Jebrassy medio tropezó con un jarro vacío.
—¿Hay alguna otra cosa que valga la pena hacer? —preguntó, apoyándose.
—Tenemos tres cosas en común. La primera es que cuando soñamos, nos descarriamos.
No podría haberle tomado más por sorpresa… o haberse acercado más al punto de hacerle daño. Jebrassy sólo le había contado lo de descarriarse a Khren, su mejor amigo. Plegó la frente por desánimo, luego vergüenza e inquietud genuinas, al mirar por encima del hombro, parpadeó mientras las multitudes entraban charlando en las rampas y salían del campo.
—Estoy borracho —dijo—. Ni siquiera deberíamos estar hablando. —Se echó a caminar, pero ella le agarró el brazo y le detuvo.
—No me has dejado terminar. Quiero abandonar el Kalpa. Tú también.
Él la miró con asombro borracho.
—¿Quién te lo ha contado?
—¿Importa?
Él sonrió. Prácticamente la miró con lascivia. Después de todo podría acabar siendo una buena velada… jóvenes impetuosos, solos para decidir. La expresión de la fulgente no cambió, excepto que agitó las pestañas con desagrado.
Sorprendido, Jebrassy preguntó:
—¿Cuál es la tercera?
—Si quieres saberlo —le respondió ella, con ojos centelleantes bajo el final de la entreluz— reúnete conmigo en los Diurnos justo antes del siguiente sueño. Me llamo Tiadba.
A continuación se dio la vuelta y corrió hacia las rampas y el puente… más rápido de lo que podía correr él, borracho como estaba.
A medida que la luz decaía y las sombras se oscurecían, Ghentun ordenó sus notas —las guardaba en una bolsa junto a un librito verde— y recorrió los pisos inferiores del primer bloque isla.
Moviéndose todavía invisible de un nicho a otro, escribió en Purotexto con un dedo flor que invocó con punta de plata suave, sintiendo afecto y tristeza al monitorizar la generación más reciente de progenies a ser entregados.
La mente de Ghentun vagó sola. Antes de convertirse en Custodio, había sido estudiante de la historia de la ciudad… y, como todos los historiadores en el Kalpa, eso significaba que sabía muy poco sobre muchas cosas. Lo que sabía —pero no había visto nunca— se iniciaba con una capa de lisa oscuridad total, salpicada de billones de estrellas: la Brillantez. Ahora algo menos que un recuerdo y algo más que un sueño.
Durante sus primeros cien mil millones de años, el cosmos se expandió hasta que su estructura se estiró quedando diluido, abriendo vacíos donde la dimensión tenía un sentido nuevo o no lo tenía. Las galaxias se distorsionaron, ardieron o se apagaron.
El espacio en sí envejecía, se desintegraba… algunos creían que moría.
Durante mucho tiempo después de la Diáspora que había lanzado a los humanos a los confines del universo, sobrevivieron en las últimas islas restringidas de soles artificiales, rodeados por una ausencia inmensa y creciente. Esa situación se convirtió en el statu quo. El universo temprano se consideraba febril y sórdido, anormal.
La Era de la Oscuridad acabó adoptando el manto digno de una madurez tranquila y menguante… controlada por una gerontocracia de inmortales, convencida de su sabiduría insuperable.
Sin embargo, para unos pocos, esas islas dispersas en una oscuridad abisal no eran suficiente. Una minoría —que no estaba cuerda pero que tampoco sufría de una complacencia mortal— manifestaba la voluntad de viajar, de dejar atrás el calor y la luz de las estrellas restantes. Se les negó, o peor aún, fueron superados, aplastados, casi exterminados. Un puñado logró escapar, para sacrificar todo lo que sabían y para realizar las adaptaciones necesarias para sobrevivir en las últimas fronteras del cosmos: los desiertos despedazados, eriales desmoronados, gastados, rechazados y deshilachados en un radio de trescientos mil años luz.
Ahí fuera, en la Oscuridad Extrema, para asombro de la gerontocracia, proliferaron nuevas tecnologías. Atrevidos exploradores descubrieron cómo aprovechar las antes mortales vetas y fisuras, extrayendo grandes cantidades de energía y sustento de lo que la mayoría había considerado un desierto estéril y deteriorado.
Esos pocos y últimos pioneros hicieron algo más que sobrevivir. Personas ingeniosas, aprendieron a vivir, a prosperar y a multiplicarse como nunca antes. Obteniendo poder, eliminaron o absorbieron a sus opresores.
Levantaron incontables imperios.
A la Era de la Oscuridad le siguió el Bilenio: el periodo más excelso de crecimiento y conocimiento en los registros humanos. Ceros apilados sobre ceros. Las historias se formaban y se perdían como infinitas velas apagándose. Toda la alteridad se unió y toda la vida, humana o no, fue aceptada y mejorada, redefiniendo la idea misma de humanidad y llevando a un triunfo tras otro, a un renacimiento tras otro renacimiento.
