Los Niveles
El pasaje se había pensado para alguien más pequeño que Jebrassy o Tiadba. En su momento, los círculos verdes espaciados cada pocos metros debieron de ofrecer iluminación, pero ya no ofrecían ni la luz más débil.
Agachados, luego a cuatro patas, se arrastraron por la oscuridad del túnel frío y húmedo, sin tener nada visible al frente y detrás sólo un punto oscuro cada vez más diminuto. Tras un tiempo más largo del que Jebrassy podía tener en cuenta, todavía seguían sin haber llegado al pozo vertical.
Tiadba dijo:
—¿No odias cómo cambia el tiempo? Un día, es corto; al día siguiente, es largo. Me hace sentir que nos hemos estado arrastrando desde que nacimos. Incluso aquí. ¿Crees que en los Diurnos…?
—¿Cuánto tiempo duró para ti la última vez?
—No lo sé —dijo resoplando—. Espera. Creo que está justo delante. —Avanzó con rapidez y luego él pudo ver el perfil de sus piernas y pies cuando Tiadba se levantó—. Ven. Aquí empiezan los escalones.
La luz era débil; venía desde muy alto, supuso.
—Esto nos lleva a… ¿cómo lo llamaste?
—El Valeria —dijo ella—. No sé de dónde vienen esos nombres. No suenan a habla de progenie, ¿no? Los escalones son diminutos. Es mejor doblarse y pegarse bien… pasa los brazos y piernas alrededor del centro de la espiral. Luego… avanza y deslízate.
Lo que resultaba más fácil para ella que para él. Otro periodo de tiempo interminable pasó con ellos,
deslizándose
y en ocasiones probando otras formas de subir, agachándose y dando pasitos… golpeándose la cabeza. Tiadba parecía estar de buen humor. Él sintió crecer su admiración, sobre todo ahora que su olor llenaba todo el espacio cerrado.
—Mira —le dijo ella. Su mano, una palidez apenas visible, rozó una larga abertura en la lisura que rodeaba la escalera—. Mira por ese hueco y dime si no es un hueco de ascensor.
Vio una especie de raíl corriendo verticalmente en un pozo paralelo, más luminoso y ancho que aquel por el que subían; pero no había señal de ningún compartimento.
—Hay tantas cosas que nos deberían llamar la atención, pero por las que no manifestamos curiosidad —dijo Tiadba desde lo alto. Su voz se alejó. Había incrementado la distancia; ella era más delgada, más alta, algo más fuerte…
—No me dejes atrás —gritó él, medio en broma.
El tiempo se alargó. Le dolía la cabeza intentando comprender cuándo había pasado. Luego se apoderó de él una especie de pánico y se apretó contra los escalones —el cilindro circundante de pared— con toda su fuerza, hasta que le restallaron las articulaciones y pudo sentir que se le magullaba la carne. Respiraba entrecortadamente y se sintió como si estuviese muerto pero todavía pudiese ver, todavía pudiese oír… sintiendo cómo se le pudría el cuerpo.
—¡Ya he llegado! —gritó Tiadba—. Apresúrate. Es pequeño, pero si nos apretamos hay sitio para dos.
Con los ojos buscando luz, Jebrassy cerró con fuerza la mandíbula y aceleró el avance. Esforzándose, pronto llegó a un corto pasillo horizontal, avanzó y atravesó otra abertura, para llegar a una cabina abierta: la media copa redondeada del Valeria.
—Cuidado… no hay mucho espacio —le dijo Tiadba.
Se puso en pie, rozándose con ella, para luego echar una lenta mirada al borde de la copa, treinta metros abajo hasta el escenario polvoriento y lleno de basura. Podía distinguir el cadáver retorcido sobre los restos. Alzando la vista con el mismo cuidado, para no marearse y caer hacia atrás, vio la última luz de vigilia del cel, aún menos convincente a esta altura.
