—Describa su relación con Niki Landau, señor Brown.
—No tengo ninguna —respondió Barley—. Hemos sido declarados extraños hasta el día del juicio final. Tuve que firmar un papel diciendo que nunca hablaría con él. Pregúntele a Harry.
—¿Antes de ese acuerdo, por favor?
—Tomábamos algún que otro pote.
—¿Algún qué?
—Pote. Un trago. Whisky. Es un tipo majo.
—Pero socialmente no es de su clase, ¿no? Tengo entendido que él no fue a Harrow y Cambridge.
—¿Y eso qué importa?
—¿Desaprueba usted la estructura social británica, señor Brown?
—Siempre me ha parecido una de las sangrantes calamidades del mundo moderno, muchacho.
—«Es un tipo majo». ¿Significa eso que le agrada?
—Es un irritante cabronzuelo, pero me agradaba, sí. Y me agrada aún.
—¿Nunca hizo tratos con él? ¿Algún trato?
—Él trabajaba para otras casas. Yo era mi propio jefe. ¿Qué tratos podíamos hacer?
—¿Alguna vez le
compró
algo?
—¿Por qué iba a hacerla?
—Me gustaría saber, por favor, qué hacían usted y Niki Landau en las ocasiones en que estaban solos, a menudo en capitales comunistas.
—Él alardeaba de sus conquistas. Le gustaba la buena música. La clásica.
—¿Habló alguna vez con usted de su
hermana?
¿De su
hermana
que aún está en Polonia?
—No.
—¿Le manifestó alguna vez su resentimiento por el supuesto mal trato que su padre recibió de las autoridades británicas?
—No.
—¿Cuándo fue su última conversación íntima con Niki Landau, por favor?
Barley se permitió finalmente mostrar una cierta irritación.
—Hace que parezcamos un par de maricas —se quejó.
El rostro de Quinn no se inmutó. Quizás él ya había hecho esa deducción.
—La pregunta era
cuándo
, señor Brown —dijo Todd, en un tono que sugería que su paciencia estaba siendo puesta a prueba.
—En Frankfurt, supongo. El año pasado. Un par de tragos en el «Hessischer Hof».
—¿En la feria del libro de Frankfurt?
—Uno no va a Frankfurt a divertirse, muchacho.
—¿Ningún diálogo con Landau desde entonces? No recuerdo ninguno.
—¿Nada en la feria del libro de Londres esta primavera?
Barley pareció reflexionar intensamente.
—¡Oh, claro!, Stella. Tiene razón.
—¿Perdón?
—Niki se había fijado en una chica que trabajaba para mí, Stella. Decidió que le gustaba. En realidad, le gustaban todas. Quería que yo les presentase.
—¿Y lo hizo?
—Lo intenté.
—Hizo de celestina para él, ¿no es así?
—En efecto, muchacho.
—¿Qué ocurrió?
—La invité a que viniera a tomar una copa en el «Roebuck», a la vuelta de la esquina, a las seis. Niki apareció, pero ella no.
—¿Así que se quedó usted solo con Landau? ¿Mano a mano?
—En efecto. Mano a mano.
—¿De qué hablaron?
—De Stella, supongo. Del tiempo. Podría haber sido de cualquier cosa…
—Señor Brown, ¿tiene usted mucha relación con antiguos ciudadanos soviéticos en el Reino Unido?
—El agregado cultural de vez en cuando. Si se digna contestar, que no es muy a menudo. Si viene un escritor soviético y la Embajada organiza una fiesta para él, yo también voy probablemente.
—Tenemos entendido que le gusta a usted jugar al ajedrez en cierto café de la zona de Camden Town, Londres.
—¿Y…?
—¿No es ése un café frecuentado por exilados rusos, señor Brown?
Barley levantó la voz, pero se mantuvo impasible por lo demás.
—Así que conozco a Leo. A Leo le gusta dirigir desde posiciones de debilidad. Conozco a Josef. Josef ataca todo lo que se mueve. No me acuesto con ellos y no les vendo secretos.
—Pero tiene usted una memoria muy selectiva, ¿verdad, señor Brown? Considerando las detalladas explicaciones que da de otros episodios y personas.
Pero Barley no se enfureció, lo cual hizo tanto más devastadora su respuesta. Por un momento, pareció que no iba a contestar siquiera; la tolerancia que ahora estaba tan profundamente instalada en él parecía indicarle que no se molestara.
—Recuerdo lo que es importante para mí, muchacho. Si no tengo una mente tan sucia como la de usted, eso es cosa suya.
Todd enrojeció. Y continuó enrojeciendo. La sonrisa de Larry se ensanchó hasta casi dividirle en dos el rostro. Quinn había adoptado una expresión ceñuda. Clive no había oído nada.
