—La sama dice que significa «Mala vista» —dijo Tiadba—. Te hace preguntarte qué hay ahí fuera. —Le miró a la cara.
—Si sales en la próxima marcha… ¿Yo iría contigo?
—Yo no escojo quién va y quién no.
—Esa sama… ¿ella decide?
—Nos comunica las decisiones.
Se frotó la cara con las manos y agitó la cabeza, superado.
—Juegan con nosotros. Ningún Alzado confiaría hasta ese punto en los progenies. Tengo que pensar —dijo Jebrassy—. Puedes volver a tu nicho.
—No puedo dejarte aquí. Esperan en el paso elevado.
—¿Quiénes?
—Algunos miembros del equipo. Ahora que lo sabes, no puedes limitarte a regresar y contárselo a los demás. No podríamos arriesgarnos.
Jebrassy empezaba a experimentar el mismo pánico que había sentido en el estrecho pozo de escalones en espiral.
—Tú eres el cebo. Yo soy el tonto. Me matarán si no coopero.
Tiadba se mostró sinceramente conmocionada.
—Los progenies no se
matan
unos a otros.
—Excepto por accidente… quizás en una pequeña guerra. Qué desafortunado. Por eso me escogió tu sama, porque soy atrevido, imprudente, alguien que tiene posibilidades de morir o desaparecer… como ese pobre tonto de ahí abajo.
¿Él
fue tu anterior candidato? ¿Qué hizo mal?
—Estás siendo horrible —dijo ella.
—Pienso en voz alta.
—Vamos a pasar juntos mucho tiempo —dijo Tiadba en voz baja—. El equipo exige que cada participante tenga un compañero. ¿No lo sientes? Ya somos compañeros.
—Lo que yo siento no está tan definido. Algo va mal, eso es lo que estoy sintiendo.
Tiadba agitó el brazo en dirección a los Diurnos.
—¿Quién puede estar seguro de nada? ¿Y si se nos lleva una intrusión? ¿Y si se detiene el tiempo?
—No creo… no creo que pudiésemos llegar a sentir —dijo Jebrassy, pero sintió un estremecimiento ante esa posibilidad… y lo que comportase al otro lado del límite de su memoria.
Las cosas que podrían… que
saldrían
mal incluso si jamás se aventuraban al Caos.
Cada día, la memoria de Daniel perdía algo de color y profundidad, hasta el punto de que pensar en lo sucedido antes se convertía en algo similar a un negativo desvaído o una impresión sobre la arena húmeda. Charles Granger —todos sus hábitos e instintos más fundamentales y el dolor omnipresente— ganaba fuerza, una marea continua contra el intruso varado en la playa.
Daniel abrió la caja de cartón de Granger y sacó el rotulador, el lápiz romo y varias hojas de papel. Dispuso las hojas sobre el suelo de madera deformada, evitando los puntos húmedos, y las examinó con ojo crítico. Estaban cubiertas de texto —en su mayoría, texto demencial, símbolos dispuestos sin sentido aparente, filas de palabras repetidas con una letra modificada en cada palabra— y números, muchos números.
Charles Granger era un poeta ocasional, pero también había sido un pensador y un lógico… era posible que incluso fuese un matemático. Además, sus garabatos poseían un orden extraño, aunque Daniel era incapaz de reconstruir ese orden.
Las piedras sabían escogerlos. Y cuándo exigir un cambio… quizá.
Daniel le dio la vuelta a las hojas. Algunas estaban en blanco. Había llegado el momento de reconstruir su vida y sus ideas antes del último salto. Podía registrarla en los espacios vacíos que quedaban entre los desvaríos de Granger.
Qué apropiado
.
Pero hacer que este cerebro, este cuerpo, levantase el lápiz y trabajase con él era mucho más difícil que encontrar un hueco entre las líneas de Granger. Fuera lo que fuese aquello que Granger había estado intentando, la tarea —el problema— le había superado por completo. Había estado maduro para ser reemplazado, pero también demasiado maduro para que valiese la pena reemplazarlo.
