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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (35 page)

BOOK: La casa Rusia
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—¿Quieres decir que pretende volver? —preguntó Clive.

Esa misma noche, Ned cenó mano a mano con Barley. Esto no era todavía el informe de actuación. Era la toma de contacto. Las cintas revelan un Barley un tanto excitado y con voz ligeramente más agudo que de costumbre. Cuando yo me reuní con ellos para tomar café, estaba hablando Goethe, pero con artificial objetividad.

Goethe había envejecido, había perdido energía.

Goethe estaba realmente aterrorizado.

Goethe parecía haber dejado de beber. Estaba encontrando ánimos en algo distinto. «Debería haberle visto las manos, Harry, temblándole sobre aquel plano».

Deberías haber visto las tuyas, pensé, cuando bebías champaña en el aeropuerto.

De Katya habló solamente una vez esa noche, también de forma deliberadamente desprovista de emoción. Yo creo que estaba decidido a que supiéramos que no tenía sentimientos que controlar distintos de los nuestros. No se trataba de una argucia por parte de Barley. Con excepción de lo que nosotros le habíamos enseñado, sería incapaz de ello. Era su mismo temor a dónde podrían acabar sus sentimientos si no los mantenía unidos a nosotros.

Katya estaba más asustada por sus hijos que por ella misma, dijo, de nuevo con estudiada indiferencia. Suponía que eso les pasaba a la mayoría de las madres. Por otra parte, sus hijos eran los símbolos del mundo que deseaba salvar. Así que, en cierto sentido, lo que estaba haciendo era una especie de versión absoluta del amor materno, ¿no le parece, Nedsky?

Ned asintió. Nada más difícil que experimentar con los propios hijos, Barley, dijo.

Pero una chica maravillosa, insistió Barley, ahora con aire de protectora condescendencia. Quizá demasiado bravía también para el gusto actual de Barley, pero si a uno le gustaba que las mujeres tuviesen la fibra moral de Juana de Arco, entonces Katya era la indicada. Y era guapa. Sin discusión. Algo demasiado tosca para ser clásica, si entendíamos lo que quería decir, pero innegablemente impresionante.

No podíamos decirle que durante toda la semana habíamos estado admirando fotografías de ella, así que aceptamos su palabra.

A las once, quejándose de la diferencia horaria, Barley se derrumbó. Nos quedamos en el vestíbulo, viendo cómo se arrastraba escaleras arriba para irse a la cama.

—De todos modos, es buen material, ¿no? —preguntó, mientras se aferraba a la barandilla y nos miraba sonriente a través de sus gafitas redondas—. El nuevo cuaderno que nos ha dado. ¿Ya le han echado un vistazo?

—Los especialistas se están quemando las pestañas sobre él ahora —respondió Ned. No podía decirle que se lo estaban disputando como perros y gatos.

—Los expertos son adictos —dijo Barley, con otra sonrisa.

Pero permaneció en la escalera, balanceándose, mientras parecía buscar una línea de salida.

—Alguien debería hacer algo con estos micrófonos corporales, Nedsky. Tengo toda la maldita espalda llena de rozaduras. El próximo tipo que manden allá será mejor que tenga la piel más dura. A propósito, ¿dónde está tío Bob?

—Le manda recuerdos —dijo Ned—. Hay mucho trabajo últimamente. Espera reunirse pronto con usted.

—¿Está de caza con Walt?

—Si lo supiese, no se lo diría —respondió Ned, y todos nos echamos a reír.

Recuerdo que esa noche recibí una llamada telefónica particularmente irrelevante de Margaret, mi mujer, sobre una multa por aparcamiento prohibido que le habían puesto en Basingstoke…, a su juicio, injustamente.

—Era

sitio. Yo había puesto mi indicador, cuando aquel maldito hombrecillo con un «Jaguar» último modelo, uno blanco, de pelo negro y liso…

Me eché a reír imprudentemente y le sugerí que los «Jaguar» de pelo negro y liso no gozaban de trato especial en los parquímetros. El humor nunca fue el punto fuerte de Margaret.

