Ginny cerró el libro, frunciendo el ceño con ganas. Ya está. Ya se había hartado de Bidewell y sus vaguedades.
Haciendo caso omiso a su miedo, retiró las barras de hierro, abrió el cierre y tiró de la puerta de la zona de carga. El aire nocturno era frío y húmedo y olía un poco a vapores de tubo de escape. Después de las seis muy pocos coches pasaban por ahí. La lluvia había pasado varias horas antes y ahora el ciclo nocturno, todavía iluminado por la última luz de la tarde, estaba despejado y era de un azul intenso.
Ginny salió a la rampa y miró hacia arriba con ojos ansiosos y agradecidos, como si pudiese plegar y guardar todo el cielo, tenerlo siempre consigo… no había ni un libro a la vista. En ninguna parte.
Examinó las sombras del pequeño aparcamiento vacío. No miraba nadie. Con rigidez, sin estar segura de lo que haría, recorrió la rampa como una marioneta hasta la puerta abierta, inclinando la cabeza para mirar hacia arriba, mirar atrás.
Un poco más, un par de metros…
Hora de recuperar fuerzas, la decisión… para hacer lo que había nacido para hacer. Había perdido por completo la confianza en su capacidad para caminar entre gotas de lluvia. ¿Por qué había venido aquí originalmente? La clínica… la doctora… no podía pensar con claridad, le zumbaban los oídos, y sentía como si el corazón le fuese a estallar en el pecho.
Nunca se rinden, ya lo sabes. Una vez que haces esa llamada, están siempre a la espera
.
Dijo en voz baja:
—Me gustaría poder irme volando.
Ellos
me retienen aquí.
Tú me retienes aquí
.
—¡No tienes más que caminar!
En la esquina, más allá de la larga y oscura pared del almacén, un semáforo se puso verde, amarillo, rojo y luego verde de nuevo. El cielo se oscureció. Las calles estaban desiertas.
El aire olía a fresco y vacío.
Por primera vez en dos semanas, buscó una rama lateral más afortunada… envió por delante sus antenas etéreas buscando la paralela más cercana y segura, una corriente más fresca y fría.
Algo interrumpió su concentración. Miró abajo.
Minimus
se le metió entre las piernas, moviendo la cola como un dedo suave entre las pantorrillas. El gato miró al otro lado de la calle y luego le golpeó el tobillo.
El hombre delgado de los dólares de plata, la mujer fumadora. ¿Siguen ahí?
—No sabes nada —dijo Ginny—.
¿Nunca
quieres salir?
El gato la golpeó de nuevo. Las cosas no estaban tan mal… eran amigos. ¿No habían compartido ratones? ¿No tenía ella todas esas cajas, elegantemente marcadas, de libros para investigar?
Ginny abrió la puerta y salió.
Las antenas río arriba informaron: no quedarán corrientes frescas, no para ella, ni para nadie. Tenía que permanecer en este islote de paz o enfrentarse de nuevo a esa cosa horrible, giratoria, devoradora, imposiblemente blanca, imposiblemente
mujer
a la que la pareja había intentado entregarla. Con las lágrimas corriéndole por la cara, Ginny se volvió para entrar. Luego oyó música a kilómetros de distancia, que fluía lentamente al sur con la brisa.
Ven y juega
.
Sus dedos soltaron la puerta. Un paso más y se encontró en medio de la acera, con los brazos extendidos como alas. La puerta tocó la cerradura. La puerta se atrancó.
Minimus se quedó al otro lado del alambre.
Fuera quien fuese Ginny, fuese lo que fuese,
éste
era el acto que siempre la había definido: salir, irse, pasar a un sendero diferente, independientemente del peligro.
El gato la miró con profundos ojos redondeados.
—No tardaré mucho —dijo Ginny—. Cuéntaselo al señor Bidewell… —Y luego, enrojecida, riéndose de semejante tontería, se limpió las lágrimas y corrió al norte, siguiendo la música más tenue y atrayente que hubiese oído nunca.
Bidewell tenía un viejo catre encajado en una esquina de su biblioteca privada. La chica había pasado de su consejo. Ahora a él sólo le quedaba esperar. Ella era mucho más importante, mucho más poderosa, que él; a su modo, quizá Ginny ya fuese el igual de lo que quedaba de Mnemosina.
Cerró los ojos.
Lo más cercano al amor que hubiese conocido nunca; esta búsqueda de pruebas de lo inefable, el rastro de la madre de todas las musas, la que reconciliaba; la que mantenía el universo en forma. Ahora siendo ahogada lentamente, desvaneciéndose, incapaz de cumplir con sus funciones.
Perseguida por entre los eones por una sombra odiosa.
Bidewell se dedicó a sus preparativos rituales para el sueño, estirándose todo lo que le permitían sus viejos músculos, restallando articulaciones en columna, hombros, caderas, con satisfacción adusta, luego tendiéndose lentamente, esperando a que sus dolores negociasen entre ellos y se asentaran por voluntad propia.
