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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Novela

La ciudad de los prodigios (14 page)

BOOK: La ciudad de los prodigios
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En el camino de vuelta a la pensión Onofre salió al encuentro de Delfina.

–Estaba dando un paseo —le dijo el muchacho a la fámula— y por casualidad te he visto venir. ¿Puedo ayudarte?

–Me basto y me sobro —repuso la fámula acelerando la marcha, como para demostrar que el peso de los capazos atiborrados no la lastraba.

–No he dicho que no pudieras con la compra, mujer. Sólo pretendía ser amable —dijo Onofre.

–¿Por qué? – preguntó Delfina.

–No hay por qué —dijo Onofre—. Se es amable sin motivo. Si hay motivo, ya no es amabilidad, sino interés.

–Hablas demasiado bien —atajó la fámula—. Vete o te azuzo al gato.

Era preciso suprimir a
Belcebú
matándolo. Todos los sistemas que pensó eran buenos, pero ofrecían dificultades insuperables. Por fin concibió uno que se le antojó viable. Consistía en embadurnar de aceite el tejado de la pensión. Cuando
Belcebú
subiera a rondar por el tejado, como hacen todos los gatos, resbalaría y se caería. De un cuarto piso a la calle de fijo había de matarse, razonaba Onofre. Por poco no se mata él llevando a cabo el plan. Cuando hubo aceitado todas las tejas sin dejar resquicio seco se fue a su habitación y se tendió en la cama, boca arriba. Esa noche no pasó nada. A la siguiente, cuando se había dormido aburrido de la espera (el reloj de San Ezequiel había dado las dos) lo despertó un ruido. Del balcón llegaban lamentos y maldiciones. Temió que
Belcebú
hubiese caído encima de un trasnochador. Sería el colmo de la mala suerte, se dijo. Abrió el balcón y se asomó. A la luz de la luna se llevó un buen susto: de la baranda colgaba un individuo que pedía socorro mientras trataba en balde de afianzar los pies en algún intersticio de la fachada. Por favor, suplicó al ver a Onofre, dame una mano, que me mato. Onofre asió al individuo de ambas muñecas, lo izó en vilo y lo metió en la habitación. Cuando el individuo puso los pies en el suelo, resbaló y se cayó sentado. Me he roto el culo por veinte sitios, volvió a lamentarse. Onofre le conminó a que no alzase la voz. Encendió la palmatoria. Ahora me dirás qué hacías tú colgado de mi balcón, le espetó.

–Y yo qué sé —dijo el hombre. Un hijo de puta habrá untado de grasa el tejado, o algo parecido. Suerte que pude agarrarme a los hierros, o no lo cuento.

–¿Y qué hacías tú en el tejado a estas horas? – preguntó Onofre.

–¿Y a ti qué te importa? – fue la respuesta.

–A mí nada —dijo Onofre—, pero quizás los dueños de la pensión y la policía quieran saberlo.

–Eh, eh, con cuidado —dijo el hombre—, que no soy un ladrón ni estaba haciendo nada malo. Me llamo Sisinio. Soy novio de una chica que vive aquí.

–¡Delfina!

–Así se llama —dijo Sisinio—. Sus padres son muy estrictos y no la dejan que tenga relaciones con ningún hombre. Nos vemos en el tejado, por las noches.

–¡Qué extraordinario! – dijo Onofre Bouvila—. ¿Y cómo subes tú al tejado?

–Por una escalera de mano. La pongo por detrás del edificio, allí donde el terreno sube y la distancia es corta. Soy pintor de brocha gorda.

Sisinio aparentaba treinta y cinco años. Era estrecho de tórax, de pelo ralo, ojos saltones y barbilla hundida. Le faltaban dos dientes y siseaba al hablar. De modo que éste es mi rival, pensó Onofre con desaliento.

–Y en el tejado, ¿qué hacéis? – le preguntó Onofre.

–Eso ya es mucho preguntar.

–No temas nada. Soy de los vuestros. Me llamo Gastón.

Pablo te puede hablar de mí.

