau Puncella. Había entrado al servicio de don Humbert Figa i Morera muchos años atrás; era uno de los pasantes que aquél había tenido al principio en su despacho; había ido prosperando a su sombra, se había convertido gradualmente en uno de sus colaboradores más íntimos: ahora supervisaba todos los contactos con los maleantes, todas las operaciones sucias. Era bajito y de aspecto enfermizo, llevaba anteojos gruesos y un bisoñé de color azabache, las uñas muy largas y no impolutas; vestía con poca pulcritud, con tendencia a la grasa; estaba casado y se decía de él que tenía muchos hijos; esto no lo sabía nadie con certeza, porque era muy retraído y no intimaba con nadie. También era muy meticuloso, desconfiado y perspicaz: no tardó en percatarse de la capacidad extraordinaria de Onofre para recordar fechas, nombres y cifras, de su memoria prodigiosa. En este tipo de actividad el rigor es esencial, les decía a sus hijos, a quienes procuraba dar una educación esmerada, aquí un error puede conducir fácilmente a la catástrofe. Por pensar así se había fijado en seguida en las dotes de Onofre Bouvila. Luego fue viendo en él otras cualidades que le asustaron. Él era ajeno al interés que despertaba: procuraba pasar inadvertido, no sabía aún que la inteligencia es tan difícil de ocultar como la falta de ella, creía de buena fe que nadie se había fijado en él. Por primera vez vivía su vida.
Odón Mostaza era un perdonavidas de muy buena planta, disipado y gregario; no había en Barcelona ni en sus alrededores lugar de diversión donde no lo conocieran; como además de guapo era bullanguero y manirroto en todas partes lo querían bien. En compañía de Odón Mostaza Onofre Bouvila se hizo sin proponérselo con un círculo de amistades; antes nunca había tenido semejante cosa. Se había mudado a una casa de huéspedes algo mejor que la regentada por el señor Braulio y la señora Agata; allí, como veían que disponía de ingresos regulares, lo trataban a cuerpo de rey. Casi todas las noches salía con Odón Mostaza y su pandilla; juntos frecuentaban los tugurios de Barcelona. Allí encontró muchas mujeres dispuestas a sacarle el dinero a cambio de sus encantos, de unos momentos de placer; esta reciprocidad le pareció justa y cómoda: encajaba bien con su modo de ser. A veces se acordaba de Delfina: Qué tonto fui, se decía en estas ocasiones, cuántos trabajos y cuántos sufrimientos innecesarios; con lo fácil que resulta todo. Se creía curado para siempre del mal de amores. Al llegar el verano frecuentaban los célebres entoldados; esto le gustaba particularmente: las lámparas de araña, las alfombras, las guirnaldas de flores de papel, el gentío, las orquestas sudorosas, el olor a perfume, los bailes típicos de estos lugares: el vals de las velas, el
ball de rams
, etcétera. A los entoldados acudían muchas chicas en la flor de la edad: iban en grupos, cogidas del brazo y se reían de todo lo que veían; si alguien le decía algo a una de ellas, se echaban a reír todas; luego no había forma de hacerlas parar, les daba la risa floja. De estas chicas las pescateras eran las más alegres y frescachonas; las criadas, las más ingenuas, y las modistillas, las más resabiadas y peligrosas. También iban a la Barceloneta, a la plaza de toros. Después de la corrida iban a beber cerveza o vino tino con gaseosa a los bares que rodeaban la plaza; allí se organizaban tertulias airadas que se prolongaban hasta la madrugada. En otra ocasión tuvo el capricho de visitar la Exposición Universal, de la que todo el mundo se hacía lenguas. Barcelona entera estaba en fiestas: se había instado a los propietarios de edificios a que restaurasen las fachadas; a los dueños de carruajes, a que los repintaran y limpiaran; a todos, a que vistieran bien a la servidumbre. Para atender a los visitantes extranjeros, el Ayuntamiento había seleccionado a cien guardias municipales, los que parecían más despejados, y les había obligado a aprender francés en pocos meses; ahora iban y venían como almas en pena por la ciudad, mascullando frases ininteligibles; los niños los seguían y acosaban, imitando sus ruidos guturales y llamándolos
gargalluts
. Fue solo y pagó la entrada: le hizo gracia entrar en el recinto por la puerta como los señores. Se dejó llevar por la muchedumbre, merendó en el Café-Restaurante, llamado el
Castell dels tres dragons
(en levantarlo habían trabajado más de 170 hombres, a casi todos los conocía él por su nombre de pila), luego visitó el Museo Martorell, el diorama de Montserrat, la Horchatería Valenciana, el Café Turco, la American Soda Water, el Pabellón de Sevilla, de estilo moruno, etcétera. Se hizo fotografiar (la fotografía se ha perdido) y entró en el Palacio de la Industria. Allí vio el
stand
donde exhibían su maquinaria Baldrich, Vilagrán y Tapera, aquellos tres caballeros de Bassora; esto le trajo malos recuerdos, le revolvió la sangre; sintió que se ahogaba, la gente que le rodeaba se le hizo insoportable, tuvo que salir del Palacio a toda prisa, abriéndose paso a codazos. Luego fuera el deslumbrante espectáculo se le antojó una broma siniestra: no podía disociarlo de los sinsabores y la miseria que allí había padecido pocos meses antes; no volvió más a la Exposición ni quiso saber de ella.
