Entrecerrando los ojos, Jack pudo distinguir los rectángulos de tres puertas encajadas en la pared opuesta. La vista se le acostumbró. Los sonidos del exterior parecían caer del cielo, suavizados, menos importantes.
Jack cruzó y fue hacia la izquierda, plantándose en esa esquina, observando la forma en que las altas paredes y las vigas del cielo se unían. Normalmente, se abalanzaría y amarraría líneas de mundo como Tarzán atrapaba lianas, a montones. Pero todos los senderos posibles se habían cortado o convergían a
Entro, no entro
… una opción angular.
Había llegado a su punto cero. El momento cero.
Dio un paso alejándose de la seguridad de la esquina. Se rio de sí mismo, inseguro, pero la risa murió y casi dejó de respirar. El espacio intermedio estaba vacío, pero él no estaba solo. Algo esperaba a que escogiese. Esperaba, midiendo con infinita paciencia los latidos de su corazón y, sin embargo…
—¿Qué quieres que haga? —susurró Jack.
Tres puertas, seis decisiones
.
Pero aun así… sólo dos destinos. No era realmente una respuesta y tampoco tenía sentido. Lo que hiciese cada uno de los tres parecía no estar relacionado, no parecía combinarse.
Aun así, dio los dos pasos necesarios para situarse frente a su puerta. El pomo estaba recubierto de verdigris. Metió la llave. Metal viejo, difícil de girar. La agarró con fuerza, giró desde el hombro y después de varios intentos algo se soltó, el viejo mecanismo se liberó y su puerta se abrió con un simple roce.
Era asombroso que en tantos años se hubiesen producido tan pocos cambios.
Apenas podía oír la ciudad muerta o moribunda del exterior, casi podía creer que se encontraba en un barco que navegaba por un océano lejano y tranquilo, escuchando la radio que sonaba en otro camarote, sintonizada con una desconocida emisora de música independiente —logró sonreír— KRAK, Ragnarok AM.
La paz le anegó, y toda su culpa, indecisión, preocupaciones y temores se evaporaron, dejando atrás simplemente a Jeremy Rohmer. Ni siquiera hacía falta la fachada de
Jack
. Jeremy, el nombre que le había puesto su madre.
La habitación al otro lado de la puerta era estrecha, larga y alta. Bidewell había dividido el extremo del almacén en tres rectángulos iguales. En lo alto de la pared del fondo, una única ventana dejaba entrar penachos de luz incómoda. La forma en que entraba la luz contradecía el ángulo de la fuente en el espacio anterior de las habitaciones.
Jack se aproximó a la sencilla silla blanca, cubierta de una gruesa capa de pintura en el asiento y el respaldo cuarteado por la edad. Se volvió, miró arriba y luego se sentó lentamente.
Cruzó los brazos.
Alzó las cejas a las altas esquinas.
Tras un rato bostezó. El sonido en sus oídos zumbaba con la presión del bostezo y su mandíbula restalló, ocultando un sonido, una voz en lo más profundo de su cabeza.
¿…tu primer recuerdo?
Jeremy se estremeció, preguntándose si se habría quedado dormido. Pero seguía solo con la puerta bien cerrada.
Volvió a estremecerse al sentir dedos rozándole los brazos. Luego se hundió de nuevo contra la silla. Podía sentir que empezaba. Su yo se rompía como un capa de hielo y los recuerdos surgían como el agua.
El padre de Jeremy se los llevaba en coche desde Milwaukee, en busca de un lugar nuevo para vivir… seis meses después de la muerte de madre, tres meses después de un último y, como resultó al final, trabajo final en El Margen Cómico de Chuck, un mes después de que Jeremy se rompiese una pierna intentando hacer malabarismos mientras iba en uniciclo.
Tenía quince años.
—¿Has oído hablar del Guardián Sombrío? —le preguntó su padre.
—¿Qué es eso, una banda? —preguntó Jeremy.