Pensé que se pasaban toda la vida dentro de un escenario, para entretener a un público cruel y despreocupado.
Respirando profundamente, se situó junto a Tiadba y miró al asiento de control y a la consola. Sobre la consola, una pantalla de apenas dos palmos de ancho estaba fijada contra la pared, y debajo, una superficie con docenas de bultos de distintos colores.
Sobre la pantalla, seis lentes de vidrio que relucían como ojos de insecto.
El solitario asiento frente a la consola habría acomodado a un hombre de la mitad de su tamaño. Tiadba se arriesgó a caerse cuando apoyó el trasero en el borde de la copa. Los dos miraron con gran seriedad al vacío gris de la pequeña pantalla.
—Ésta tampoco funciona —dijo ella—. Me llevó un par de viajes descubrir cómo mirar en las cosas negras. Siéntate cerca y yo buscaré un catálogo. Yo sólo he visto una o dos entradas. No quería ver ninguna más sola, porque no estoy segura de cuánto van a durar estos recuerdos antiguos, los registros. Dos observadores, dos memorias… mucho mejor.
Jebrassy miró seriamente a las relucientes cuentas negras.
—Estoy mirando —dijo, colocándose medio agachado detrás de ella—. No…
Tiadba levantó la mano y le inclinó la cabeza para colocarla en el ángulo adecuado, y él dio un salto cuando las brillantes imágenes le llenaron los ojos. No podía ver nada más. El efecto fue inmediato y sorprendente: las escenas pasaban a tal velocidad que no podía darles sentido; intensas, mareantes.
—Voy a vomitar —le advirtió.
—Te acostumbrarás y también compensa el dolor de cabeza. Yo todavía estoy aprendiendo a mirar adecuadamente. Si quieres probar con los controles y bultos, adelante.
—¿Y si accidentalmente borramos el registro?
Tiadba se encogió de hombros.
—Dudo que le permitiesen a nadie tal poder.
Jebrassy se sintió interesado. Incluso por encima de la idea de abandonar el Kalpa flotaba la necesidad de saber qué era él y cuál podría ser su lugar. Nadie había sido todavía capaz de responderle, aunque desde la infancia había estado convencido de que en los lugares antiguos, en las profundidades de las paredes —incluso en ilusiones como el cel y los falsos estantes en lo alto de los bloques— había pistas.
Algo más que pistas.
La historia, completa y convincente.
Justificación de todo lo que hacía.
—Esto parece ralentizar el desfile —murmuró, dando a un hoyuelo con los dedos. Descubrió que con algo de práctica podía empujar el hoyuelo a derecha o a izquierda. Y luego se dio cuenta de que no era el dedo lo que cambiaba la velocidad, sino su forma de mirar a las apresuradas imágenes; su forma de prestar atención ahora de una forma y luego de otra. Concentración, enfoque, el movimiento de un párpado o un músculo facial. La imagen se controlaba más con la expresión que con los dedos.
El rápido desfile de imágenes se convirtió en una lentitud. Cada parte del desfile era en sí otro desfile, pero que se movía a velocidad relativamente normal; representaciones tridimensionales que de alguna forma eran todas visibles, una a través de la otra: visibles, densas, reales.
—¿Te acostumbras? —preguntó Tiadba, presionando el hombro contra el suyo.
—No —respondió, aunque sí se acostumbraba… de cierta forma—. ¿Cómo escoges?
Tiadba le explicó pacientemente lo que sabía. La combinación de la sensación flotante de otra realidad y la voz de Tiadba le resultaba hipnótica. Después de un rato Jebrassy comprendió que le fascinaban tanto los sonidos que emitía Tiadba como los panoramas a los que accedía, y después de todo no parecían ser más que visiones de lugares dentro de los Niveles, muchos de los cuales ya le eran familiares.
