La ciudad al final del tiempo (48 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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—¡Lo sientes, sé que lo sientes! —gritó Nico, y se puso bocabajo, agarrando la piedra, pero la piedra de la hondonada era sólida, lisa.

Khren, Shewel y Macht bajaron. Herza y Frinna flanquearon a Nico y dieron un golpe al progenie acostado. Parecían estar bien, aunque seguían guardando silencio.

—Ni siquiera hemos empezado —dijo Khren.

Con tristeza, Nico dijo:

—No lo empeores.

—Podríamos cambiarnos. Yo ruedo por ahí y me muestro asustado durante un rato, y tú te pones aquí actuando con valor e intentando ver adónde vamos.

En sus cascos, la baliza —un tono musical bajo y continuo— se perdía o incrementaba su volumen dependiendo de si seguían el camino o no. Pero ya se habían encontrado con dos murallas rotas lo suficientemente altas y largas como para obligarles a apartarse del trayecto, y luego habían tenido que dar vueltas siguiendo círculos y arcos nerviosos hasta encontrar de nuevo la baliza a su máxima melodía. Había dado con una barricada venida abajo en el extenso vacío, proyectando extrañas sombras dobles y azuladas bajo el resplandor rojizo del sol anular de fuego. Tiadba dijo que era mejor no trepar e investigar y los otros estuvieron de acuerdo: la curiosidad fue la primera emoción en desaparecer tras el primer kilómetro. Así que las habían rodeado.

Ahora le preocupaba que estuviesen perdiendo las ganas de seguir. Agitándose entre extremos de exaltación y temor en un periodo breve de tiempo… muy desagradable. Y por el momento no habían encontrado nada especialmente temible o aterrador, que era justo lo que les habían adiestrado para esperar.

—Creo que me estoy acostumbrando —dijo Macht, pero no sonaba convencido—. En serio —añadió—. Vamos, Nico. Sigamos.

—Avanzaremos algunos kilómetros más —dijo Tiadba. Se puso a tragar dolorosamente.
¡Nos envenenan!
Aun así, estaba segura de que nada penetraba la armadura. ¡El equipo de los Alzados debía ser al menos así de bueno!

Pero el Caos cambia continuamente. ¿Cómo podrían saber qué tipo de armadura fabricar?

Miró directamente a Khren. Él no sentía los mismos síntomas. Ni tampoco los demás. Cada uno reaccionaba a su modo.

Nico se colocó de espaldas, pero siguió con los ojos cerrados.

—¿Por qué seguimos atrapados aquí si todo es tan diferente? ¿Por qué no cambiamos las reglas, nos elevamos y nos vamos flotando?

Tiadba sintió de pronto una forma de amor y sus ojos se llenaron de lágrimas. Era justo el tipo de pregunta que plantearía Jebrassy.

—Se llama gravedad —dijo Khren—. Está por todas partes… incluso aquí. Pahtun nos lo dijo, ¿recuerdas?

—Sí, ¿y dónde está
él
ahora? —preguntó Macht tenebroso—. Ni siquiera sé qué es la gravedad. La gravedad
o
la luz.

—La luz es lo que nos permite ver —dijo Shewel, repitiendo lo que les habían enseñado. No era precisamente el alumno más brillante del grupo, pero lo que aprendía lo recordaba con todo detalle—. La gravedad es lo que nos mantiene pegados al suelo.

—¿No te aburres ahí abajo? —le preguntó Denbord a Nico. Khren y Macht extendieron las manos para agarrarle y levantarle. Se alzó sobre piernas endebles, brazos extendidos para mantener el equilibrio.

—Volvamos. Creo que podremos llegar.

Macht salió de la hondonada.

—Tiadba, eres la líder. Haznos avanzar.

Tiadba miró confusa a su alrededor. Intentó sentir la presencia de su visitante… cualquier otra voz aconsejando, una que no fuese la suya, tan confundida. Pero la visitante no decía nada. Y ya era incapaz de imaginar lo que Jebrassy podría haberle dicho.

