—Está lleno de basura, ¿no?
—Lo he limpiado.
El luchó por calmar la voz y recuperar la compostura.
—Podría ser interesante… pero ¿por qué es tan importante?
—La gran pantalla está rota —dijo Tiadba—. Pero hay una pantalla
pequeña
. Allá arriba podemos conectarnos a un catálogo de los espectáculos que solían mostrar en los Diurnos. He visto algunos. Creo que cuentan una historia. No la nuestra, no exactamente. La historia de los que estuvieron aquí antes de nosotros.
—Sigo sin ver cómo podría ayudar a los exploradores.
—¿No sientes curiosidad, sólo un poco? ¿Ver cosas que ningún progenie ha visto, ni nadie más, desde hace millones de vigilias? ¿Descubrir cómo es que llegamos a estar aquí y… quizá… por qué? Somos tan ignorantes —suspiró—. Y eso…
—Y eso es lo tercero que tenemos en común —dijo Jebrassy—. También deberías saber que soy impulsivo. Algunos dicen que soy estúpido, pero simplemente soy terco. Y me preocupo demasiado.
—Cuatro, cinco y…
—¿Seis cosas que tenemos en común? —concluyó él.
Tiadba se envaró, algo más alta que Jebrassy, lo que solía ser habitual entre la progenie antigua.
—Si los guardianes nos encuentran o descubren lo que sabemos, creo que nos detendrán. Nos entregarán a los Alzados. ¿Comprendes?
Él asintió.
—Entonces, ven conmigo. Hace un tiempo se desmoronó una parte de la vieja galena, junto al proscenio.
Jebrassy le siguió durante unos cincuenta metros y la siguió a un pozo oscuro formado por las paredes de una cámara que había perdido el techo. Una pequeña trampilla se abría en la base del proscenio, todavía parcialmente bloqueada.
—¿Te asustan los lugares cerrados? —preguntó Tiadba mientras retiraba algunas piedras y ladrillos.
—No lo creo —dijo Jebrassy—. Siempre que haya una salida.
—Bien, hay un túnel. Se extiende bastante por debajo de la pantalla, y hay un pozo estrecho que sube. Creo que cerca hay un ascensor… pero no funciona. Para llegar hasta arriba, tendremos que subir por una diminuta espiral formada por un montón de escalones diminutos.
—Muéstramelo —dijo Jebrassy.
Rebosante de alegría, Tiadba le tomó la mano y tiró de él.
Seattle
Ginny había seguido la música durante kilómetros y ahora, habiendo terminado su larga marcha, contemplaba con asombro lo que había encontrado: una enorme pancarta, pintada con las letras rojas y negras del circo, anunciando LE BOULEVARD DU CRIME.
El aire se llenó de una colisión de sonidos —chifonías, caliopes, guitarras eléctricas, flautas, trombones y trompetas—, un ruido chirriante pero melodioso que ascendía triunfante para reflejarse en las nubes del cielo iluminado por las estrellas.
Una enorme sonrisa le cruzó la cara sonrosada.
—¡Eh, bonita! —le gritó un payaso azul y carmesí que mantenía en equilibrio un nimbo enorme de pelo blanco—. ¡Únete al Espectáculo Busker! ¡Estamos locos de atar, garantizado! ¡Somos mejor que la Feria, ni siquiera estamos allí!
El payaso traía un mono con sonrisa que era todo dientes y que caminaba con zancos de un metro de largo con ansiosa delicadeza.
El Espectáculo Busker ocupaba varios largos acres de hierba y gravilla que miraban a las relucientes aguas obsidiana de Elliot Bay, marcados al norte por un enorme elevador de grano, flanqueados por el lado de tierra por edificios de apartamentos grises y marrones, y cerrados al sur por un jardín de esculturas —ahora cerrado— y un descampado lleno de una colección variopinta de coches aparcados. Tiendas rojas y amarillas se agitaban bajo una brisa ligera. Cerca del aparcamiento se apiñaban los camiones de comida y las caravanas.