En cambio, la vida nocturna de la Barcelona vieja, la que no se había dejado alterar por los fastos de la Exposición, la que llevaba su vida al margen de todo, le entusiasmaba; sentía por ella un entusiasmo de pueblerino. Siempre que podía iba solo o con sus compinches a un local llamado
L'Empori de la Patacada
. Era un local tronado y apestoso, situado en un semisótano de la calle del Huerto de la Bomba; de día era lóbrego, desangelado y pequeño; sólo a partir de la medianoche una clientela tosca pero abnegada lo hacía revivir: el local parecía sacar fuerzas de flaqueza, aumentaba de tamaño a ojos vistas: allí siempre cabía una pareja más, nadie se quedaba sin mesa. A la puerta había siempre dos mancebos provistos de un candil para alumbrar el camino y una escopeta con la que ahuyentar a los salteadores. Esto era necesario porque al local no sólo acudían los facinerosos, que sabían defenderse solos, sino también jóvenes disolutos de buena familia y algunas damiselas acompañadas de un amigo, un galán o su propio marido, con el rostro cubierto de un velo tupido; allí experimentaban emociones fuertes, aliviaban la rutina de sus vidas con los sobresaltos; luego contaban lo que habían visto exagerando mucho los claroscuros. Allí había baile y a determinadas horas
tableaux vivants
. Estos
tableaux vivants
habían sido muy populares en el siglo XVIII, pero a finales del siglo XIX habían desaparecido casi por completo. Consistían en escenas inmóviles representadas por personas reales. Estas escenas podían ser
de actualidad
(SS.MM. los reyes de Rumania recibiendo al Embajador de España; el Gran Duque Nicolás en uniforme de lanceros con su ilustre esposa, etcétera) o de carácter
histórico
, también llamados
didácticos
(el suicidio de los numantinos, la muerte de Churruca, etcétera); más comúnmente eran
bíblicos
o
mitológicos
. Estos últimos eran los más celebrados, porque en ellos todos o casi todos los personajes iban desnudos. Para las gentes del siglo pasado ir desnudo quería decir ir en mallas; los actores llevaban unas mallas ceñidas, de color carne. Esto no era así porque las gentes fueran más recatadas de lo que son hoy en día, sino porque sostenían, con razón, que lo placentero era la forma del cuerpo humano y que la visión directa de la epidermis y sus vellosidades tenía más de morboso que de erótico. En este campo las costumbres habían variado mucho: en el siglo XVIII, como es sabido, no se daba la menor importancia a la desnudez: la gente se mostraba desnuda en público sin ningún reparo y sin que por ello sufriera menoscabo su dignidad; hombres y mujeres se bañaban delante de las visitas, se cambiaban de ropa en presencia de los criados, orinaban y defecaban en la vía pública, etcétera. De esto hay constancia abundante en los diarios y en la correspondencia de la época.
Dinner chez les M***
, puede leerse en el diario de la duquesa de C***,
madame de G***, comme d.habitude, préside la table á poil
. Y en una entrada posterior:
Bal chez le prince de V** -presque tout le monde nu sauf l.abbé R*** deguisé en papillon; on a beaucoup rigolé
. En
L'Empori de la Patacada
una orquesta de cuatro músicos amenizaba el baile; el vals había sido aceptado ya por todas las capas sociales; el pasodoble y el chotis estaban reservados al populacho; el tango aún no había hecho su aparición; entre la gente bien, en los saraos se seguía bailando el rigodón, la mazurca, los lanceros y el minueto; la polca y la java hacían furor en Europa, pero no en Cataluña; los bailes populares como la sardana, la jota, etcétera, estaban proscritos en locales como
L'Empori de la Patacada
. Demasiado caluroso los meses de verano, el local tenía su época de esplendor en las noches de otoño, cuando las tormentas azotaban las calles, cuando el frío invitaba al recogimiento. Al volver la primavera las terrazas de los cafés y los bailes al aire libre le arrebataban buena parte de la clientela. En medio de esta algarabía constante Onofre Bouvila hacía lo posible por pasarlo bien. A ratos lo conseguía, pero por lo general y pese a sus esfuerzos seguía inquieto y desasosegado: nunca conseguía disfrutar plenamente de las diversiones que le ofrecía aquel ambiente, nunca perdía del todo la cabeza sumergido en aquella vorágine. A Odón Mostaza, que le había cobrado gran afecto y se sentía hasta cierto punto responsable de su bienestar, le preocupaba verlo siempre tan serio. Vamos, chaval, ¿por qué no dejas de lado las preocupaciones aunque sea un ratito?, le decía, ¿por qué no te distraes? Eh, mira qué hembras, ¿no son para perder la chaveta? A esto Onofre respondía con suavidad, sonriendo: No trates de forzarme, Odón, distraerme me cansa demasiado. Esta paradoja hacía reír a Odón Mostaza; no entendía que Onofre le estaba diciendo la verdad: apartarse de sus pensamientos siquiera unos minutos habría requerido por su parte una dosis enorme