Todos los programas carecían de ciudadanos. Sólo mostraban lugares vacíos, espacios desiertos. El efecto resultaba fantasmal, como mirar una ciudad muerta… o visitar los Diurnos.
—La persona que controlaba este lugar era más pequeña —dijo Tiadba, y luego añadió con un susurro—: pero no se esperaba que el operador fuese más inteligente que tú o yo… o tuviese una forma muy diferente. Debían de ser personas como nosotros, pero se les permitía ver estas cosas y saber lo que les pasaba. A nosotros no se nos permite; ya no. Me pregunto por qué.
—Pero no pasa
nada
—se quejó—. No hay gente.
—Ten paciencia. Ésta no es más que una dimensión de búsqueda.
Dejó de mirar las lentes para examinar a Tiadba. Ésta no se avergonzó de la atención, pero sí le molestó, y ella le agarró la oreja corta y, delicadamente, le volvió a poner la cabeza en posición.
—Mira —dijo—. Ya hemos vuelto a los Diurnos. Ahora presta atención.
Tiadba realizó unos ajustes. Las imágenes y lugares cobraron vida súbitamente. Este extremo completo de los Niveles —los puentes, el paso elevado— estaba lleno de miles de personas vestidas como si fuesen a un festival, vestidas de forma más colorista que cualquier progenie antigua, cuyas ropas tendían hacia lo anodino.
Lo que hubiese capturado esas imágenes parecía capaz de estar simultáneamente en todas partes.
—Todos son
ricos
—dijo él.
—Acércate —le sugirió—. Mírales a la cara.
Juntos repasaron las multitudes, para luego centrarse en varios individuos. Claramente no pertenecían a la progenie antigua: no sólo eran más pequeños, sino más delgados, más delicados, con narices más largas, rasgos faciales más marcados; sobre todo barbillas y orejas, con pabellones bastante grandes, con forma de alas; la piel pálida, casi cerúlea, pero también vital. Las multitudes se comportaban coreográficamente, muy diferentes a los choques continuos, los codazos y tropezones que habría esperado de la progenie antigua.
—¿Quiénes crees que eran? —preguntó Tiadba.
—Los Alzados tuvieron otros juguetes antes de nosotros —dijo dubitativo.
Tiadba se enfureció.
—Nosotros
no
somos juguetes. Te lo aseguro —dijo—. Y ellos tampoco lo eran. —Frunció el ceño, debatiéndose para expresar la idea—. Quizá sean nuestros… —Era una idea tan vergonzosa—. ¿Cuál es la palabra? Podrían haber sido nuestros
antepasados
.
Confinados en la cabina con forma de copa, observaron las procesiones hasta que los músculos protestaron, y luego se turnaron para ponerse en pie y estirarse. Inevitablemente, eso les hizo mantener todavía más el contacto. Cada roce, sobre todo contra la piel, era eléctrico.
—No hay forma de saber nada sobre ellos —dijo Tiadba, parpadeando— a menos que aprendamos su lengua y leamos lo que escribieron.
Él volvió a apretarse contra la pared, intentando examinar a su compañera bajo la escasa luz. Tiadba tenía ahora aspecto fantasmal, el chorro de luz de la lente chocaba contra su barbilla redondeada y pómulos marcados, reluciendo en sus hermosos ojos.
—Para atravesar el límite de lo real hace falta adiestramiento y equipo —dijo Tiadba—. Ropa, máquinas, cosas que nunca hemos visto antes. No puedes limitarte a ir solo o morirás.
—¿Quién da las ropas y máquinas?
—No lo sé.
—¿Cuántas marchas ha organizado la sama?
—Tampoco lo sé.
—¿Colabora con los Alzados?
Tiadba volvió a negar.
—¿Quién será el líder y recibirá toda la gloria?
—Ninguno de nosotros lo sabe.
Jebrassy respiró profundamente. Estaba muy lejos de ser tan simple y directo como había esperado. Finalmente, se apretujó junto a ella.