—No.
La tierra pasaba al otro lado de las ventanillas: desiertos planos y pueblecitos del desierto de casas bajas y marrones, puestas de sol de tonos pardos y rosa, el cielo de la tarde deslumbrante con cumulonimbos, nubes como ovejas pastando en interminables prados azules.
¿Me rompí la pierna?
En la habitación vacía la pierna le dolió de pronto. Alargó la mano para frotársela.
Bidewell abrió la puerta por segunda vez y Ginny entró. Si Bidewell dijo algo, Ginny no le oyó. El alto pasillo al otro lado se extendía por el ancho del almacén. El aire olía frío y cargado. Miró a la puerta más a la izquierda… la puerta de Jack. Cerrada, en silencio. Lo que estuviese pasando al otro lado no producía ruido.
Bidewell cerró la puerta. Aspirando rápidamente, casi un hipido, Ginny caminó lentamente a la derecha, metió la llave y la giró. Agarró el pomo, pero vaciló antes de entrar en su habitación. Era extraño que aceptase ese posesivo sin discusión.
Nadie había atravesado esa puerta desde hacía cien años. Lo que esperaba dentro debía ser suyo.
En el exterior, la destrucción grave y hueca seguía moliendo el tiempo y la Tierra como trigo bajo un molino de piedra, y no le importaba. En esta habitación, pensó, podría acabar pronto. Lo que ella sabía —la pesadilla que conocía su
otra
— no se podía reconciliar, ni siquiera podría lograrlo una musa magistral o lo que fuese Mnemosina. Dios. Diosa. Demiurgo. Ama de casa del creador, barredora de desastres sin resolver. Hermana de buen corazón de la horrible Princesa de Caliza, que era blanca pero debería haber sido negra: Kali,
kala
… tiempo en sánscrito, a la vez descolorante y ennegrecedora. Ginny había leído algunos de los libros que Bidewell le había dejado, sacado de un estante etiquetado como Nunc, Nunquam… en su mayoría, mitología griega e hindú. Pero nada de lo que decían parecía corresponderse del todo con lo que Bidewell describía.
El tiempo antiguo ha terminado, o pronto terminará. Deben formarse nuevos recuerdos. Se forjará un tiempo nuevo. ¿Quién alimentará la forja?
La memoria comienza y termina con el tiempo
.
Esas palabras o impresiones, menos que palabras pero sentidas más profundamente, pusieron de pronto furiosa a Ginny. Bidewell la ponía furiosa. Jack y Daniel la ponían furiosa. Ninguno de ellos encajaba en la vida que hubiese querido tener. Quería
irse
. Tenía que marchar. Quería saltar entre las líneas, soltarlos… dejar que se alejasen flotando.
Pero en lugar de volver para echarse a correr, volvió a agarrar el pomo de la puerta, lo obligó a girar —se trabó, ella hizo una mueca— y luego la puerta se abrió y miró a todo lo largo de la habitación que había al otro lado, perpendicular al pasillo, extendiéndose hasta el fondo del almacén.
La ventana encajada en lo alto de la pared del fondo mostraba un lamento doblado y llameante del sol roto que se había tragado a la luna moribunda.
En medio de la habitación se encontraba la vieja silla blanca, como había prometido Bidewell. La pintura del asiento y el respaldo se había cuarteado después de un siglo de enfriarse y calentarse tranquilamente.
Ginny tragó y dijo:
—Aquí estoy. —Se situó junto a la silla, colocando una mano sobre el respaldo curvo. Luego se dio cuenta de que no había cerrado la puerta y se volvió para regresar. Pero la puerta jamás había sido abierta.
Una sombra se apartó, retirándose de la silla… una equivocación de la vista.
Ella era la sombra.
Se sentó.
Bidewell abrió la puerta.
—Deprisa —le dijo a Daniel. A su alrededor todo el almacén se estremeció por la confusión entrecortada del exterior.