de energía, sólo con un esfuerzo sobrehumano habría podido sustraerse momentáneamente al recuerdo de aquella mañana horrible en que se había personado en la casa de sus padres un personaje insólito. El tío Tonet lo había traído en su tartana de Bassora: llevaba una levita raída, plastrón, anteojos y chistera. También llevaba una cartera de cuero abultada. Procuraba no meter los zapatos en los charcos, rodeaba con cuidado los montones de nieve apelmazada y sucia que persistían por todas partes y todo le daba miedo: el aleteo de un pájaro en una rama le asustaba muchísimo. Se presentó con grandes circunloquios y corrió a calentarse a las brasas que aún ardían en el hogar. Por la puerta abierta entraba el sol de finales de febrero hasta media pieza; luminosa, aún fría, esta luz daba a las cosas un perfil preciso, como de lápiz muy afilado. Este hombre había empezado diciendo que hablaba en nombre de sus mandantes, los señores Baldrich, Vilagrán y Tapera. Él era sólo el pasante de un gabinete jurídico de Bassora, les dijo, y les rogó que no vieran nada personal en lo que se proponía decirles. Me ha sido encomendada esta desagradable misión y deploro tener que llevarla a cabo, pero cumplir órdenes es mi profesión, había dicho. Ustedes se harán cargo, añadió con un gesto de conmiseración que no se sabía a quién iba dirigido. El americano había hecho un gesto de impaciencia con la mano: Por favor, vayamos directamente al grano, parecía querer decir aquel gesto. El pasante había carraspeado y la madre de Onofre había dicho entonces que tenía que a dar de comer a las gallinas. El chico me acompañará y así se quedarán ustedes dos tranquilos, agregó mirando a su marido a los ojos. Éste dijo que no hacía falta que se fueran. Más vale que os quedéis y oigáis lo que este señor viene a decirme, dijo. El pasante se frotaba las manos, tosía sin cesar como si el humo de las brasas se le hubiera agarrado a la garganta. En voz muy baja, casi inaudible, informó al americano de que sus mandantes habían decidido presentar contra él denuncia por estafa. Ésa era una acusación muy grave, había dicho el americano; le ruego que se explique usted. El pasante había dado unas explicaciones confusas y aturrulladas. Al parecer Joan Bouvila había dado a entender a todo el mundo en Bassora que era un indiano riquísimo, había visitado a todos los industriales y financieros de la ciudad con su atuendo estrafalario y les había hecho creer que buscaba un negocio seguro en el que invertir su fortuna. Con este pretexto había ido obteniendo adelantos a cuenta, préstamos e incluso donativos. Como el tiempo pasaba y aquellas inversiones prometidas no se materializaban los señores Baldrich, Vilagrán y Tapera, cuya empresa era la que había hecho más desembolsos a favor del americano, habían decidido proceder a realizar las indagaciones oportunas, explicó el pasante. Habían indagado con la prudencia y la discreción del caso, añadió de inmediato. De aquellas indagaciones había salido a la luz lo que todos sospechaban ya: que Joan Bouvila no tenía un real. Esto era una estafa sin duda alguna, dijo el pasante; inmediatamente palideció y se apresuró a agregar que la rotundidad de esta afirmación no encubría un juicio moral por su parte. Él era un mero instrumento de la voluntad ajena, se había apresurado a agregar: Que esta circunstancia me exima de toda responsabilidad por el mal que pueda estarles haciendo a ustedes. La madre había roto el silencio que había seguido a estas palabras. Joan, había dicho, ¿de qué habla este hombre? Ahora le había tocado al americano el turno de carraspear. Por fin había confesado que lo que el pasante decía era la pura verdad. Había mentido a todo el mundo: en Cuba, donde hasta los mentecatos se hacían ricos en aquella época, él no había conseguido ganar ni siquiera lo imprescindible para vivir con desahogo. Lo poco que ahorró al principio, cuando aún tenía el ánimo entero, se lo birló una aventurera colombiana, refirió con vergüenza. Luego había obtenido a préstamos unas sumas que acto seguido había invertido en negocios; estos negocios habían resultado invariablemente timos y engañifas. Por fin había tenido que desempeñar los oficios más serviles, trabajos que incluso los esclavos negros rechazaban con repugnancia. No hay escupidera en La Habana que yo no haya pulido ni bota que no haya lustrado ni letrina que no haya desatascado, con herramientas o sin ellas, había dicho a título de ejemplo. En el transcurso de aquellos años había visto llegar emigrantes muertos de hambre que al cabo de pocos meses le tiraban monedas en los charcos de la calle para ver cómo él las recogía metiendo el brazo hasta el codo: así se divertían a su costa. Había comido pieles de banano, raspas de pescado, verduras podridas y otras cosas que ahora no quería citar por delicadeza; al final se había dicho: Basta, Joan, ya está bien.