La ciudad de los prodigios (19 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Novela

BOOK: La ciudad de los prodigios
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–Tenía un poco de dinero —había proseguido diciendo el americano— que obtuve de un modo ignominioso: unos marineros ingleses me lo habían dado a cambio de procurarles por mi mediación los placeres más degradantes; con esa cantidad, fruto de la abyección, compré el traje que llevo puesto, un mono agonizante y un billete de regreso en la sentina de un carguero.

Poco antes de partir había dado los últimos sablazos sabiendo que no los tendría que devolver y había embarcado una noche de aguacero. Se había desnudado y se había untado el cuerpo y la cara con brea para no ser reconocido por sus acreedores si se cruzaba con ellos. De este modo tan poco acorde con la dignidad de un blanco, había dicho el americano, recorrí por última vez las calles de aquella tierra de promisión que para mí había sido yugo, cadena y vilipendio. Zarpado el buque no se había lavado ni vestido ni salido de su escondrijo hasta que hubieron sido rebasados los límites de las aguas territoriales españolas. Luego había vivido de aquel dinero y de los timos. Siempre supo que tarde o temprano saldría a relucir la verdad, agregó, y la confesión dolorosa que acababa de hacer en realidad le quitaba un peso de encima. En el fondo, añadió, se alegraba de haber puesto fin a aquella sarta de imposturas. Todo aquello, había acabado confesando, no lo había hecho por ruindad ni por codicia, sino por vanidad. En realidad, dijo, lo hice todo por mi hijo. Había querido que su hijo tuviera un atisbo de lo que habría podido ser la vida si no le hubiera tocado en suerte un padre tan inútil como el que Dios le había dado. Al final el asunto no había tenido consecuencias ulteriores: convencidos de la imposibilidad de recobrar el dinero sumariamente Baldrich, Vilagrán y Tapera habían retirado la denuncia. En cambio habían obligado al americano a trabajar para ellos; de sus ingresos le deducían una parte porcentual que destinaban a amortizar la deuda. Ahora Onofre trataba de olvidar estas cosas pero no podía. Bebía sin moderación, era cliente habitual de varios burdeles. También gastaba mucho dinero en comprar ropa llamativa. Jamás contrajo deudas, sin embargo, y huía del juego como de la peste. Había dejado de crecer: no iba a ser un hombre alto; se había desarrollado mucho de hombros y de tórax; era cuadrado de complexión, recio y no desagradable de facciones. Aunque reservado, era amable y aparentaba franqueza en el trato: los golfos, las putas, los chulos, los traficantes de droga, los policías y los confidentes le tenían aprecio; casi todos se desvivían por granjearse su amistad; sin él quererlo todos reconocían instintivamente sus cualidades innatas de líder. El propio Odón Mostaza, a quien se le había mandado obedecer, había caído bajo su influjo: permitía que fuese Onofre el que llevara siempre la voz cantante, el que decidiera lo que había que hacer o evitar, el que llegado el caso se las entendía con Arnau Puncella, alias Margarito. Esto acabó de confirmar las sospechas de este último. Este muchacho dará que hablar, se decía; apenas lleva un año con nosotros y ya se ha convertido en el gallo de su corral. Si no me ando con tiento, a la que me descuide me pasará por encima. Debería destruirlo, pero no sé cómo, pensaba. Ahora es demasiado insignificante, se me escurriría entre los dedos, como una pulga, pero es posible que dentro de poco ya sea demasiado tarde para mí. Procuraba ganarse su confianza; siempre que hablaba con él sacaba a colación el tema del vestir; alababa los trajes que Onofre acababa de hacerse: como toda persona desaliñada, era muy sensible a la elegancia ajena. Onofre no se percataba de que su interlocutor iba hecho un asco, creía de buena fe que ambos compartían el gusto por la ropa bien cortada, le pedía incluso consejo acerca de dónde comprar corbatas, botines, etcétera. Se había vuelto un verdadero dandy: por la casa de huéspedes en que se alojaba siempre andaba envuelto en un quimono estampado que le llegaba a los tobillos. Hacía sus compras en la calle Fernando y en la calle Princesa. A veces le agobiaba una angustia imprecisa. En las noches cálidas y pegajosas de verano, cuando no lograba conciliar el sueño, le dominaba el nerviosismo. Entonces se echaba sobre los hombros el quimono estampado y salía a fumar un cigarrillo al balcón. ¿Qué me ocurre?, pensaba. Pero