Una línea ondulada y serpenteante de pistas de actuación, de todos los tamaños, se abría paso entre los camiones de comida y el elevador de grano, cada uno marcada claramente: THÉÁTRE-LYRIQUE, CIRQUE OLYMPIQUE, FOLIES DRAMATIQUE, FUNAMBULES, THÉÁTRE DES PYGMÉS, THÉÁTRE PATRIOTIQUE, DÉLASSEMENTS COMIQUES, y demás, perdiéndose a la vista.
Ginny nunca había visto a tantos
artistas
—payasos, músicos, acróbatas, magos y, por supuesto, mimos— y deseaba reír y llorar simultáneamente. Se parecía mucho a la niñez que no podía recordar, pero a la que ansiaba tan desesperadamente regresar.
Mientras Jack iba por el camino de bicicletas, buscando rostros familiares, girando confiadamente la rueda delantera para mantener un lento equilibrio, vio un círculo de práctica, y en el círculo: Flashgirl, el Lagarto Azul, Joe-Jim y otros viejos amigos que calentaban esperando su actuación en las pistas.
Cientos de visitantes se movían en grupos, riendo, aplaudiendo, sorprendiéndose, lanzando billetes y cambio a las cajas y los sombreros. Parecía una noche tin-paf para sus amigos y colegas. Los buskers llamaban «tin-paf» a un buen espectáculo: el sonido de las monedas cayendo sobre un buen montón de billetes.
En la primera pista, T-square —vestido con llamativos leotardos rojos— dispuso tres barriles y una rampa circular al estilo de una montaña rusa para su uniciclo. En la cabeza llevaba una T-square de azul chillón sobresaliendo de unas gafas con alas tachonadas con piedras de imitación. Durante su actuación, no dijo nada, limitándose a ejecutar las acrobacias en el uniciclo y a moverse a través de los brillantes y sorprendentes destellos de fuego de los barriles. Jack sabía algo que los panolis desconocían: pronto T-square se prendería fuego al sombrero y necesitaría la ayuda de una compinche… su hija, una inteligente y ágil niña de nueve años que lo apagaría con un chorro de espuma salido de un recipiente cromado.
Al no precisar de pista, Sonámbulo el Dormitado ejecutaba una serie de sorprendentes trucos de naipes. Luego adoptó una pose congelada, apoyándose en un viento imaginario con el pañuelo volando y el sombrero a punto de saltar de la cabeza… reposando la mejilla sobre las manos entrelazadas y roncando a la espera del comienzo de la siguiente actuación.
Le guiñó un ojo al pasar Jack. Éste le saludó.
Flashgirl no empleaba fuego, pero en su mono amarillo y naranja, con semblante bochornoso y charla furiosa y superfeminista, todo en ella era inflamable. Su actuación estaba compuesta por ilusiones de malabarismos, con cuchillos y bastones, bailes frenéticos, e insultos verbales contra el público masculino, a cuyas actitudes sexistas hacía responsable de los fallos de su magia. Casi todos reían; era buena. En ninguna ocasión Jack había visto a Flashgirl enfurecer a un miembro del público. Aun así, a los cuarenta y cinco años empezaba a perder vitalidad. Por la caída de sus hombros y las sutiles pausas en el baile, pensó que su adicción de toda la vida al tabaco podría estar pasándole factura.
Aun así, los artistas de la calle trabajaban estuviesen enfermos o estuviesen bien. Y esperaba que lo de Flashgirl no fuese más que un resfriado.
Jack sabía dónde dar con la zona de artistas: al final de un sendero corto que llegaba hasta un pequeño remolque camerino, separado del resto por estacas y cintas. La sombra lunar del enorme elevador de grano dominaba este extremo del parque, y aquí, medio bajo la sombra lunar, Joe-Jim estaba sentado sobre un enorme cubo blanco, comiendo un combinado de frutas servido en un plato de plástico. Vio a Jack y durante un momento le miró inexpresivo.