A continuación se oyó hablar. No eran buenas palabras, sino palabras que surgían de un nudo furioso situado en el centro de su pecho, sobre el estómago, bajo los pulmones: podía palpar la ardiente decepción.

—No sé cómo creíamos que sería. ¿Queréis dar la vuelta y volver? ¿Cuántos de vosotros creéis que la ciudad aguantará mucho más tiempo?

—Yo no —dijo Nico—. Vi a esa cosa llevarse a Mash. No quiero volver. Aquí…

—Aquí podemos verlo venir —dijo Tiadba—. En los Niveles moriríamos mientras dormimos. O algo peor.

69

El almacén verde

Las mujeres del grupo de lectura ocupaban sillas alrededor de la estufa de hierro. Se les habían unido, con bastante incomodidad para todos, Glaucous y Daniel. Glaucous aceptó el exilio a la esquina, donde se sentó sobre una caja, como una de las gárgolas de piedra de Oxford.

Ginny permanecía apartada de todos, y lejos de la puerta sur de la estancia, con la vista hacia abajo, preparándose para otra experiencia terrible.

—Mnemosina es especial y siempre difícil —dijo Bidewell—. Antes de verla se requiere cierta preparación mental. Espero que hayas tenido tiempo de pensar en lo que hablamos.

—¿Es una persona o una cosa? —preguntó Jack.

—Nada de eso. ¿Qué edad tiene el universo, Jack?

—Miles de millones de años, supongo. Eso me han dicho.

Agazutta había empezado a sufrir ataques de estremecimientos y sollozos, y ahora se llevó la mano frente a la boca.

Miriam y Ellen se encontraban a ambos lados, agarrándole con fuerza los hombros.

—¿Y qué edad crees

que tiene? —preguntó Bidewell.

—Bien, nací hace veinticuatro años —dijo Jack con expresión cautelosa—. Es la edad que tiene para mí.

—El comienzo de una buena respuesta. Pero no vamos a penetrar en el solipsismo. Yo no lo aprobaría y, lo que es más importante, Mnemosina no lo aprobaría. Responde mejor a cierto nivel de, digamos,
escepticismo
con respecto al orden enseñado de las cosas. ¿Qué edad creen que tienen los átomos y moléculas que comes y respiras, que forman tu cuerpo e impulsan las corrientes de tu mente, tu ingenio?

—Igual que el universo —dijo Jack con más certidumbre.

—Un error habitual. No toda la materia nació con el comienzo. Todavía se está formando, y seguirá formándose materia nueva durante mucho tiempo, si no nos enfrentásemos a Término, evidentemente.

—Evidentemente —dijo Miriam.

—Pero eso no importa. En ciertas regiones del espacio y el tiempo, se supone que han aparecido instantáneamente galaxias enteras, incluyendo cientos de miles de millones de soles ardientes, planetas formados, civilizaciones vivas y atareadas. Pero sus historias no han venido con ellos. Por tanto la reconciliación se convierte en una tarea épica.

Jack miró para comprobar si Bidewell bromeaba. Los realces de la cara marcada del anciano pardeaban bajo la cálida luz del fuego, pero no mostraba humor. En todo caso, parecía somnoliento, repitiendo cansadamente algo evidente y bien sabido.

—¿Aparecieron de la nada? —preguntó Jack.

Ginny reunió valor suficiente para decir.

—No parece posible.

Bidewell se encogió de hombros.

—En verdad, la creación espontánea habitualmente ofrece unidades más pequeñas: partículas, átomos, moléculas en profusión. Admito que es difícil concebir galaxias virtuales. Pero no son menos reales. Una vez que una partícula u objeto ha sido creado,
siempre ha estado presente
. Establece conexiones con todas las partículas con las que ha interaccionado, y esas conexiones, esa conectividad, debe establecerse, digamos, después de producirse. Literalmente —Bidewell sonrió— hay que cuadrar los libros.

