—¿Por qué la pone en peligro? —preguntó Barley.
Creo que todos nos sentimos sorprendidos por su calma. Sheriton, ciertamente, lo estaba. Hasta entonces se hallaba mirando a Barley por encima del hombro, afectando una postura de consternación mientras explicaba su dilema. Ahora se irguió y miró de frente a Barley con expresión burlona.
—¿Perdón, señor Brown?
—¿Por qué les asusta el material de Goethe? Si los rusos no pueden disparar derecho, la Fortaleza América debería estar saltando de alegría.
—¡Oh!, y lo estamos, señor Brown, lo estamos. Estamos embelesados. No importa que todo el poderío militar americano esté invertido partiendo de la creencia de que el material soviético es de una precisión absoluta. No importa que la percepción de la precisión soviética lo sea
todo
en este juego. Que con precisión pueda uno abalanzarse contra el enemigo cuando menos se lo espera, coger desprevenidos a sus proyectiles balísticas intercontinentales y dejarle en la imposibilidad de responder adecuadamente. Mientras que sin precisión, más le vale a uno no intentarlo porque es entonces cuando el enemigo se revuelve y arrebata a uno sus veinte ciudades favoritas. No importa que se hayan destinado millones y millones de dólares y cantidades ingentes de retórica política a cultivar la pesadilla de un primer golpe soviético y el escaparate americano de vulnerabilidad. No importa que todavía hoy la idea de la supremacía soviética sea el principal argumento en favor de la guerra de las galaxias y el principal juego estratégico en las fiestas de sociedad de Washington. —Para mi asombro, Sheriton cambió bruscamente de tono y habló con el acento de un campesino del Profundo Sur, arrastrando las sílabas—. Tenemos tiempo de hacer saltar por los aires a esos tipos antes de que ellos hagan lo mismo con nosotros. Este viejo planeta no es lo bastante grande para dos superpotencias, señor Brown. ¿A favor de cuál está
usted
, señor Brown, cuando llegue el momento?
Luego hizo una pausa, mientras su fláccido rostro reanudaba su contemplación de las numerosas injusticias de la vida.
—Y yo
creo
en Goethe —continuó, con tono de sobresalto—. Yo estoy completamente a favor de Goethe desde el día mismo en que hizo su aparición. Goethe es para mí una fuente generosa cuyo momento ha llegado. ¿Y sabe qué me indica eso? Me indica que debo creer también en el señor Brown y que el señor Brown debe ser muy sincero conmigo, o estoy perdido. —Se llevó reverentemente una mano a la parte izquierda del pecho—. Yo creo en el señor Brown, creo en Goethe, creo en el material. Y estoy asustado.
Algunas personas cambian de ideas, estaba pensando yo. Algunas personas cambian de planes. Pero se necesita ser Russell Sheriton para anunciar que ha visto la luz en el camino de Damasco. Ned le estaba mirando con incredulidad. Clive había optado por admirar las taqueras. Pero Sheriton permanecía mirando con expresión consternada su café, reflexionando en su mala suerte. De sus jóvenes, uno tenía la barbilla apoyada en la mano mientras se contemplaba la puntera de su zapato Harvard. Otro estaba escrutando el mar a través de la ventana como si la verdad pudiera tal vez encontrarse allá fuera.
Pero nadie miraba a Barley. Nadie parecía tener valor para ello. Permanecía sentado, inmóvil y con aspecto juvenil. Nosotros le habíamos dicho un poco, pero nada como esto. Y mucho menos le habíamos dicho que el material de «Pájaro Azul» había enfrentado violentamente a las facciones industriales y militares y provocado rugidos de ultraje en algunos de los más sórdidos grupos de presión de Washington.
El viejo Palfrey habló por primera vez. Al hacerla, experimenté la impresión de estar desempeñando un papel en el teatro del absurdo. Era como si el mundo real huyera de debajo de nuestros pies.
—Lo que Haggarty está preguntando —dije—, es lo siguiente. ¿Va a someterse voluntariamente al interrogatorio de los americanos, a fin de que éstos puedan formarse una idea definitiva de la fuente? Puede responder negativamente. La elección es suya. ¿No es así, Clive?
Esto no le gustó ni pizca a Clive, pero asintió de mala gana antes de volver a zambullirse bajo el horizonte.
Los rostros del círculo se habían vuelto hacia Barley como flores al sol.
—¿Qué responde? —le pregunté.
Durante un rato permaneció en silencio. Se estiró, se pasó el dorso de la muñeca por la boca, apareció vagamente azorado. Se encogió de hombros. Miró hacia Ned, pero no pudo encontrar sus ojos, así que volvió la vista hacia mí con cierta turbación. ¿Qué estaba pensando, si es que pensaba en algo? ¿Que decir «no» sería apartarse para siempre de Goethe? ¿De Katya? ¿Había llegado siquiera a prever esa posibilidad? Hoy es el día en que aún no lo sé. Sonrió, aparentemente aturdido.
—¿Qué opina
usted
, Harry? ¿Vaya ello? ¿Qué dice mi abogado?