No importaba que el universo estuviese debilitándose y fuese cada vez más diluido. En sus estertores prolongados, alimentaba generosamente a sus jóvenes… hasta que los descendientes de la humanidad que habían llegado más lejos encontraron la primera prueba del Tifón.
Llevó mil millones de años obtener una prueba concluyente de la existencia del Tifón… unos rápidos millones de años para analizarlo y comprenderlo vagamente. Al ejemplo de su misma perversidad, generó toda una cornucopia de nuevas matemáticas y ciencias… y nuevas formas de enloquecer.
Nunca se había observado algo parecido al Tifón. No era ni un lugar ni una cosa. El Tifón se extendía atacando viejos universos. Algunos dijeron que era una patología, una infección, un parásito… una membrana de cambio agresivamente violenta. Otros decían que era una creación más joven, indisciplinada, que se infiltraba en las ruinas de la vieja.
Allí donde el Tifón crecía reinaba algo peor que el silencio. Los nudos de este universo se deshacían: las geodésicas fallaban, las líneas de visión lograban terminaciones fractales, la información se la tragaban múltiples variedades de singularidad: colapsos, parones, finavolones, contraceptos, giropliegues, enigmacronos, aflicciones fermiónicas…
Y crecía más rápido de lo que podía comunicar cualquier señal, destrozando la vieja matriz, devorando la estructura descompuesta, creando regiones que no eran de oscuridad —que al menos eran familiares para todos— sino de desgobierno inconsciente y sin ley.
Se decía que allí podía suceder cualquier cosa. Quizá siendo más precisos, se informaba que allí sucedía
todo
.
Eso, ni siquiera los más duros y tercos hijos de la Tierra —la última oleada de la Diáspora— lo podían tolerar. Contra esto no podían luchar. La mayoría sucumbió.
La inmensidad inconcebible de su reducción desafiaba a cualquier medida histórica. Los supervivientes que todavía valoraban sus orígenes terrestres se retiraron finalmente al antiguo sistema natal, donde la humanidad —sus descendientes, híbridos y múltiples aliados— ahora ocupaba acobardada la superficie de la vieja Tierra, viviendo bajo la luz decreciente de un sol reavivado y rodeados por los últimos planetas moribundos.
Los que se habían transformado en nuevas formas de masa y energía se vieron obligados a vivir juntos, en circunstancias reducidas. Siguieron tiempos difíciles… miles de siglos de violencia sin sentido: las Guerras de Masa.
En el exterior, el Tifón rugía… y ganaba.
En cierta forma, el último capítulo del Kalpa se había iniciado más de un millón de años antes, cuando los Príncipes de Ciudad de las doce ciudades de la Tierra habían pedido a Sangmer el Peregrino que encontrase y trajese a un antiguo ciudadano llamado Polybiblios de las regiones del Shen… seres que afirmaban no haber compartido nunca ningún antepasado con nada que fuese ni remotamente humano. Sangmer atravesó los últimos senderos de cosmos libre hasta los sesenta soles del Shen, encontró a Polybiblios viviendo y trabajando en el más majestuoso de los Mundos Collar y le llevó de vuelta a los eriales amenazados, con los conocimientos que había ganado tras su largo estudio con los Shen.
Sangmer trajo a la Tierra a un ser de lo más inusual, llamada Ishanaxade. Algunos decían que Ishanaxade era la última de su gente, rescatada y protegida por el Shen, dejada a su propia evolución durante algunos millones de años y a la que luego Polybiblios había dado nueva forma. Todas las leyendas de esa época —y variaban considerablemente— estaban de acuerdo en que Polybiblios adoptó a Ishanaxade, llamándola su hija, y que en el viaje de regreso, o poco después, se prometió en matrimonio con Sangmer, quien había sido generosamente recompensado por su peligroso y raudo viaje.
En el camino de regreso de Sangmer, los últimos de los mundos antiguos conocieron su final. El Caos consumió los sesenta mundos del Shen, un destino que ellos mismos parecían dispuestos a aceptar.
Los Príncipes de Ciudad se arriesgaron, haciendo que Polybiblios participase en su círculo de gobierno, pero las ciudades de la Tierra estaban desesperadas, viendo como sol tras sol desaparecía para ser transformado. Tenían la esperanza de que Polybiblios, con sus conocimientos Shen, pudiese mantener a raya al Caos… y a su regreso efectivamente diseñó la suspensión que durante tanto tiempo protegió al sol y los planetas.
Los Shen le habían enseñado bien.
Todos los humanos supervivientes le debían a Polybiblios no sólo su supervivencia, sino también su cordura. Pero ningún humano podía conocer los límites de su invención. ¿Cuándo había aprendido al otro lado de ese cielo moribundo…?
La suspensión bloqueó el desgobierno tifoniano… pero sólo dentro de una zona achatada que llegaba hasta poco después de la crujiente bola gris de piedra y hielo que una vez había sido Neptuno. Más allá de la suspensión, la luz se detenía como si estuviese pegada a una página, la materia se disolvía como la sangre en el agua.