Daniel sonrió sombrío, pero no mostró los dientes.
Aun así, en la oscuridad húmeda, con la vela sobre la repisa de la chimenea y otra vela en el suelo metida en un bote de mermelada, iluminando un círculo de páginas esparcidas…
Daniel se puso a escribir. La letra forzada se fue suavizando gradualmente, pareciéndose más a la suya. Había un límite a lo que podía controlar y reformar en el tiempo que quedaba.
El tiempo de Granger y el tiempo que le quedase a este mundo.
Frunció el ceño por la concentración mientras escribía:
Espacio granular. Énfasis de la localidad
.
Y luego una serie de ecuaciones. Después de todo, no era tan diferente de los garabatos de Granger; después de leer a Richard Feynman, Daniel había pillado el truco de crear su propia notación matemática. Nadie conocería el significado de los símbolos.
Todos los destinos se han vuelto locales.
El espaciotiempo se ha estado rompiendo y desarticulando. El universo está siendo digerido, cuajando como la leche estropeada con suero desagradable y podrido entre geodésicas acortadas, atascándose. Cuerdas (¿cordones?) y fundamentales. La luz atraviesa las membranas, igual que la gravedad, pero los objetos materiales no pueden pasar.
Todavía no.
Eso es lo que veo.
Escribió tres ecuaciones más, largas y carentes de elegancia, llenas de lagunas conceptuales. Intentar cuantificar y formalizar esas ideas, intentar darles consistencia, utilidad, para realizar predicciones, era más difícil. Incluso disfrutando de buena salud la tarea le había resultado casi imposible. Se le cansaba la mano, le dolía la cabeza. Le dolía el estómago.
Precisaba reconstruir lo que había escrito antes de que llegase la pesadilla. Había ciertas teorías que quedaban más allá del alcance de sus ecuaciones, que todavía no eran cuantificables; pero por esa misma razón, a su modo eran más verdaderas. Más útiles.
El mapa no es el territorio
.
Rápidamente, luchando contra la letra menuda de Granger, Daniel logró recordar y registrar lo siguiente:
Fundamental: las líneas de mundo pueden juntarse para formar fundamentales más grandes. Por debajo del fundamental están las líneas componente, que la observación puede elevar a fundamentales; y por debajo, los armónicos y poliarmónicos, que en circunstancias normales desafían a la observación pero que ganan importancia en el multiverso en descomposición. Habitualmente accedes a los armónicos y poliarmónicos durante estados meditativos, imaginativos o de sueño… pero habitualmente no se elevan para absorber nuestra línea fundamental de progreso.
Sin embargo, contribuyen. Rellenan las sumadoras. Todas las historias, todas las cosas.
Los Observadores Fundamentales surgieron en el multiverso primitivo para corregir y apuntalar los resultados más eficientes de la historia sumada, para refinar la naturaleza autopropagadora del multiverso y crear simplicidad lógica.
Son «inteligentes» de una forma nada egoísta, pero ya que no crean, limitándose a justificar y refinar, no se les puede considerar dioses.
Observadores Fundamentales como Mnemos…
De pronto sus pensamientos se pusieron a hervir y salieron en forma de vapor de un cráter lleno de dolor y nerviosismo. Dejó caer el lápiz y golpeó el suelo con el puño, hasta que el dolor volvió a pasar. Había estado intentando recordar un nombre, aparentemente algo relacionado con la memoria… No era un dios.
Una musa.
Luchó por recuperar el lápiz y obligó a los dedos temblorosos a garabatear algunas palabras más antes de perderlas definitivamente:
Historia sumada.
Líneas, cordones, trenzas, cables, fundamentales…
Destinos.