—Es más bien cuestión de qué dice el cliente —respondí con suavidad, correspondiendo a su sonrisa.
—Nunca lo sabremos si no probamos, ¿verdad?
—Supongo que no —respondí.
Lo cual parece ser lo más cerca que estuvo jamás de decir: «Lo haré».
—Yale tiene esa clase de sociedades secretas, ¿sabes, Harry? —me estaba explicando Bob—. Bueno, la verdad es que está lleno de ellas. Si has oído hablar de Tibias y Calavera, Rollo y Llave, sólo has oído la punta del iceberg. Y estas sociedades hacen hincapié en el equipo. Harvard… bueno, Harvard sigue la dirección contraria y apuesta por el talento individual. Y así también la Agencia, cuando pone a proa a esas aguas en busca de reclutas, suele elegir sus hombres de equipo en Yale y sus grandes figuras en Harvard. No llegaré hasta el extremo de decir que todo hombre de Harvard es una prima donna o que todo hombre de Yale rinde obediencia ciega a la causa, pero ésa es en líneas generales la tradición. ¿Es usted un hombre de Yale, señor Quinn?
—De West Point —respondió Quinn.
Atardecía, y acababa de llegar la primera delegación. Nos hallábamos sentados en la misma sala con el mismo suelo rojo bajo la misma lámpara de billar, esperando a Barley. Presidía Quinn, con Todd y Larry sentados uno a cada lado de él. Todd y Larry eran ayudantes de Quinn. Eran esbeltos y atractivos y, para un hombre de mi edad, ridículamente jóvenes.
—Quinn viene de las altas esferas —nos había dicho Sheriton—. Quinn habla con Defensa, habla con las corporaciones, habla con Dios.
—¿Pero quién le paga? —había preguntado Ned.
Sheriton pareció sinceramente desconcertado por la pregunta. Sonrió, como si perdonara un solecismo a un extranjero.
—Bueno, Ned, supongo que todos —respondió.
Quinn medía 1,85 y era de anchos hombros y orejas grandes. Llevaba su traje como si fuese una armadura. No había en él ni medallas ni emblemas que señalasen su rango. Su rango estaba en su mandíbula firme, en sus fríos y oscuros ojos y en la sonrisa de despechada inferioridad que le invadía en presencia de civiles.
Ned entró primero, y tras él lo hizo Barley. Nadie se levantó. Desde su puesto deliberadamente humilde en el centro de la fila americana, Sheriton hizo suavemente las presentaciones.
A Quinn le gustan sencillos, nos había advertido. Díganle a su hombre que no se las dé de listo. Sheriton estaba siguiendo su propio consejo.
Era lógico que Larry iniciara el interrogatorio porque era el expansivo, Todd era virginal y retraído, pero Larry llevaba un enorme anillo de boda y lucía una chillona corbata y reía por los dos.
—Señor Brown, tenemos que considerar este asunto desde el punto de vista de sus detractores —explicó, con rebuscada insinceridad—. En nuestra profesión existen la información no verificada y la información verificada. Nos gustaría verificar su información. Ése es nuestro oficio y para eso es para lo que se nos paga. Le ruego que no se tome como cosa personal ningún indicio de sospecha, señor Brown. El análisis es una ciencia aparte. Tenemos que respetar sus leyes.
Hizo una pausa y, luego, continuó:
—Dígame, por favor, señor Brown, ¿de quién fue la idea de ir a Peredelkino aquel día, hace dos años? —preguntó Larry.
—Mía, probablemente.
—¿Está seguro de eso, señor?
—Estábamos borrachos cuando hicimos el plan, pero estoy casi seguro de que fui yo quien lo propuso.
—Bebe usted mucho, ¿no, señor Brown? —dijo Larry.
Las enormes manos de Quinn se habían posado en torno a un lápiz como si se propusieran estrangularlo.
—Bastante.
—¿La bebida le hace olvidar cosas, señor?
—A veces.
—Y a veces no. Después de todo, tenemos largas transcripciones literales de la conversación sostenida entre usted y Goethe cuando ambos se hallaban totalmente embriagados. ¿Había estado usted alguna vez en Peredelkino antes de ese día, señor?
—Sí.
—¿Con frecuencia?
—Dos o tres veces. Quizá cuatro.
—¿Visitaba algunos amigos allí?
—Sí, en efecto —respondió Barley.
—¿Amigos soviéticos?
—Claro.
Larry hizo una pausa lo bastante larga como para conseguir que lo de los amigos soviéticos pareciera una confesión.
—¿Le importaría identificar a esos amigos, señor?
Barley identificó a los amigos. Un escritor. Una poetisa. Un burócrata literario. Larry anotó los nombres, moviendo lentamente Su lápiz con aire efectista. Sonriendo mientras escribía. Los oscuros ojos de Quinn continuaron mirando fijamente a Barley por encima de la mesa.
—¿O sea que el día de su excursión allá, señor Brown —continuó Larry—, en ese Día Uno, como podríamos llamarlo, no se le ocurrió llamar a los timbres de sus viejos conocidos, ver quiénes estaban por allí, saludarlos, señor?