No se acuerda
.
Luego pareció conectar —como un interruptor en la cabeza— y Joe-Jim agitó el tenedor.
—¡Hermano Jack, de vuelta al redil! —gritó, lanzado trocitos de naranja.
—¿Con quién hablo esta noche? —preguntó Jack, dando la mano con estilo busker, con un entrechocar de palmas y un gesto de agarre con tres dedos.
—Esta noche somos Jim. Joe está de vacaciones en Chicago. Volverá en una semana. Me llama todos los días para ver cómo van las cosas.
La rutina de Joe-Jim era ejecutar acrobacias con un compañero invisible: a todos los efectos, mimo en medio del aire, y en el mejor de los casos, anonadaba al público. Sólo tenía algunos años más que Jack, pero parecía mayor, y también parecía que no había estado comiendo muy bien. Tenía los ojos hundidos, los pómulos anchos eran de un amarillo oscuro, y tenía las mejillas y la barbilla cubiertas por una barba de dos días.
Una de las muñecas estaba bien protegida por una tirita sucia. Un corte lateral, supuso Jack… no un intento serio.
—¿Por qué no participas? —preguntó Joe-Jim. Insistía en que lo llamasen por ambos nombres, independientemente de quién estuviese presente en realidad. Muy pocas personas del público sabrían que independientemente de qué personaje representase, Jim o Joe, en un día concreto, el allí presente era la mitad de una verdadera personalidad dividida.
—Las ratas se pusieron en huelga —dijo Jack.
—Las ratas y yo empezamos a sentir los años —dijo Joe-Jim—. No son buenos tiempos. —El eterno pesimista, Joe-Jim, sacó un paquete de cigarrillos y se echó uno a la palma—. Mantiene lejos a los demonios —dijo, y lo encendió bizqueando.
—Hablando de demonios —dijo Jack—. ¿Has visto alguno recientemente?
—No más de lo habitual —Joe-Jim giró otro cubo, invitando a Jack a sentarse. El mimo-acróbata había sufrido muchas cosas: robos, corazones rotos, semanas y meses ingresado. Jack sospechaba que como mucho le quedaba un año o dos antes de que la calle y la pobreza y los demonios le robasen lo que le quedaba de salud. Ser artista de la calle era una vida dura.
—¿Alguna vez actúas vacío? —preguntó Jack—. ¿Momentos en los que Jim y Joe estén ambos ausentes?
Joe-Jim lanzó un poco de humo.
—No podría actuar con
dos
tipos invisibles. ¿Por qué?
—Sólo preguntaba —dijo Jack.
—No, pero me incordia cuando nos peleamos. No puedo hacer que el tipo invisible ejecute su parte —sonrió sibilino—. Vas a decir que me he adaptado bastante bien.
—Te has adaptado bastante bien.
—Ciertamente así
lo
creo. Nunca podría trabajar en un cubículo, con mis compañeros preguntándose quién iría a trabajar ese día. —Tiró a la hierba el cigarrillo medio fumado y lo aplastó con la zapatilla. Sus rasgos se endurecieron—. Cabeza arriba. Ahí llega la sombra que camina como un hombre.
Una anatomía alta y escuálida vestida con un sombrero de copa y ropas formales —el traje se dividía a partes iguales en negro y blanco de abajo arriba, el negro adornado con un esqueleto azul metálico— se les acercaba, con un paso que recordaba al zombi de Fred Astaire. Tenía el rostro blanco y los ojos rodeados de negro, y radiaba una melancolía mortal.
Pasó de Joe-Jim y se dirigió a Jack con ansiosa precisión.
—Atrás, Sepulcher —dijo Jack, alzando los puños.
Joe-Jim apartó la vista.