—¿Qué hay de nosotros? —preguntó Ginny con atrevimiento inesperado—. Seres humanos. Perros. Gatos. Es decir, ¿quién se encarga de toda la gente en las calles? —Miró directamente a Daniel y luego a Glaucous, oculto entre las sombras.

Bidewell alzó un hombro.

—¿Cómo sabría alguien si yo ahora mismo hubiese surgido de la nada? —preguntó Jack.

—En general, no se puede —dijo Bidewell—. Mnemosina es la fuerza que impide que todo acabe en la perdición y la contradicción. Se ocupa de su trabajo y lo hace bien.

Jack silbó.

—Toda una dama.

Ni siquiera esa falta de seriedad incordió al anciano.

—Te caerá bien —dijo Bidewell—. Pero no es ninguna dama.

—Eso suena a la forma incorrecta de hacer las cosas —dijo Ginny.

—Quizá, pero el resultado es un cosmos de riqueza y complejidad infinitas. Por esa razón, hablando lógicamente, el universo no posee un verdadero comienzo cronológico, del que fluyen todas las cosas. Todo momento, hasta el final de la creación, es en algún lugar una especie de comienzo.

—¿Qué hay de eso que he oído mencionar, el big bang? —preguntó Jack.

—No os pido que creáis. Pronto comprenderéis la verdad, mis palabras son simple preparación. Los rayos de luz, ya sabéis, deben establecerse en movimiento, ya entrelazados, para completar la imagen que todo observador ve o verá a partir de ese momento… y antes. La onda de reconciliación retrocede en el tiempo y luego vuelve a avanzar hacia delante; pulso tras pulso, hasta que el refinamiento queda completo.

—Suena complicado —dijo Jack.

Ginny miró a los altos estantes llenos de libros, las cajas abiertas cuyo contenido se había dispuesto sobre la enorme mesa en el centro de la biblioteca de alto techo.

—Dijiste que algunos de los libros que buscabas eran extraños, imposibles, porque no tienen historias. Eso debe ser porque jamás se reconciliaron, ni siquiera antes… de lo que está sucediendo fuera.

—Correcto —dijo Bidewell.

—Y eso implica que Mnemosina… bien, está distraída o algo le ha incrementado la carga de trabajo. O… está enferma. Quizá moribunda.

—Más cerca todavía —dijo Bidewell.

—Libros, galaxias… ¿Qué más? —preguntó Ginny.

De pronto Jack recordó la gigantesca tijereta que había creído ver escabullándose entre los almacenes.

—¿Animales extraños?

Daniel se mostró simultáneamente astuto y somnoliento:

—¿Qué te hace decirlo?

—Los he visto —dijo Jack—. Por lo menos uno.

—Oh, vaya —dijo Bidewell, cruzando las manos—. Sí, son señales.

—En ocasiones los sueños surgen de la nada —dijo Ginny—.
¿Son
señales?

—Mnemosina puede reconciliarlo todo en todas partes, excepto en los corazones y las mentes de los observadores. Tiene prohibido ese territorio, pero los observadores mueren y sus recuerdos mueren con ellos, excepto por las leyendas, los mitos de orígenes, cómo eran las cosas antes de que la creación se volviese inmensa y complicada. Esas historias se transmiten por la palabra y los sueños, y permanecen a pesar de los grandes esfuerzos de Mnemosina. Por esa razón, a Mnemosina rara vez le preocupan los sueños.

—¿Cuándo le preocupan? —preguntó Daniel.

—Cuando se vuelven reales —dijo Bidewell.

70

El Caos

—¿Qué son? —preguntó Denbord. Se arrodillo en la cresta de una vasta ondulación en el mar de piedra y miró abajo. Los otros hicieron lo mismo.

En la depresión de ondas rocosas congeladas, tan lejos como podían ver con esa luz sucia y rojiza, había filas tras filas de formas cilíndricas aproximadamente en paralelo junto a sus oscuros soportes, como travesaños rotos de una escalera caída.