–Ah, claro —dijo Sisinio sonriendo por primera vez. Le contó a Onofre que a decir verdad en el tejado no hacían casi nada. Hablar de temas diversos, algún beso y poco más. En el tejado era difícil que la cosa pasara a mayores. Sisinio había propuesto mil veces que fueran a un lugar más cómodo, pero Delfina se negaba. Luego ya no me querrás más, le decía. Así llevaban ya dos años. no sé cómo aguanto, dijo Sisinio. Onofre le preguntó por qué no se casaban.

–Ésa es otra historia —dijo Sisinio—. Yo ya estoy casado. Tengo dos hijas. Aún no se lo he dicho a Delfina: me falta valor para darle este disgusto. La pobre está muy ilusionada. Si mi mujer espichara, todo se arreglaría, pero es más fuerte que un roble.

–¿Y ella qué dice? – preguntó Onofre—. Tu mujer, quiero decir.

–Nada. Se cree que hago trabajos nocturnos. Antes de entrar en casa me embadurno bien de pintura, para disimular.

–No te muevas de aquí —dijo Onofre—. Yo voy a buscar a Delfina. Si acude al tejado a encontrarse contigo es probable que resbale y se mate.

Salió al pasillo en el momento en que mosén Bizancio se metía en el cuarto de baño. La pitonisa lanzaba quejidos de dolor. Sólo faltaría, iba pensando Onofre, que ahora me tropezara con el señor Braulio disfrazado de putón. ¡En menudo sitio he ido yo a meterme!

Apenas Onofre tocó suavemente a la puerta de la alcoba de Delfina respondió la fámula con voz silbante. Onofre se identificó. Vete o te suelto al gato, fue la réplica que obtuvo. Sólo venía a decirte que Sisinio ha sufrido un accidente, dijo Onofre. La puerta de la alcoba se abrió al instante. En el marco de la puerta brillaron cuatro pupilas. Bufó el gato, retrocedió él y dijo la fámula: No tengas miedo, no te haré nada; ¿qué ha pasado?

–Tu novio se ha caído del tejado. Lo tengo en mi habitación. Ven, pero no traigas a
Belcebú
—dijo Onofre.

Delfina y Onofre empezaron a bajar las escaleras. Onofre agarró del brazo a Delfina, que no lo retiró ni dijo nada. Onofre advirtió que temblaba.

Sisinio se había tendido en la cama. A la luz de la palmatoria parecía un difunto, aunque movía los ojos y se esforzaba por sonreír. Te dejo con él, dijo Onofre a Delfina. Procura que no se muera en mi cuarto; no quiero líos. Yo volveré al rayar la aurora. Bajó a la calle y vaciló unos segundos ante el portal, sin saber a dónde dirigir sus pasos. Oyó un maullido; un cuerpo pasó rozándole el hombro y se estrelló contra el suelo. Con una barra de hierro empujó el cuerpo de Belcebú y consiguió hacerlo desaparecer por el hueco de la alcantarilla. Así en un una sola noche perdió delfina los dos pilares de su seguridad.