A la mañana del día siguiente, domingo. Clive requirió de nuevo mi presencia, primero para sonsacarme acerca de la noche anterior y, luego, para oírme hablar clara y directamente con Johnny sobre asuntos tan esotéricos como si Barley podía legalmente ser nombrado empleado de nuestro Servicio y si, en caso afirmativo, el hecho de recibir nuestro dinero implicaba que había renunciado a ciertos derechos…, su derecho a representación legal en el supuesto de un litigio con nosotros, por ejemplo. Yo respondí en términos délficos, lo cual les fastidió, pero básicamente dije que la respuesta era «sí». Sí, había renunciado a esos derechos. O más exactamente, si, podíamos hacerle creer que lo había hecho, fuera legalmente cierto o no.

Johnny, por si no lo he mencionado ya, estaba graduado por la Facultad de Derecho de Harvard, así que, por una vez, no era necesario que Langley nos enviase un equipo de asesores legales.

Por la tarde, como Barley continuaba agitado y hacía un día soleado, nos fuimos en coche a Maidenhead y dimos un paseo por el camino de sirga que discurre junto al Támesis. Para cuando volvimos, supongo que podría decirse que Barley había evacuado ya su informe, pues, no habiéndonos sugerido ninguna pregunta nuestros analistas, y cubiertos ya por medios técnicos sus encuentros operacionales, quedaba realmente muy poco acerca de lo que informar.

¿Se sentía Barley afectado por nuestras preocupaciones? Nosotros nos mostrábamos alegres y joviales como nos era posible, pero yo no podía por menos de preguntarme si le estaría alcanzando la atmósfera de amenazador estancamiento. O quizá sus sentimientos eran una vorágine tal de confusión y anticlímax que, simplemente, nos envolvía en ellos.

El domingo por la noche cenamos juntos en Knightsbridge, y Barley mostró unos modales tan corteses y reposados que Ned decidió —como habría hecho yo— que no había peligro en enviarle de nuevo a Hampstead.

Su piso estaba en un bloque victoriano, a poca distancia de East Heath Road, y el puesto de vigilancia estática se hallaba situado directamente debajo de él, ocupado por un par de brillantes jóvenes del Servicio. Los legítimos residentes habían sido acomodados temporalmente en otro lugar. A eso de las once, la pareja informó que Barley estaba en el piso, solo pero moviéndose de un lado a otro. Podían oírle, pero no verle. Ned había puesto el límite en el vídeo. Estaba hablando mucho consigo mismo, dijeron, y cuando abrió su correspondencia las maldiciones inundaron los monitores.

Ned no se inmutó. Ya había leído la correspondencia de Barley y sabía que no contenía más horrores que los habituales.

Hacia la una de la madrugada, Barley llamó por teléfono a su hija Anthea, en Grantham.

—¿Qué es un ig?

—Una casa esquimal sin retrete. ¿Qué tal Moscú?

—¿Qué consigues si cruzas el Atlántico con el
Titanic
?

—Llegar hasta la mitad. ¿Qué tal Moscú?

—¿Qué consigues si cruzas una oveja con un canguro?

—Te he preguntado qué tal Moscú.

—Un lanudo saltarín. ¿Cómo está el cargante de tu marido?

—Durmiendo, o intentando dormir. ¿Qué ha sido de la tarta de nata que llevaste a Lisboa?

—Se acabó.

—Creía que era permanente.

—Ella, sí. Yo, no.

Barley telefoneó luego a dos mujeres; la primera, una ex esposa sobre la que había conservado derechos de visita; la segunda, no registrada anteriormente. Ninguna de las dos podía atenderle tan inesperadamente, aunque sólo fuera porque estaban en la cama con sus hombres.