—Vale —dijo—. Soy un ignorante. Lo admito. ¿Cómo se llama la sama?
Tiadba fingió concentrarse en las lentes.
—Debió de ser una celebración —comentó—. Quizá se estén preparando para enviar a sus propios exploradores. Ahora es tan diferente. Pero se ve claro: se dirigen a los canales de drenaje; los canales están limpios, no hay restos, y los muros están cubiertos de moradas. ¡Tantas personas viviendo en los Niveles! ¿Por qué cambió?
A regañadientes, Jebrassy volvió a mirar.
—Hay una puerta, que da a un ascensor… un ascensor que funciona —dijo Tiadba—. Quizá se preparen para enviar un regalo a los Alzados; ya sabes, para acelerar a los exploradores.
Jebrassy lo vio todo. Multitudes cargaban sobre los hombros con plataformas repletas de comida, jaulas llenas de insectoletras, en nada diferentes a los que los progenies seguían teniendo como mascotas. Y libros. Torpemente amplió la imagen, para ver los títulos en los lomos, pero no podía leerlos; los símbolos eran antiguos, como el de las espaldas de los insectoletras más viejos, y las palabras que formaban no tenían mayor sentido.
—Todavía hay libros así en los muros, en los niveles superiores —dijo—. No los puedes sacar.
—Lo sé —dijo Tiadba alzando una ceja con un aire de misterio.
La procesión cruzó el canal y se situó en la pared opuesta, donde se abría una enorme puerta, que por lo demás era invisible. Por allí pasaron los bienes, las ofrendas, y los libros. Tiadba agitó sus mejillas y la escena pasó a un diagrama, un dibujo tridimensional o un mapa.
Su punto de vista imposible flotaba ahora sobre lo alto del canal de drenaje, pasó a través del muro, luego al cel, siguiendo un punto reluciente sobre una línea vertical y roja —el ascensor—, elevándose cada vez más entre construcciones de deslumbrante complejidad, presumiblemente las partes superiores del Kalpa, ahora un vidrio transparente, muy por encima de las tres islas de los Niveles.
Jebrassy vio por primera vez el lugar de todos ellos en el conjunto de las cosas. Tres enormes estructuras redondeadas, como grandes jorobas lisas, colocadas una junto a la otra, la joroba central penetrando en un enclave amurallado, abierto al… Pero desde esta perspectiva no podía ver el cel. Quizás esta nueva perspectiva les
situase fuera
del Kalpa. Quizá fuera
no hubiese
un cel.
La visión se retiró aún más y se elevó. El punto viajó siguiendo la línea roja que atravesaba la parte superior redondeada de la joroba central. ¿Eso era el Kalpa o las tres jorobas en conjunto recibían el nombre de Kalpa? Comprendió lo inmenso que debía de ser el conjunto: cientos de veces más grandes que los Niveles en sí, con los Niveles por debajo de todo. Eso sí que dolía.
El punto redujo la velocidad y se detuvo en la base de una torre. El punto de vista siguió recorriendo la torre, pero el punto que indicaba los dones de los Niveles se quedó en la base.
La torre se alzaba tan por encima de los límites del Kalpa como ya habían viajado desde el nivel inferior de los Niveles. Y en lo alto: la torre terminaba en un pico abrupto y desigual, como si algo la hubiese roto por la mitad.
—La sama la llama Malregard —dijo Tiadba—. ¿Has oído hablar de la Torre Rota?
—En los cuentos para niños —dijo Jebrassy, respirando con dificultad, con los ojos llenos de lágrimas. Acababa de superar el conocimiento de cualquiera que hubiese conocido nunca, de sus patrocinadores y los patrocinadores de sus patrocinadores… hasta donde podía remontarse—. Malregard —repitió. Intentó mover el punto de vista para ver lo que rodeaba el Kalpa, supuestamente el Caos, pero sólo se veía una neblina azulada.