4

El Excmo. e Ilmo. Sr. Obispo de Barcelona había viajado a Roma siendo novicio. En Milán, donde se detuvo unos días, vio a su alteza imperial el archiduque Francisco Fernando de Austria (el mismo que había de morir trágicamente años más tarde en Sarajevo) pasar revista a la guardia. Esta imagen acompañó al ilustre prelado hasta el fin de sus días. Ahora lo obreros suspendían los trabajos, enderezaban la espalda y se quitaban las gorras a su paso. Las campanas de la iglesia de la Ciudadela repicaban y bramaban las trompetas del regimiento de caballería que acompañaba al séquito. El Excmo. Sr. Obispo y el Ilmo. Sr. Alcalde cruzaron el Arco de Triunfo codo con codo. Luego, en tropel, las autoridades. Detrás, algo desinteresado salvo excepciones, el cuerpo consular. Pegado al faldón del ordinario un diácono llevaba el acetre, esto es, un caldero de plata labrada lleno de agua bendita. El obispo llevaba en la mano izquierda el báculo pastoral y con la derecha agitaba el hisopo que sumergía de vez en cuando en el acetre. Si acertaba a salpicar a un obrero, éste se santiguaba al punto. Daba pena ver la capa magna del obispo recoger el polvo. Al Palacio de la Industria, donde debía celebrarse la ceremonia oficial, le faltaba casi todo el revestimiento, pero unas colgaduras disimulaban esta deficiencia; le daban aires de entoldado. En lugar preeminente se había levantado una capilla. En ella figuraba una estatua de Santa Lucía recientemente restaurada; era de plata dorada y databa del siglo XVIII por lo menos. Al costado izquierdo de la nave central estaba la banda municipal y cuando entraron las autoridades tocó una marcha. El obispo bendijo las obras. Él y el alcalde pronunciaron discursos, al término de los cuales se dieron vivas a S.M. el Rey y a S.M. la Reina Regente. Los dos emisarios, que habían ido y venido de Madrid tantas veces que podían recitar de memoria los nombres de todos los pueblos del recorrido, lloraron. Se consideraban, si no padres, comadronas del certamen. En realidad, su gestión había sido funesta: el Gobierno central no había dado tanto dinero como para evitar la ruina del municipio de Barcelona, ni tan poco que los catalanes pudiesen adjudicarse todo el mérito de la empresa. Esto ellos no lo sabían, o lo sabían, pero lloraban igual. Con otro repique de campanas se terminó el acto y el trabajo se reanudó al punto. Era el 1 de marzo de 1888; faltaban un mes y siete días para la inauguración.

La diversificación de los negocios de Onofre Bouvila y la envergadura que iban adquiriendo, en especial desde la incorporación de los niños-ladrones y más adelante del descubrimiento de una partida clasificada como
betel, hoja peruviana, hatchichi y otras plantas para fumar y mascar
y destinada al Pabellón de la Agricultura (situado, como el Palacio de Bellas Artes, fuera del parque, esto es, contra el muro norte, en la carretera a San Martín y Francia, entre las calles de Roger de Flor y Sicilia), que vendieron a muy buen precio en el exterior por mediación de un maestro estucador tan jovial como propenso a caerse de andamios y escaleras, preocupaban a Pablo, que se iba dando cuenta de que su pupilo, por más que extremase las muestras de consideración hacia él, le tomaba el pelo. Pablo, enfrentado a este hecho, no sabía qué partido tomar. Conocía el prestigio de que gozaba Onofre entre los obreros de la Exposición. Tampoco se atrevía a mostrar a sus correligionarios la encrucijada en que lo había colocado su propia debilidad. No tenía más contacto con el mundo que lo que Onofre tenía a bien referirle. Era un títere en sus manos.

Como Pablo le había explicado varias veces que lo primero que había que destruir en Cataluña era el teatro del Liceo, se propuso ver en qué consistía aquello tan importante. El Liceo es como un símbolo, como en Madrid el Rey o en Roma el Papa, le había dicho Pablo. Gracias a Dios en Cataluña no tenemos ni Rey ni Papa, pero tenemos el Liceo. Pagó un precio a su juicio abusivo y le hicieron entrar por la puerta de los indigentes. Entró por una callejuela lateral llena de tronchos de col. Los ricos entraban por el pórtico de las Ramblas, allí se apeaban de sus coches de caballos. A las mujeres había que bajarlas casi en volandas. Los vestidos eran tan largos que cuando ellas ya habían desaparecido por la puerta de vidrio las colas seguían saliendo de los fiacres, como si un reptil fuese a la ópera. Tuvo que subir incontables tramos de escalera. Llegó resoplando a un lugar donde no había más asiento que un banco de hierro corrido, ya ocupado por melómanos que llevaban allí días enteros, dormían allí echados sobre el antepecho, como esteras tendidas a orear, comían mendrugos de pan con ajo y bebían vino en bota. Aquello era un criadero de piojos. Llevaban cabos de vela para leer en la penumbra del teatro la partitura y el libreto. Algunos habían perdido la vista y la salud en el Liceo. El resto del teatro era muy distinto. El fasto deslumbró a Onofre: las sedas, muselinas y terciopelos, las capas cubiertas de lentejuelas, las joyas, el petardeo incesante de las botellas de champaña, el ir y venir de los criados y el murmullo continuo que emiten los ricos cuando son muchos le encantaron. Esto es lo que yo quiero ser, se dijo, aunque para conseguirlo tenga que aguantar esta música insípida que no se acaba nunca. Tuvo el infortunio de oír
Trifón y Cascante
, una ópera mitológica y grandilocuente que se ha representado sólo una vez en el Liceo y en el mundo pocas más.