Todos los posibles caminos que puede tomar una partícula —o un humano— un número infinito, dispersos por todo el espacio y el tiempo, intensos donde son más probables; todos, al final, colapsando en un único camino energéticamente eficiente, la línea de mundo más completa y simple.
Ya no. La eficiencia está vuelta del revés.
Las reglas se han roto.
Alzó la vista. Tenía labios y mandíbulas abiertos a pesar de mostrar los dientes podridos. Ya no podía comprender lo que acababa de escribir. Tenía que actuar con rapidez.
Tenía que encontrar una fibra más afortunada, donde Granger viviese una existencia mejor y más saludable. Durante días Daniel se había sentido renuente a siquiera intentarlo… se había acobardado ante un recuerdo onírico de pérdida y horror infinitos, recordando sólo vagamente lo que le había impulsado a abandonar inicialmente su yo, su hogar… lo que le había hecho salir volando como una gaviota huyendo de un huracán.
El crepúsculo cayó sobre la calle Cuarenta y cinco mientras él avanzaba en dirección oeste hacia la luz que se perdía, marchando hacia el origen de las largas sombras, con la cabeza todavía dándole vueltas. Se detuvo en la última librería de segunda mano de la zona —había investigado todas las demás hasta el agotamiento— y ahora, frente a la fachada, ante el último escaparate, polvoriento y desorganizado.
Guiándose por el dolor de sus tripas, atravesó la puerta e hizo sonar la campanilla.
La propietaria, una mujer pequeña y regordeta de pelo blanco y rostro redondeado —como una abuelita formada por manzanas secas— se levantó de su asiento y se acercó hasta la caja de vidrio que a la altura de la cintura hacía de mostrador, asegurándose de que él supiese que le vigilaba. El gato de la librería —naranja y gordo— le miró desde su cama junto a la caja registradora y se estiró.
La caja registradora ocupaba un lugar al final de la caja, donde los libros valiosos —más valiosos que las novelas románticas de lomo roto y los best-sellers que formaban el comercio habitual de la tienda— estaban dispuestos orgullosamente: un volumen de los viajes de Richard Halliburton; misterios de Nancy Drew, con cubierta; una Biblia Oxford encuadernada con cuero raspado.
La mirada de Daniel se desplazó lentamente al último volumen de la caja, relegado al extremo derecho del estante: un libro de gran tamaño. El título y el autor, en letras rojas gastadas, era casi invisible, pero entrecerró los ojos y leyó:
Críptidos y sus descubridores
, de David Bandle.
Respiró profundamente y cerró los ojos. Casi podía ver el libro a través de los párpados, reluciendo como un carbón al rojo. Inclinándose, tocó el vidrio con dedos sucios.
—¿Cuánto vale ése? —preguntó.
—No regateo —dijo la abuelita de manzanas, todavía suspicaz. No se movió para abrir la caja—. ¿Tiene dinero?
Lo tenía, nueve dólares tras estar de pie en la autopista hasta tener la espalda como un nudo, las piernas insensibles y la cabeza como un montón de lodo. El aliento le olía a gases de escape.
—Algo. Espero que no sea muy caro.
—Es una primera edición —afirmó la abuelita de manzanas, sus ojos como pedernales azules.
—¿Cuánto? —insistió Daniel.
—Probablemente demasiado.
—¿Podría mirarlo… por favor?
La dueña arrugó la nariz, se encogió de hombros, levantó el chal del hombro y deslizó la tapa posterior del expositor. Inclinándose mientras emitía un quejido expresivo, sacó el libro y se enderezó, reteniéndolo contra su pecho.
Daniel nunca había visto un volumen Blande tan pesado. El estrato gris de fotografías era tan grueso como un dedo.
Quitándose las gafas, la mujer abrió la tapa con dedos secos y regordetes.
—Quince dólares —dijo.
—Tengo nueve. Pagaré nueve.
—No regateo —le repitió sorbiendo la nariz.
Con los labios apretados, Daniel le dedicó a la mujer una sonrisa de disculpa.