Sepulcher clavó en Jack sus ojos afilados y profundos… hambrientos, pero no de comida.
—¿Cómo está tu padre, Jeremy? —preguntó con una voz tan resonante y perdida como la de un toro en una cueva.
—Sigue muerto —dijo Jack. Se había cambiado de nombre hacía años… todos lo sabían.
—Lo había olvidado —dijo Sepulcher—. Siempre está bien olvidar lo desagradable. Luego, te vi y todo regresó.
Sepulcher nunca parecía atraer a mucho público o ganar mucho dinero. Algunos habían elucubrado con que se trataba de un excéntrico millonario con una actuación realmente penosa, consistente en permanecer inmóvil durante horas en una esquina, siguiendo con los ojos a la gente al pasar, y en ocasiones lanzando un silbido musical y lastimero.
Algunos artistas —los personajes de un grupo habitualmente bueno— eran definitivamente inquietantes.
El verdadero nombre de Sepulcher era Nathan Silverstein.
—Trabajé con tu padre, Jack —dijo. Era cierto. El padre de Jack y Silverstein habían formado pareja cómica quince años antes.
—Lo recuerdo —dijo Jack. Se volvió para despedirse de Joe-Jim, pero Sepulcher le agarró los hombros con dedos afilados y huesudos.
—Yo no quería venir aquí —gruñó Sepulcher. Chupó las mejillas y dejó caer las líneas de la frente—. Esta gente me
odia
.
—Me pregunto por qué —dijo Jack.
—Pero tú, joven hijo de un viejo amigo,
tú
tienes algo que preciso.
Jack bajó la vista.
—Suéltame o te rompo el brazo.
Sepulcher le soltó, pero flexionó sus dedos pintados de blanco. El índice y el pulgar formaron un espacio como de siete centímetros.
—De este tamaño. Oscura, marcada, reluciente. Quemada por el tiempo. Una piedra negra y retorcida con un ojo rojo.
Ellos
quieren que la encuentre.
Jack miró fijamente al hombre apretando los dientes.
—Para pagar una deuda —añadió Sepulcher—. La tienes, sé que es así.
Jack negó con la cabeza.
—No la he visto, Nathan —dijo. Y era cierto, en cierta forma.
Su padre y Sepulcher se habían separado tras unos meses, a pesar de atraer buenas multitudes en los pequeños teatros de comedia del Medio Oeste. En aquella época Sepulcher era diferente, pero a Jack nunca le había caído bien.
—Esa piedra… —Sepulcher pareció incapaz de concluir la frase. Jack sabía que tendría que irse o habría un altercado… Así que le dijo adiós a Joe-Jim, para luego, esquivando abiertamente a Sepulcher, correr hasta la bicicleta.
Sepulcher le miró con convicción desamparada; Jack podía sentir los ojos del hombre como agujas en el cuello.
—¡Esa piedra era
mía
, Jack! ¡Tu padre me la robó! ¡Desde entonces mi vida ha sido un desastre!
Habían llegado otros artistas callejeros. Lentamente, deliberadamente, rodearon a Sepulcher, susurrándole, convenciéndole, animándole tranquilamente a que siguiese adelante.
Jack pedaleó al sur.
La noche se malograba.
Ginny caminaba borracha de felicidad. Siempre le habían encantado los circos, las representaciones callejeras, los magos… siempre había querido celebrar su cumpleaños en un gran jardín, con trovadores, perros bailarines y malabaristas, y casi podía creerlo, aquí está, aquí estoy, bajo las estrellas… mi momento mágico.
Aquí estoy, al fin completa y feliz.
Y luego vio al joven compacto en la bicicleta, en dirección sur sobre el sendero de asfalto, mirando por encima del hombro. Delgado pero con buena forma física, antebrazos musculosos marcados bajo la camisa a rayas de manga corta, pelo negro ondulado, penetrantes ojos oscuros, sin mostrar miedo, sino cansancio.