aunque creía tener las ideas muy claras no podía dar respuesta cabal a esta pregunta. En realidad, como le ocurre a todo el mundo, era incapaz de verse a sí mismo; sólo veía el reflejo de su personalidad y de sus actos en los demás y de ahí extraía de sí mismo un concepto totalmente erróneo. Luego este concepto no resistía un análisis más minucioso, le producía una insatisfacción imprecisa y se reavivaba en él el desasosiego. Entonces volvía a su memoria el recuerdo de su padre. Creía odiarlo por haber traicionado las fantasías que había alimentado mientras él estaba ausente, por haber incumplido unas expectativas que sólo habían existido en su imaginación, pero a las que se había considerado en todo momento con derecho. Ahora acusaba a su padre de haberle usurpado un derecho natural. Por eso creía haber huido de su lado. En realidad fue él quien me obligó a venir aquí, él es el responsable verdadero de todo lo que yo pueda hacer, pensaba. Pero este odio era sólo superficial: en el fondo persistía en él la admiración que siempre había sentido por su padre. Sin ninguna razón que sustentara esta postura, sin saberlo él mismo siquiera pensaba que en realidad su padre no era un fracasado, sino la víctima de una conjura vastísima. Esta conjura vaga, de resultas de la cual su padre había sido injustamente privado de la fortuna y el éxito que le correspondían, era lo que ahora le confería a él el derecho a resarcirse, a tomar sin cortapisas lo que en justicia era suyo. Pero estas ideas inconexas y disparatadas chocaban luego con su naturaleza y con la naturaleza de las cosas que le rodeaban: ahora se veía libre de estrecheces económicas, había salido del mundo sórdido de la pensión y el recuerdo de Delfina se iba diluyendo con el transcurso de los meses; ahora tenía amigos, cosechaba éxitos y cuando conseguía olvidar su rencor generalizado se sentía pletórico de vida, casi feliz. En las noches de verano, cuando salía al balcón azuzado por la desazón, percibía los ruidos familiares que llegaban de la calle: entrechocar de platos y soperas, tintinear de vasos, risas, voces y altercados, trinos de jilgueros y canarios enjaulados, un piano en la lejanía, los gorgoritos de una aprendiza de canto, algún perro persistente, la perorata de los beodos asidos a las farolas, los lamentos de los mendigos ciegos que pedían una limosnita por el amor de Dios. Podría pasar en este balcón la noche entera, pensaba entonces melancólico, incapaz de despegarse de su observatorio; pasarme aquí el verano entero, arrullado por los sonidos de esta ciudad anónima. Pero de nuevo la ansiedad hacía presa de él. El halago de la gentuza que le rodeaba no bastaba para lavar la afrenta que le había sido hecha, la humillación cuyo recuerdo le perseguía, el estigma que creía llevar impreso en la frente. Tengo que llegar a más, se decía, no me puedo quedar aquí. Si no hago algo pronto mi vida está sellada, pensaba, y mi destino será convertirme en un hampón más. Por más que le fascinase la vida fácil de los bellacos y las mujerzuelas la razón le decía que estos seres marginados en realidad vivían de prestado: la sociedad los toleraba porque le resultaban de utilidad o porque le parecía demasiado costoso eliminarlos definitivamente; los mantenía discretamente a raya, los usaba para sus fines y se reservaba siempre el derecho y la posibilidad de hacerlos desaparecer cuando le viniera en gana. Ellos por su parte creían haberse puesto el mundo por montera porque llevaban un cuchillo al cinto y porque algunas niñas cursis fingían desmayarse bajo sus miradas. Luego sin embargo le faltaba la voluntad necesaria para abandonar aquella cofradía alegre de fanfarrones y zorras, para dejar atrás aquella vida en la que se sentía como pez en el agua. Así iba postergando de día en día la decisión de cambiar radicalmente los patrones de su existencia. No sabía aún que estos cambios radicales sólo se hacen por razones sentimentales; como había decidido no enamorarse jamás ni perder el norte por ninguna mujer, no veía tampoco razón alguna para desear de verdad una modificación incómoda de su conducta. Así habría seguido años y años, perdiendo el mundo de vista, como les ocurría a tantos otros; habría acabado como éstos: acuchillado por un rival, en la cárcel o en el patíbulo, convertido en matón profesional, alcoholizado, etcétera, si Arnau Puncella, alias Margarito, no se hubiera interpuesto en su camino. Al final tuvo que cambiar por meras razones de supervivencia.