—Está lleno de polvo. Parece que lleva un tiempo aquí.
La mujer miró la fecha escrita a lápiz bajo el precio. Algo cedió; perdió algo de rigidez.
—
¿De verdad
quiere este libro?
Él asintió.
—Libro favorito de la infancia. Me recuerda días mejores.
—Este libro lleva exactamente tres años en mi expositor especial —dijo—. Está cubierto de polvo, pero nunca he visto otro ejemplar. Se lo dejaré por quince.
—Nueve es todo lo que tengo —dijo Daniel—. En serio.
La mujer se inclinó hacia atrás. Sus ojos se convirtieron en ranuras.
—Eres el tipo que pide cerca de la autopista, ¿no?
Daba la impresión de que todo el mundo conocía a Charles Granger. Daniel sonrió ampliamente, mostrando todos sus dientes —desiguales, marrones y rotos— y tosió soltando un pestazo.
El momento de compasión de la propietaria desapareció al instante, pero para sacarle de allí le vendió el libro. Y sólo le costó todo el dinero que tenía en este mundo.
De regreso a la casa oscura, llevó el libro al salón, donde se sentó con un gemido de la silla rota, todos los huesos chirriando, y examinó el lomo. Qué edición tan gruesa, más grande con diferencia que cualquiera que hubiese poseído antes. Estar sentado era demasiado doloroso, así que se tendió en el suelo para leer a la luz de la vela; luego se apoyó en codos y rodillas, y, finalmente, se sentó en una esquina sobre un cojín, meciéndose.
Ahora tenía
el
libro, repleto de detalles —hinchado, pensó al pasar las páginas— que podía examinar tomándose su tiempo, si se atrevía. Si quedaba tiempo. En cierta forma era un avance, si saber de malas noticias,
muy
malas noticias, podía considerarse un avance.
Y las noticias eran efectivamente horribles. Pulgas de tres centímetros de largo. Mamíferos prehistóricos encontrados en Nueva Guinea. Auténticas heces de Bigfoot y auténtico pelo de Bigfoot encontrados en Canadá y analizado: prueba de ADN de que el viejo caballero existía realmente, una lejana rama de la humanidad.
Examinó el índice.
Pesadilla volante en Pine Barrens, Nueva Jersey; envergadura de alas de dos metros, especie desconocida, quizá libélula.
Jardín del Edén en Nueva Guinea; descubiertas trescientas especies nuevas, quince especies nuevas de lémures, incluyendo un lémur planeador del tamaño de un puño.
Verdaderas ratas gigantes, con más de cincuenta kilos de peso, en Borneo.
Cráneo de Gigantopitecus encontrado en los fondos de un museo de Viena; gorila de tres metros de alto. ¿Avistado un ejemplar vivo en Camboya?
Se encuentran peces con pelo y folículos similares a los de los mamíferos.
Homo floriensis, pariente humano de un metro de alto; usaba fuego y herramientas. Cazaba elefantes pigmeo empleando flechas diminutas.
Cangrejos con rostro humano en Tailandia y Sri Lanka. La parte superior de las conchas muestra un parecido asombroso con las víctimas de ahogamiento.
Himenópteros: las abejas aprenden a usar lenguaje de signos en sus danzas.
Se encuentra en México un murciélago del tamaño de un águila.
Se descubre en Kua-Nyu, Laos, una especie de ratas ardillas extinguida hace once millones de años.
Ranas Corán, pantanos iraquíes, croan «Dios es grande» en árabe, con suras abreviadas legibles en las marcas de la piel dorsal.
Escorpiones marinos (euriptéridos) encontrados en Madagascar; longitud, tres metros; supuestamente extinto desde hace cientos de millones de años, el mayor invertebrado que ha existido nunca. Los nativos valoran su carne, dulce y olorosa; afirman haberlos cazado «El comienzo de los tiempos».