Barley no parecía saber si se le había ocurrido o no. Se encogió de hombros y realizó su habitual gesto de pasarse el dorso de la mano por la boca, el perfecto testigo mendaz.
—Supongo que no quería hacerles cargar con Jumbo. Éramos demasiados. No se me ocurrió, realmente.
—Claro —dijo Larry.
Tres excusas, observé, consternado. Tres donde una habría sido suficiente. Miré a Ned y comprendí que estaba pensando lo mismo. Sheriton estaba ocupado en no pensar en absoluto. Bob estaba ocupado en ser el hombre de Sheriton. Todd murmuraba al oído de Quinn.
—¿De modo que también fue idea
suya
visitar la tumba de Pasternak, señor Brown? —preguntó Larry, como si se tratara de una idea de la que cualquiera podría sentirse orgulloso.
—Sí, en efecto. No creo que los otros supieran que estaba allí hasta que yo se lo dije.
—Y también la
dacha
de Pasternak, creo. —Larry consultó sus notas—. «Si los bastardos no la habían derribado». —Hizo que
bastardos
sonara particularmente ofensivo.
—Sí, su
dacha
también.
—Pero usted no visitó la
dacha
de Pasternak, ¿no? Ni siquiera comprobó si existía aún. La
dacha
de Pasternak desapareció por completo de la agenda.
—Estaba lloviendo —dijo Barley.
—Pero usted tenía un coche. Y un chófer, señor Brown. Aunque fuese maloliente.
Larry sonrió de nuevo y entreabrió la boca justo lo suficiente para permitir que la punta de su lengua acariciase su labio superior. Luego, la cerró e hizo una nueva pausa para incómodos pensamientos.
—Así que
usted
organizó la fiesta, señor Brown, y
usted
identificó los objetivos del viaje —continuó Larry, con tono de extravagante pesar—. Fue hasta el lugar, condujo al grupo colina arriba hasta la tumba. Fue a usted personalmente y no a otro a quien el señor Nezhdanov habló cuando bajaron todos de la colina. Le preguntó si eran ustedes americanos. Usted dijo:
«Gracias a Dios, no. Británicos».
Ni una risa, ni siquiera una sonrisa del propio Larry. Quinn tenía el aire de estar ocultando con dificultad una herida abdominal.
—Fue también usted, señor Brown, quien por pura casualidad tuvo ocasión de recitar al poeta, hablar en nombre del grupo durante una discusión de sus méritos y, casi
por arte de magia
, separarse de sus compañeros y encontrarse sentado durante el almuerzo junto al hombre que llamamos Goethe. «Le presento a nuestro distinguido escritor Goethe». Señor Brown, poseemos un informe de Londres con respecto a la muchacha Magda, de «Penguin Books». Tenemos entendido que fue obtenido discretamente, en circunstancias sociales nada sospechosas, por un tercero no americano. Magda tuvo la impresión de que usted deseaba manejar por sí mismo la entrevista con Nezhdanov. ¿Puede explicar eso, por favor?
Barley había desaparecido de nuevo. No de la sala, sino de mi comprensión. Había dejado la sospecha a los soñadores y entrado en su propio reino de realidad. Fue Ned, no Barley, quien, sin poder contenerse ante este reconocimiento del inescrupuloso comportamiento de la Agencia, produjo el deseado estallido.
—Bueno, no le iba a decir ella a su informante que estaba deseando meterse en la cama con su amigo a pasar la tarde, ¿no?
Pero también ahora esa respuesta podría haber logrado su objetivo si Barley no la hubiera tapado con la suya.
—Quizá los despaché yo —admitió, con voz remota pero amistosa—. Después de una semana de feria del libro, cualquier espíritu razonable está ya harto de editores.
La sonrisa de Larry tenía un sesgo dubitativo.
—Bueno, al diablo —dijo, y meneó su bella cabeza antes de pasarle su testigo a Todd.
Pero aún no, porque Quinn estaba hablando. No a Barley, ni a Sheriton, ni siquiera a Clive. A nadie, en realidad. Pero estaba hablando de todos modos. Su boca se retorcía como una anguila prendida en el anzuelo.
—¿Han agitado a este hombre?
—Tenemos problemas de protocolo, señor —explicó Larry, dirigiéndome una rápida mirada.
La verdad es que al principio no entendí. Larry tuvo que explicármelo.
—Lo que antes llamábamos detector de mentiras, señor. Un polígrafo. Conocido en nuestro gremio como un agitador. Creo que ustedes no los usan allá.
—Sólo en ciertos casos —dijo hospitalariamente Clive desde mi lado, antes de que yo tuviera oportunidad de contestar—. Cuando ustedes insisten, les seguimos y lo aplicamos. Se están introduciendo.
Sólo entonces intervino el turbado y retraído Todd. Todd no era prolijo; al principio no era nada. Pero yo había conocido ya otros como Todd; hombres que hacen una cruzada de su falta de encanto y aprenden a usar su torpeza verbal como una maza.