A la una cuarenta, la pareja informó que se habían apagado las luces del dormitorio de Barley. Ned se fue a dormir con una sensación de agradecimiento, pero yo estaba ya en mi pisito, y el sueño era lo último en que pensaba. Bullían en mi cabeza recuerdos de Hannah, mezclados con imágenes de Barley en la casa de Knightsbridge. Recordé su forma falsamente despreocupada de hablar de Katya y sus hijos y la comparé con mis propias repetidas negaciones de mi amor a Hannah, allá en los días en que constituía un peligro para mí.
Hannah parece un poco alicaída
, observaba delante de mí algún inocente cada cinco minutos.
¿Es que ese marido suyo le da muchos disgustos o qué?
Y yo sonreía.
Tengo entendido que le da bastante mala vida
, decía, exactamente con el mismo tono de indiferente superioridad que le había oído a Barley, mientras los cancerosos fuegos secretos que ardían en mi interior me devoraban el corazón.

A la mañana siguiente, Barley fue a su oficina para reanudar su trabajo, pero se acordó que se pasaría por la casa de Knightsbridge al término de su jornada laboral por si había algún extremo que aclarar. Esto no era exactamente la clase de acuerdo poco perfilado y concreto que parece, pues Ned se hallaba ya empeñado en un serio combate con el piso doce, y era probable que para la noche tuviera que, o ceder terreno, o enfrentarse en una batalla a gran escala con los mandarines.

Pero para entonces Barley ya había desaparecido.

Según los vigilantes dispuestos por Brock, Barley salió de su oficina de Norfolk Street un poco antes de lo esperado, a las 4.43, llevando su saxofón en su estuche. Wicklow, que estaba en la oficina trasera de «Abercrombie Blair», mecanografiando un informe del viaje a Moscú, no se dio cuenta de su marcha. Pero un par de muchachos de Brock vestidos con pantalones vaqueros siguieron a Barley en dirección oeste a lo largo del Strand y, cuando cambió de idea, cruzaron con él al Soho, donde desapareció en el interior de un abrevadero vespertino frecuentado por editores y agentes literarios. Pasó allí veinte minutos y reapareció llevando todavía su saxofón y con pasos perfectamente firmes. Llamó un taxi, y uno de los muchachos se hallaba lo bastante cerca como para oírle dar la dirección de la casa de refugio. El mismo muchacho avisó por radio a Brock, el cual llamó a Ned, en Knightsbridge, para decirle: «Espera ahí, tu huésped está en camino». Yo estaba en otro lugar, librando otras guerras.

Hasta el momento, nada podía reprochársele a nadie, salvo que a ninguno de los dos muchachos se le ocurrió tomar la matrícula del taxi, descuido que más tarde les costó caro. Era la hora punta. Un viaje entre el Strand y Knightsbridge podía durar siglos. Eran ya las siete y media cuando Ned desistió de seguir esperando y, preocupado pero no alarmado todavía, regresó a la Casa Rusia.

A las nueve, cuando nadie tenía ninguna sugerencia razonable que hacer, Ned declaró a regañadientes una alarma interna, la cual, por definición, excluía a americanos. Como de costumbre, mantenía una fría serenidad. Quizá se había acorazado subconscientemente para una crisis así, pues Brock comentó más tarde que procedió a seguir una rutina preparada. No informó a Clive, pues, como me explicó después, hablar con Clive en la actual atmósfera emponzoñada era como enviar un detallado y revelador telegrama a Langley.

Ned se dirigió primeramente a Bloomsbury, donde los escuchas del Servicio poseían una serie de sótanos debajo de Russell Square. Utilizó un coche de los adscritos al uso del Servicio y debió de conducir a la velocidad del rayo. El jefe de guardia en el departamento de escucha era Mary, una mujer de cuarenta años, de apetito compulsivo, cara son rosada y aire de solterona. Sus únicos amores conocidos eran voces inalcanzables. Ned le entregó una lista de contactos de Barley, compilada por Walt a partir de conversaciones interceptadas e informes de vigilancia. ¿Podía Mary cubrirla inmediatamente? ¿Ahora mismo?

Mary no podía en absoluto hacer semejante cosa.