Un rozamiento furioso, una refriega, interrumpió sus reflexiones. Entre miaus y siseos le llegaron un rechinar, un resonar y varios gorjeos claros. Un gato perseguía una presa entre las cajas; no era un pájaro, eso seguro, a menos que tuviese alas de plástico.
Minimus
apareció en lo alto de una caja elevada contra la pared exterior oscura y saltó para atrapar algo del trabajo de una de las cajas de lápices de Bidewell; algo que intentó huir y no lo consiguió.
Tanto gato como presa cayeron, con un golpe, tras las cajas. Invariablemente al triunfo le seguía la entrega. Tras la entrega debía producirse la celebración, la recompensa, un tentempié. Tal era su acuerdo, gato a hombre, hombre a gato. Bidewell se levantó para recuperar la caja de aperitivos que tenía en un estante alto, lejos de las cajas. Había aprendido esa lección tras tener que limpiar después de tener un gato empachado. A
Minimus
, independientemente de sus grandes cualidades, le encantaba tragar. Sin embargo, no se comía jamás nada que cazase.
Pasaron algunos minutos. Bidewell se sentó en una pequeña mesa reservada para la lectura agradable durante noches insomnes y encendió la vieja lámpara de metal. Aquí tenía una edición compacta de
El destino de la carne
de Butler, que, con su rechazo severo de lo banal, le resultaba más que adecuado. Por supuesto, este volumen gastado tenía un par de capítulos finales que no aparecían en ninguna otra edición.
Justo cuando Bidewell se sentaba,
Minimus
surgió de la oscuridad y saltó sobre la mesa llevando en la boca una criatura reluciente y enjoyada. El anciano tomó aliento y echó la silla atrás. El gato le dedicó una mirada de soslayo, dejó caer la presa y se sentó.
La criatura —como un insecto, aunque de veinticinco centímetros de largo y demasiadas patas— estaba completamente inmóvil por la conmoción. Lentamente flexionó su largo cuerpo y agitó un par de élitros del color de la del roble oscuro y barnizado. Sobre los élitros —parte de su diseño natural— el insecto exhibía una única marca de color marfil, como un símbolo, o una letra en un alfabeto que Bidewell no conocía. Inclinó su enorme cabeza, como la de una cigarra, y sus ojos compuestos destellaron con brillantes realces azules.
Minimus
no le había provocado ningún daño visible, pero se movía con debilidad. Dócil incluso sufriendo, acumuló energía suficiente para llegar al borde de la mesa, donde se detuvo como un juguete inteligente, volvió a girar la cabeza y emitió un ruidito.
Observado de cerca por hombre y gato, se volvió y se acercó a una fila muy junta de cajas, fabricadas con madera de boj, de lápices, decoradas con grandes jeroglíficos egipcios.
Minimus
se lamió la pata.
El insecto se arrastró hasta el estuche más cercano, donde, con un siseo, adoptó una posición de conformidad o éxito… y se quedó inmóvil.
El insecto estaba muerto.
El gato perdió el interés y saltó al suelo.
Asombrado, Bidewell usó un dedo huesudo para seguir el símbolo blanco.
—No es de ningún tiempo que conozca —dijo.
Sus textos, cientos de miles, actuaban como una especie de lente, enfocando lo improbable y recuperando lo de no muy lejos, quizás, esas cosas que sólo serían probables tras una mayor distancia de tiempo. Una totalidad que ahora se deterioraba, desmoronándose en secciones, revolviendo y mezclando historias de forma alarmante. Si no se hacía nada, el futuro gotearía en el presente como la leche de una botella rota.
En días o semanas podrían alcanzar el fin de la escasa reserva de tiempo y luego: confusión, pesadilla, bucles de repetición; el final sorprendente, restos impredecibles de falsa oportunidad y esperanza.
Término
.
Quizás ahora él se encontrase en uno de esos bucles. Pero la aparición de la muchacha —la joven caprichosa, una compañía temperamental— demostraba que no era así. Todavía había una oportunidad, una posibilidad de impedir lo inevitable.
Ella volvería. Las piedras se reunirían.
Llevaba toda su vida anticipando y preparándose para esta ocasión. Sentía miedo… claro. Y una forma de alegría. Había tareas inmediatas y reales… conexiones a establecer, equipos que reunir, niños que proteger… benditos niños. Llegarían a él como una nueva familia para reemplazar a la antigua, los que habían fracasado o habían desaparecido… niños que eran ahora como flores de primavera, ¡y tan improbables! Mejores con diferencia que cualquier volumen de texto desviado.
Y por supuesto, los depredadores también estaban aquí.
Los Niveles
Jebrassy sintió algo de lamento al atravesar el puente sobre el canal de drenaje para llegar a las largas carreteras. Tener tiempo para sí, tiempo para pensar, era como salir de un nicho agobiante y atestado.