2

En aquellos años los hilos ocultos que movían la vida política de Barcelona estaban en manos de don Alexandre Canals i Formiga. Éste era un hombre de aspecto severo, parco en palabras y gestos, de frente despejada, barba negra y puntiaguda; exhalaba los aromas más exquisitos, vestía con suma pulcritud y todas las mañanas acudían a su despacho, de donde casi no salía, un barbero, una manicura y una masajista: éstos eran los únicos placeres que se permitía; el resto de la jornada, que se prolongaba hasta muy entrada la noche, lo dedicaba a tomar las decisiones más graves y a disponer las medidas de mayor consecuencia para la comunidad: manipulaba los resultados electorales, compraba y vendía votos, hacía y deshacía carreras políticas. Carecía de escrúpulos, dedicaba a estos asuntos todo su tiempo y energías, así había acumulado un poder sin límites, pero no hacía uso de él: lo atesoraba como un avaro sus monedas. Los políticos y las personas influyentes lo temían y respetaban, no vacilaban en recurrir a él; se decía de él además que era el único que llegado el momento podría encauzar y poner coto a la tormenta sindical que los más previsores veían fraguarse en el horizonte. A este respecto él se mostraba reservado.

Si para conseguir sus fines había que recurrir a la violencia, no vacilaba en hacerlo. Para ello contaba con un grupo de matones y pistoleros capitaneado por un tal Joan Sicart. Éste era un hombre de trayectoria agitada: era oriundo de Barcelona, pero había nacido y crecido en Cuba, a donde sus padres habían ido, como el padre de Onofre Bouvila, a buscar fortuna; ambos habían muerto de fiebres siendo Joan Sicart muy pequeño, y lo habían dejado en el más completo desamparo. Pronto le atrajeron la violencia y la disciplina; quiso hacerse militar y no pudo: por culpa de una leve afección pulmonar no fue admitido en la academia. Regresó a España, vivió una temporada en Cádiz, fue a dar varias veces en la cárcel y acabó en Barcelona, al frente de las huestes de don Alexandre Canals i Formiga, a las que llevaba con mano de hierro. Era huesudo, de facciones marcadas y ojos pequeños, hundidos en las cuencas, lo que le daba un cierto aire oriental; extrañamente tenía el pelo rubio pajizo.