—Una cosa es forzar un poco las reglas, Ned. Pero una docena de pinchazos ilegales es otra completamente distinta, ¿no lo comprendes?

Ned podría haber aducido que los números adicionales se hallaban cubiertos por el mandamiento ya extendido por Interior, pero no se molestó en hacerlo. Me telefoneó a Pimlico justo en el momento en que yo descorchaba la botella de Borgoña con la que me proponía consolarme después de un día asqueroso. Es un piso muy pequeño, y yo tenía la ventana abierta para que saliera el olor a aceite frito. Recuerdo que cerré la ventana mientras hablábamos.

Las autorizaciones telefónicas son firmadas, en teoría, por el secretario de Interior o, en su ausencia, por su ministro. Pero hay un truco para eso, ya que ha otorgado al asesor legal facultad delgada que ha de utilizarse solamente en caso de emergencia y con justificación por escrito en el plazo de las veinticuatro horas siguientes. Garrapateé mi autorización, apagué el gas —estaban todavía hirviendo las coles de Bruselas—, subí a un taxi y veinte minutos después entregaba la autorización a Mary. Antes de una hora, los teléfonos de los contactos de Barley quedaban cubiertos.

¿Qué pensaba yo mientras hacía todo esto? ¿Pensaba que Barley se había suicidado? No. En absoluto. Sus preocupaciones estaban con los vivos. Lo último que él quería hacer era dejarlos abandonados a su suerte.

Pero consideré la posibilidad de que hubiera roto filas y supongo que mi peor fantasía era la imagen de Barley aplaudiendo al oír al piloto de Aeroflot anunciar que su avión acababa de entrar nuevamente en el espacio aéreo soviético.

Mientras tanto, siguiendo órdenes de Ned, Brock había persuadido a la Policía para que lanzara una llamada de emergencia al taxista metropolitano que había recogido a un hombre alto, con un saxofón, en la esquina de Old Compton Street a las cinco y media, destino Knightsbridge, pero cambiado probablemente en ruta. Sí, un saxo tenor…, un saxo barítono era el doble de grande. Para las diez, tenían a su hombre. El taxi había partido rumbo a Knightsbridge, pero en Trafalgar Square Barley había cambiado, en efecto, de idea y le había pedido que le llevara a Harley Street. El taxímetro marcaba tres libras. Barley le dio al chófer un billete de cinco y le dijo que se quedara las vueltas.

Mediante un pequeño milagro de agilidad mental, y con la ayuda de los últimos informes de Walter, Ned estableció la relación…, Andrew George Macready, alias Andy, ex trompetista de jazz y contacto registrado de Barley, había ingresado hacía tres semanas en el Asilo de las Hermanas Mercedarias, en Harley Street, véase carta interceptada escrita a lápiz, Mrs. Macready a Hampstead, sección 47A, y el lapidario comentario de Walter en la pequeña hoja:
Macready es el gurú de Barley sobre la mortalidad.

Todavía recuerdo cómo me aferré con las dos manos al agarradero del coche de Ned. Llegamos al asilo y nos dijeron que Macready se hallaba bajo sedación. Barley había permanecido una hora con él, y habían conseguido intercambiar unas pocas palabras. LA enfermera de noche, que acababa de entrar de servicio, había ofrecido a Barley una taza de té, sin leche ni azúcar. Barley la había completado con whisky de un frasco que llevaba. Había ofrecido un trago a la enfermera, pero ésta había declinado la invitación. Le preguntó si podría «tocarle al viejo Andy un par de sus piezas favoritas». Tocó con apagados tonos durante diez minutos exactamente, que fue lo que ella le permitió. Varias de las monjas se habían congregado en el pasillo para escuchar, y una de ellas reconoció la melodía como
Blue and Sentimental
, de Basie. Dejó su número de teléfono y un cheque por cien libras «para el croupier», en una bandeja de colecta que había junto a la puerta. La enfermera le dijo que podía volver siempre que quisiera.

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