Más allá del final del puente, en los prados en barbecho, dos pequeños guardianes estaban parados, las alas plegadas, examinando algo en el suelo. Jebrassy se rascó el lateral de su cabeza y miró de lado. Una cortina de neblina pálida rodeaba lo que fuese que llamase su atención. Rara vez veía en los Niveles a ese estilo de guardián —relucientes y pequeños cuerpos dorados— y ellos jamás interaccionaban con progenies.
Pero sabía lo que investigaban: los restos dejados por una intrusión. Quería virar de lado, pero en su lugar atravesó la neblina… intentando entrever a lo medio imaginado, las cambiantes figuras, los amos invisibles de los Niveles: Los Alzados. Jebrassy sintió una punzada de vergüenza. Él no era nada para ellos, menos que un pede para el granjero que lo cargaba con paquetes y cestos para el mercado. Los profesores sólo enseñaban lo que los Alzados querían que enseñasen, no lo que ellos precisaban saber. ¡Cómo los odiaba!
Había una vieja sama en el mercado; ya la había visitado en una ocasión, simplemente para expresar sus preguntas: ¿por qué el tiempo en los Niveles, el ciclo de sueño y vigilia, variaba tanto? ¿Qué había más allá de los Niveles, si algo había, y por qué los exploradores no regresaban nunca? Preguntas a las que nunca respondían los profesores.
¿Por qué estoy descarnándome?
La sama no contaba nada a nadie más… al contrario que Khren.
Se hacía tarde, le dijo; no tenía mucho tiempo. No le dijo su nombre; las samas nunca decían sus nombres, cambiando a menudo entre islas y pisos de los Niveles, sus nichos en lugares desconocidos e imposibles de encontrar. Nadie les pagaba, ejecutaban su labor a cambio de la comida que quedaba en el mercado, diciendo la buenaventura, dirigiendo oraciones, tratando pequeñas heridas; los guardianes se ocupaban de las importantes. En general iban muy mal vestidas, a menudo sucias y apestosas, y esta vieja mujer no era una excepción.
Cerró las mantas alrededor de su estrecho puesto del mercado —las consultas con las samas siempre se producían en cuclillas, con mantas colgadas para bloquear la luz y las miradas inquisitivas— para luego apartar su cuenco sucio, sentarse en el suelo frente a Jebrassy y lanzar un delgado bastón reluciente en el suelo que había entre los dos. El bastón iluminó su rostro marrón e hizo que sus experimentados ojos negros reluciesen como trozos de cristal.
Las preguntas de la mujer, como siempre, fueron directas.
—¿Tu patrocinador te dio la patada porque te crees un guerrero que tiene a gamberros por compañía, o porque te descarrías?
Jebrassy se inclinó y extendió los dedos sobre el suelo. Las samas podían preguntar lo que quisiesen; no se les
aplicaban
las expectativas habituales.
—No son mis verdaderos patrocinadores. Mer y per fueron tomados.
—¿Tomados, cómo?
—Llegó una pesadilla —era un eufemismo; a Jebrassy le dio vergüenza emplearlo.
La sama no dio ninguna muestra de comprender; su trabajo no consistía en comprender. ¿Quién podía comprender lo que sucedía durante una intrusión?
—Qué triste —dijo la mujer.
—Los nuevos me patrocinaron durante unos cientos de vigilias. Luego se cansaron de mí —dijo Jebrassy.
—¿Por qué?
—Mi tosquedad. Mi curiosidad.
—¿Dónde duermes?
—En ocasiones bajo un puente. A veces me oculto en los racimos junto a las paredes del canal de drenaje.
—¿El viejo vecindario Webla? ¿En lo alto de los falsos libros?
—Cerca. Muchos nichos vacíos. A veces me quedo con un amigo. —Se tocó la rodilla—. Encuentro refugio.
—¿Alguien ha hablado con tu visitante, el otro?
Jebrassy alzó un dedo: sí.
—A veces mi amigo me habla de él.
—Pero tú no recuerdas lo que se dice.
Dos dedos en un círculo: no.
—¿Conoces a otros que se descarríen?
Flexionó el ceño.
—Quizás. Una fulgente. Sólo la vi una vez. Ella… ella quiere que nos reunamos más tarde. No sé por qué. —Jebrassy dejó que la idea colgase entre ellos.
—¿No tienes valor?
—Soy un guerrero, un vagabundo, no tengo familia.
La sama aulló por lo bajo su diversión.
—No comprendes a las fulgentes, ¿verdad?
Él la miró con furia.
—Dices que no eres digno. Pero no porque te descarríes. Entonces, ¿por qué?
—Quiero saber cosas. Antes, si no podía unirme a una marcha, pensaba que podría luchar contra los Alzados y escapar de los Niveles.
—¡Ah! ¿Alguna vez ves a los Alzados?
—No —dijo—. Pero sé que están ahí.
—¿Crees que eres especial por querer escapar?
—No me importa ser especial o no.
—¿Crees que esta fulgente es estúpida? —preguntó la sama. Ella no se había movido desde que se había sentado y se había puesto a hablar, pero a él le dolían las rodillas.