Daniel sentía una confianza absoluta. Nunca más que ahora. Podía ganar. Podía incluso derrotar al Término.
Alguien
lo superaría… en caso contrario, ¿para qué iban a estar reunidos aquí, qué sentido tendría toda esta farsa?
Estaban los dos jóvenes —más jóvenes que Fred— y en caso necesario siempre estaba Glaucous, en cierta forma sin edad, y sin duda un sujeto duro. Pero Daniel supo instintivamente que, pasase lo que pasase, no podría transferirse a Bidewell. No quería quedarse atrapado en el almacén y Bidewell jamás abandonaría este lugar, y probablemente no sobreviviría a su destrucción.
Tampoco podía escoger a ninguna de las damas. Con una puntada de dolor, había visto uno de sus libros verdes sobresaliendo de un bolso, el lomo decía 1298. La mujer con la bata de médico, Sangloss, parecía mirarle con interés clínico. Las otras simplemente pasaban de él. Casi podía oler sus sospechas. En cierta forma, eran más fuertes y probablemente estuviesen mejor protegidas que el propio Glaucous.
No eran para él.
Glaucous ocupaba un banco bajo, observando ese pequeño drama con una sonrisa fija.
—Adelante —le dijo—. Aquí no hay nada para ti.
Cuánta razón tenía. Una vez que la puerta se cerrase, Bidewell, Glaucous y las damas podrían desvanecerse por completo. Todo el almacén podría elevarse como una pluma quemada. Podría suceder cualquier cosa, pero él sobreviviría.
Daniel cruzó. Bidewell cerró la puerta exterior. Las puertas interiores a izquierda y derecha estaban las dos cerradas y en silencio. Podía imaginarse a Ginny y a Jack sentados en esas dos habitaciones, aburridos, esperando a que pasase el tiempo suficiente para que Bidewell lo convocase de nuevo y se disculpase. Estaba claro que el viejo no tenía ni idea de lo que pasaba.
El almacén zumbaba como una cuerda en resonancia. Ansiaba unirse al vasto desmoronamiento. Ansiaba morir.
Daniel se acercó a la puerta de en medio, giró la llave y agarró el pomo. Se aseguró de atrancarla al pasar. No entraría nadie. Tenía que guardar las formas.
En la larga habitación que había al otro lado, se sentó en la silla blanca, inclinado hacia delante. Y esperó.
Con miedo.
El viejo Dodge subía unas colinas bajas y pronto habría montañas, pero Jeremy no sabía dónde estaban y tampoco le importaba en exceso.
Estaba hundido en una esquina del asiento trasero, con la escayola, extendido casi todo al ancho del viejo coche. Estaba de mal humor. No era tanto un estado de ánimo como un imposible túnel de cemento, sin final, sin salida. Ryan, su padre, se moría, lo que implicaba que al final se quedaría sin nadie, se quedaría sin nada excepto sus habilidades rudimentarias: labia mediocre y la magia tosca e inicial que Ryan había logrado enseñarle.
—Tuve un sueño con ese Guardián Sombrío. Es una especie de robot volador —dijo Ryan—. Viene a ti cuando mueres. Te lleva con él. Supongo que es como un basurero.
—Viene a por
ti
, no a por mí —dijo Jeremy, y luego deseó poder retirarlo.
Ryan sonrió como un mapache.
—Exacto. En el sueño estaba en un lugar, una especie de cueva enorme con un cielo brillante, llena de gente diferente. Orejas pequeñas, pelaje tupido en lugar de pelo. Sólo recuerdo un poco. He estado allí en un par de ocasiones. Eso es lo que la gente del sueño llama muerte… la llaman el Guardián Sombrío. Da mucho miedo, excepto en que en ese lugar jamás se lleva a los vivos… y nadie enferma. Luchan, pero no se matan. No roban nunca. Crían hijos, pero no los
tienen
, los niños se entregan como si fuesen paquetes. Como las cigüeñas dejándote bajo una hoja de col. Raro, ¿eh?