Era inevitable que las actividades de esta organización temible y las de la banda de don Humbert Figa i Morera entraran en colisión ocasionalmente. Ya había habido algunos roces, pero se habían podido resolver sin demasiada dificultad. Tanto don Humbert Figa i Morera como Arnau Puncella, alias Margarito, su asesor y lugarteniente, eran hombres moderados; en todas las ocasiones se pronunciaban a favor de la transacción. Habían tratado, en algún momento, de entablar negociaciones con don Alexandre Canals i Formiga, de llegar a un acuerdo definitivo, pero aquél, que se sabía más poderoso, no había querido considerar ninguna propuesta. Tuvieron que claudicar: la desigualdad de fuerzas era patente: no sólo las de aquél eran más numerosas, también estaban mucho mejor organizadas: podían formar escuadrones, como la milicia, al mando de uno de ellos; tenían práctica en romper huelgas y disolver mítines. Los hombres de don Humbert, en cambio, eran una recua de maleantes, apenas si servían para participar en reyertas tabernarias. Pero la ciudad era demasiado pequeña y demasiado pobre, no podía absorber ambas bandas y éstas no paraban de crecer: tarde o temprano había de producirse un enfrentamiento. Esto no lo quería reconocer nadie, pero todos lo sabían.

La entrevista tuvo lugar un viernes de marzo a última hora de la tarde; el sol moría contra los visillos, el cielo estaba despejado y en los árboles de la plaza apuntaba ya la primavera. Don Humbert separó los visillos con el canto de la mano, se asomó al balcón, miró la plaza, apoyó la frente en los cristales. No sé si procedo correctamente, pensó. El tiempo vuela y nada cambia, se dijo, me siento triste y no sé por qué. Le vino a la memoria la Exposición Universal: pensaba en Onofre Bouvila y asoció sin querer ambas imágenes: el certamen y el muchacho pueblerino que trataba de abrirse camino por todos los medios de que disponía. Ahora la Exposición ya había cerrado sus puertas: de aquel esfuerzo colosal no quedaba casi nada: algún edificio demasiado grande para ser utilizado en la práctica, algunas estatuas y un montón de deudas que el municipio no sabía cómo enjugar. Toda la sociedad se asienta sobre estos cuatro pilares, pensó, la ignorancia, la desidia, la injusticia y la insensatez. La tarde anterior había recibido la visita de Arnau Puncella, lo que éste le había dicho le había causado un gran desasosiego: las cosas no podían seguir como hasta entonces.

–Hay que pasar a las vías de hecho —le había dicho Arnau Puncella— o resignarse a ser aniquilados inexorablemente.

–Todos sabíamos que esto había de pasar, más tarde o más temprano, pero no pensaba que fuera algo tan inminente —había dicho él. El plan le parecía descabellado. No veía ninguna posibilidad de ganar—. ¿Cómo se te ocurre semejante disparate?

El otro le dijo que no se trataba de ganar, sino de reafirmarse. Era cosa de dar el primer golpe, le había explicado, e inmediatamente reanudar las negociaciones. Que vea que no somos mancos, que no nos arredramos; este lenguaje sí lo entenderá, ya que desdeña el de la razón. Perderemos algunos, hombres, había dicho, eso es inevitable.

–Pero a nosotros, ¿no nos pasará nada? – había preguntado.

–No —había respondido su lugarteniente—, en este sentido no hay miedo; lo tengo todo pensado, he planeado el golpe cuidadosamente, hasta el último detalle. Además, hace tiempo que vengo observando al chico: vale mucho; lo hará a las mil maravillas. Es una lástima —había añadido— que tengamos que sacrificarlo.

Normalmente era hombre de buen corazón, pero en aquellos momentos lo dominaban la envidia y el temor. Llamó a Onofre Bouvila a su despacho y le dijo que le iba a encomendar un trabajo importantísimo. A ver qué tal te portas, le dijo Margarito. Por una puerta de dos hojas, alta y estrecha, entró entonces don Humbert Figa i Morera. Me ha dicho don Arnau Puncella que vales mucho, le dijo. A ver qué tal te portas, añadió sin saber que repetía lo que acababa de decir el otro. Luego le expusieron el plan con todo cuidado. Onofre Bouvila los escuchaba boquiabierto. Éste no entiende nada de nada, pensaba Arnau Puncella al verlo; todo lo que le estamos diciendo le resulta tan ajeno como la vida en la Luna. Sobre todo, le dijo, mucha discreción.

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