—No parecen tan grandes —dijo Nico.

—Lo suficientemente grandes —dijo Shewel.

Perf adoptó la voz de un profesor.

—Es difícil estimar tamaños y distancias… pero si bajásemos, apuesto a que seríamos diminutos.

Tiadba intentó recordar la descripción de Sangmer que lo había leído a los progenies, para distraerles de la larga marcha, los breves descansos, el esfuerzo de mantenerse en la línea de la baliza. Fuesen lo que fuesen esas cosas, bloqueaban el camino que les dibujaba la baliza.

—Son botes —concluyó—. Como en el nauvarquia.

—No tienen velas —comentó Denbord.

—No les harían falta. Son botes espaciales. Viajan por el espacio… o viajaban, cuando había espacio por el que viajar.

Los demás comprendieron lentamente.

—Botes estelares —dijo Perf—. Cuando había estrellas.

Hasta ahora, el camino había sido continuo aunque extraño, atravesando un paisaje gris monótono, salpicado de diminutos poros que emitían glóbulos verdes y pulsantes cuando los progenies se aproximaban, para luego ocultarse de nuevo en la roca.

A su alrededor, la roca sudaba… la roca rezumaba luz.

Tiadba miró a ambos lados de la cresta, luego a la depresión.

—No hay forma de evitar el paso —dijo.

—¿Y si ruedan sobre nosotros? —preguntó Shewel.

Denbord se llevó los dedos al visor.

—Rápido y fácil —dijo.

—¿Y si los Silentes están ahí abajo?

—Nadie los ha visto —dijo Nico—. Nadie sabe qué son o qué aspecto tienen. Quizá ya no estén. Y la armadura no ha dicho nada. Debemos estar haciéndolo bien.

—Al menos no hemos tropezado con una senda —dijo Perf.

—Eso es algo que casi me gustaría ver… o a un Silente —dijo Denbord—. Sólo para saber qué son… qué esperar o qué evitar.

Como Nico había dicho, los trajes habían permanecido prácticamente tranquilos. En una ocasión a Perf se le advirtió que no diese una patada a unas bolas relucientes.

Tiadba miró al otro lado de la depresión, la cresta opuesta, aparentemente a tres o cinco kilómetros de distancia. Iba incrementándose la claridad de la distancia entre las crestas… algo de lo que ya se había dado cuenta antes: que la luz en ocasiones, impredeciblemente, se podía volver más intensa, más coherente, permitiéndoles ver a más distancia.

Perversamente, cuando más abajo estaban, más lejos podían ver. Aparentemente en esta parte del Caos la luz subía y superaba los obstáculos, para luego curvarse hacia ellos: un efecto que se encontraba entre los más inquietantes que habían presenciado después de atravesar la zona de las mentiras. Desde el fondo del valle podría ser que pudiesen ver el Caos durante cientos o miles de kilómetros. Si las distancias todavía tenían sentido, si todavía importaban.

Nico se situó junto a Tiadba, aunque no precisaban estar cerca para oírse.

—¿Qué haremos?

—Bajar y cruzar —dijo.

—¿No podemos explorar? —preguntó Perf—. Me gustaría ver el interior de un bote estelar.

Macht se había movido a la izquierda. Ahora volvió al grupo.

—Deben ser antiguos —dijo—. Hay miles.

—Si las armaduras no nos lo impiden, echaremos un vistazo —dijo Tiadba.

Se dispusieron según un arco optimizado, para permitir que los cascos pudiesen procesar un ángulo más amplio. Ahora mismo su visión era casi demasiado cristalina. Más allá de la depresión, sobre los travesaños caídos de botes espaciales, Tiadba vio el perfil de edificios al menos tan grandes como los biones que habían dejado atrás: agrestes y en ruinas, delimitados en los bordes por un fuego verdoso que parpadeaba como si siguiese ardiendo.

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