Jeremy se sentó en el asiento trasero, recolocó la escayola, inquietado por un recuerdo fantasma. Intentó recordar dónde se encontraba realmente. No podía asir la idea…
Su padre siguió hablando:
—Celebran festivales y lo que llaman pequeñas guerras, donde los tipos duros reciben buenas palizas para desahogarse. Interesante, ¿eh?
—Los sueños detienen en seco el espectáculo, papá. Tú me lo dijiste.
—Bien, éste es realmente emocionante. No dejo de preguntarme qué pasará la próxima vez que sueñe. Y es consistente… excepto que la pasada noche, en el motel de Moscú, cambió. Me encontraba en una parte diferente del mismo lugar. Algunas de las personas eran más altas. Estaban repartiendo trajes rojos, amarillos y verdes, como armaduras blandas, a los más pequeños. Herméticos, como trajes espaciales, pero no sólo ofrecían aire y calor, sino… es difícil de describir. Los trajes
mantenían unidos cuerpo y alma
. —La voz de Ryan se volvió reverente, como si creyese absolutamente, como si estuviese reviviendo el momento.
—Tenías una pesadilla —dijo Jeremy—. Me despertaste.
—Me golpeaste en la cama con tu maza de escayola —dijo Ryan, mirando por encima del asiento—. Sígueme la corriente, Jeremy. Va a ser un largo viaje. Ahora más que nunca.
El comentario le dolió tanto, que Jeremy pensó que era injusto.
—Estoy escuchándote, ¿no?
—No vamos a tener muchos más días como éste, ya sabes, así que pensé que podría transmitirte algo de lo que significa ser tu padre, algo de sabiduría paterna, por chiflada que sea.
Jeremy no sabía si su padre sentía pena de sí mismo o expectoraba un mal chiste. (Ryan llamaba «expectorar» a contar un mal chiste, como expulsar un trozo de comida o la flema atrapada en la garganta: «intentas contar un chiste y te atragantas, ¡pero para! No intentes expectorarlo. Mal chiste con el público inadecuado»). —Imparte —dijo Jeremy, preparándose para sufrir en relativo silencio, porque Ryan se
moría
, de eso estaba seguro, aunque por supuesto nadie le contaba nada directamente.
—Vale. —Ryan pensó durante un momento, frunciendo el ceño por la concentración—. Esos trajes les mantenían con vida y unidos en una tierra tenebrosa y desagradable donde no hay reglas. Pero la gente de las orejas pequeñas, mis amigos y yo, vamos a ir allí, a la extrañeza, y la gente
superior
, los tipos altos, nos visten. Ellos no irán. Puede que no puedan, pero nosotros, los pequeños, sí podemos. Raro, ¿eh?
—Del todo —dijo Jeremy—. Yo nunca tengo sueños así.
—Cuando cambian las cosas, los sueños cambian. Antes tenía sueños normales. ¿Con qué sueñas tú?
—Carreteras. Sapos y carreteras. —Jeremy había preparado todo un espectáculo muy divertido sobre sapos cruzando una carretera, truculento e hilarante—. Quiero soñar con mamá.
—Ya.
Ryan condujo durante un rato sin decir nada.
Mi padre estaba gordo. Quería ser comediante
. Era lo que le había contado a Miriam Sangloss en la clínica.
El padre de Jeremy era pelirrojo, con poco pelo, un rostro redondo y el cuerpo de un jornalero del espectáculo: músculos enormes, grandes huesos, piel rojiza con pecas, lo había descrito mamá en aquella ocasión memorable en la que había pintado a Ryan con tatuajes de flores y bestias para un desfile en Waukegan. En aquella época ella actuaba en una película, un trabajo que pagaba de verdad, y se quedaron unas semanas después del final del rodaje, haciendo teatro local y, por supuesto, ese desfile, lo que había resultado muy divertido.