A la hora del desayuno se le acercó Delfina. Ni siquiera el ser tan fea disimulaba los efectos del insomnio y la congoja. Le preguntó si había visto por casualidad a
Belcebú
. No, cómo lo voy a ver, respondió Onofre. Hace días que ha desaparecido, dijo Delfina con desazón. No se ha perdido gran cosa, dijo él.

Efrén Castells le esperaba a la puerta del recinto. Las cosas se ponen mal, le dijo apenas lo vio, hace un par de días vengo viendo a dos fulanos que parecen vigilarte; al principio pensé que serían curiosos, pero insisten demasiado. Me consta que no trabajan aquí. Han estado haciendo preguntas, dijo el gigante.

–Serán policías —dijo Onofre.

–No creo; no es su estilo —dijo Efrén Castells.

–Entonces, ¿qué? – dijo Onofre.

–Chico, lo ignoro, pero el asunto no me gusta —dijo Efrén Castells—. No sé si no deberíamos tomarnos unas vacaciones: esto está casi liquidado del todo.

Era verdad. Onofre recorrió con la vista aquella obra ingente que casi había visto nacer. Cuando llegó al parque por primera vez, un año antes, el recinto parecía un campo de batalla. Ahora en cambio parecía el decorado de un cuento de hadas. Allí todo era vistoso, heterogéneo y desproporcionado. Cuando la Junta Técnica de la Exposición presentó su primer proyecto al alcalde, éste lo hizo trizas con sus propias manos. Esto que me traen ustedes es una feria de cachivaches, exclamó, y yo quiero un ciclorama. Ahora habían transcurrido dos años y medio y había habido que hacer concesiones a la sensatez, pero los deseos del alcalde se habían colmado. Onofre y el gigante de Calella se sentaron en unos bloques de piedra caliza, frente a un chamizo de bejucos levantado por la compañía de Tabacos de Filipinas. Un nativo semidesnudo tiritaba y liaba cigarros acuclillado a la puerta de aquel chamizo. Lo habían traído expresamente de Batanga y le habían dicho que no se moviera de allí hasta que se clausurase el certamen. Le habían enseñado a decir
au revoir
a los visitantes. Cuando el cielo se encapotaba miraba a lo alto con aprensión, temeroso de que la manga de un ciclón viniera a sorberles al chamizo y a él y a llevarlos de nuevo a Batanga girando como peonzas. Todo esto, pensó Onofre, es inútil y encima no significa nada; y nosotros, tres cuartos de lo mismo: nuestros anhelos, nuestros trabajos, nada. Bah, respondió Efrén Castells, no te lo tomes tan a la tremenda, chico. Tú eres muy listo, ya le encontrarás algún sentido a las cosas, añadió.

Entró sin llamar en la alcoba de la vidente. La moribunda yacía en la cama con los ojos cerrados, cubierta de mantas hasta el mentón. Onofre se percató de lo vieja que era Micaela Castro a la luz de la candela que bailaba en una triste alcuza atornillada a la cabecera del lecho. Alcanzaba el pomo de la puerta para retirarse. Onofre, ¿eres tú?, dijo la pitonisa. Siga durmiendo, Micaela, dijo Onofre Bouvila, sólo he venido a ver si necesitaba usted algo. Yo no necesito nada, hijo, pero tú sí, susurró la vidente, de sobra se te ve sumido en un mar de confusión.

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