La Tierra, poco más que cenizas frías, se consideraba ahora —tenía que serlo— suficiente. No se recuperarían los perdidos años luz. Así terminó el dominio de los seres vivos y pensantes sobre el cosmos.
Algunos la llamaron la edad dorada final; la larga arrogancia de la vida había sido finalmente atenuada por lo incomprensible.
Pocos años después, el Caos atravesó la suspensión y absorbió el sol y los otros mundos, para luego amenazar las últimas doce ciudades de la Tierra. Contrajeron la suspensión, extremadamente debilitada, casi destruida. Pero incluso entonces las Guerras de Masa siguieron. Los Príncipes de Ciudad —todos ellos Eidolones noöticos— forzaron la conversión de todas menos una de las ciudades. Los que no estaban de acuerdo huyeron mil quinientos kilómetros a través de desierto plomizo hasta Nataraja.
Tanto la historia como las leyendas no eran muy claras sobre lo sucedido después. Algunos hechos eran aceptados por todos, aunque la secuencia era muy vaga:
Casi todos, excepto Restauradores y Modeladores —los ingenieros y clases bajas del Kalpa— estaban formados de masa noötica, mucho más conveniente, fiable y potente. Pero Polybiblios seguía siendo primordial. Para comprenderle y controlarle mejor, los Príncipes de Ciudad le obligaron también a convertirse, haciéndole un Gran Eidolon como ellos mismos, lo que debieron considerar un tremendo honor. A cambio, los Príncipes de Ciudad juraron no interferir con sus extrañas investigaciones inspiradas por los Shen. Pero la conversión no hizo que Polybiblios resultase más manejable o atento a sus preocupaciones. Al contrario, se volvió más distante y apartado, hablando sólo con Ishanaxade empleando sus nuevas partes Eidolon: angelines y personificaciones.
Se trasladó a la torre que se alzaba ciento cincuenta kilómetros sobre el primer bión del Kalpa y siguió trabajando.
Con el tiempo se le conoció como el Bibliotecario.
Pronto el Bibliotecario especificó que una nueva clase —o clase baja— de ciudadano debía formarse con materia primordial, un capricho que se asumió que debía tener implicaciones tanto filosóficas como personales. Ahora los Príncipes de Ciudad controlaban por completo el suministro terrestre de esa materia antigua: la última del universo. Habitualmente liberaban el suministro en pequeñas cantidades para reponer a los pocos Restauradores y Modeladores que les servían, y para los intercambios rituales entre Eidolones. De alguna forma, el Bibliotecario les convenció para que le permitiesen controlar un suministro mucho mayor.
Sin explicar sus intenciones, el Bibliotecario y su hija iniciaron los primeros prototipos de antiguos humanos. Como las historias de la antigua Brillantez se habían perdido hacía tiempo, sus diseños eran, como mucho, producto de las conjeturas. Algunos fragmentos de datos antiguos sugerían que los primeros humanos no podían vivir sin estar rodeados de insectos saltarines y voladores… y por tanto, también se diseñaron y se incorporaron insectos y artrópodos.
Ishanaxade supervisó la apertura de los niveles inferiores del primer bión del Kalpa y la recolocación de los cimientos de soporte que dividían los antiguos canales de drenaje, creando tres islas. Tras completar los bloques vacíos y el paisaje de los prados primitivos pero extrañamente atractivos —cubiertos por un cielo falso que dividía el tiempo entre brillo y oscuridad, vigilia y sueño—, una asignación de materia primordial pasó de las reservas de los Príncipes de Ciudad. Los primeros de la progenie antigua iniciaron sus vidas ocultas.
Pero los planes del Bibliotecario fueron interrumpidos.
El Caos volvió a atacar. Diez de las últimas ciudades de la Tierra fueron consumidas… transformadas, utilizadas, torturadas. Incluso ahora sus antiguos ciudadanos frecuentaban los vastos desiertos rotos, parodias y juguetes del Tifón… monstruos inconcebibles incluso para un Eidolon.
Sólo quedaron el Kalpa y Nataraja. Y las comunicaciones entre las dos ciudades se interrumpieron.
El Astyanax del Kalpa, el último de los Príncipes de Ciudad, perdió la poca fe que le quedaba en su salvador de antaño. Ishanaxade fue exiliada —o abandonó Kalpa para ir a Nataraja—, aunque nadie sabía por qué y ni siquiera nadie sabía si Nataraja todavía sobrevivía.
Desde la Torre, Sangmer examinó la nueva configuración de la Tierra… y atravesó el Caos recién llegado para ir en busca de su esposa. No se le volvió a ver.
Entonces estalló un conflicto horrible. Algunos creían que el Bibliotecario había lanzado su furia contra el Astyanax por haber expulsado a su hija. Redujo la energía de la suspensión. Cuatro de los siete biones del Kalpa cayeron ante el Tifón. Por su parte, el Astyanax esterilizó los Niveles y terminó con la primera población de progenie antigua, la que Ishanaxade había criado y educado.