Pero Ned estaba radiante de satisfacción e incluso Russell Sheriton, sumido en un sueño de cocodrilo, parecía estar recordando, entre tantas decepciones, algo vagamente hermoso.
Esa misma tarde, mientras daba un paseo a lo largo de la playa, me encontré a Barley y a dos de sus guardianes que, fuera del alcance de la vista desde la mansión, lanzaban piedras lisas a ras del agua para ver quién conseguía más rebotes.
—¡He ganado! ¡He ganado! —gritaba él, echándose hacia atrás y levantando los brazos hacia las nubes.
—Los
mullahs
están oliendo a herejía —declaró Sheriton durante la cena, obsequiándose con la última información sobre el estado de las cosas. Barley se había excusado alegando sufrir una jaqueca y había pedido que le llevasen una tortilla a la casa de la orilla—. La mayoría de estos tipos actúan sobre la base de un margen de seguridad. Eso significa aumentar los gastos militares y desarrollar cualquier nuevo sistema, por absurdo que sea, que traiga paz y prosperidad a la industria armamentística durante los próximos cincuenta años. Si no se acuestan con los fabricantes, sí es seguro que están comiendo con ellos. El «Pájaro Azul», les está contando una historia muy mala.
—¿Y si es la verdad? —pregunté.
Con expresión triste, Sheriton se sirvió otro trozo de tarta de pacana.
—¿La verdad? ¿Que los soviéticos no pueden actuar? ¿Que están reduciendo costes en todos los sectores y los bufones de Moscú no saben ni la mitad de las malas noticias porque los bufones que operan sobre el terreno les engañan para poder ganarse sus relojes de oro y su caviar gratis? ¿Cree usted que
ésa
es la verdad? —Tomó un bocado enorme, pero eso no alteró la forma de su cara—. ¿Cree usted que no se hacen ciertas desagradables
comparaciones?
—Se sirvió un poco de café—. ¿Sabe qué es lo peor para nuestros neandertales democráticamente elegidos? ¿Lo absolutamente peor? Las implicaciones contra
nosotros
. Moribundo en el lado soviético significa moribundo en nuestro lado. Los
mullahs
detestan eso. Y también los fabricantes. —Meneó la cabeza en gesto de desaprobación—. ¿Oír que los soviéticos no pueden obtener combustible sólido del estiércol, que los motores de sus cohetes succionan en vez de soplar? ¿Que sus errores de alarma temprana son peores que los nuestros? ¿Que su artillería pesada no puede ni tan siquiera ser sacada de los hangares? ¿Que nuestras estimaciones son ridículamente exageradas? Los
mullahs
reciben vibraciones terribles de esas cosas —reflexionó sobre la inconstancia de los
mullahs
—. ¿Cómo va uno a vender la carrera de armamentos cuando al único que tiene que vencer en la carrera es a uno mismo? «Pájaro Azul» es una información que constituye una amenaza vital. Muchos políticos espléndidamente pagados se hallan en grave peligro de encontrar rotos sus cuencas de arroz por causa de «Pájaro Azul». Usted quiere la verdad, ésa es.
—Entonces, ¿por qué se arriesgan? —objeté—. Si no es un programa popular, ¿por qué mantenerlo?
Y, de pronto, no supe dónde meterme.
No es frecuente que el viejo Palfrey ponga fin a una conversación, haga que todas las cabezas se vuelvan con asombro hacia él. Y ciertamente, no lo había pretendido esta vez. Sin embargo, Ned y Bob y Clive me estaban mirando como si hubiera perdido la razón, y los jóvenes de Sheriton —teníamos dos de ellos, si no recuerdo mal— dejaron cada uno sus tenedores y empezaron a secarse los dedos en sus servilletas.
Sólo Sheriton parecía no haber oído. Había decidido que un poco de queso no le haría ningún daño después de todo. Había atraído hacia sí la mesita auxiliar y examinaba el surtido. Pero ninguno de nosotros imaginaba que el queso absorbiera sus pensamientos, y no había para mí ninguna duda de que estaba ganando tiempo mientras reflexionaba en si debía responder y cómo.
—Harry —empezó cuidadosamente, dirigiéndose no a mí, sino a un trozo de queso danés—. Harry, le juro que tiene usted delante a un hombre consagrado a la paz y al amor fraterno. Quiero decir con esto que mi ambición fundamental es atacar a los belicistas del Pentágono de tal modo que nunca vuelvan a decirle al Presidente de los Estados Unidos que veinte conejos hacen un tigre, o que todo pesquero a cinco kilómetros de puerto es un submarino nuclear soviético al acecho. Tampoco quiero oír más idioteces sobre hacer agujeritos en el suelo para sobrevivir a una guerra nuclear. Yo soy un glasnóstico, Harry. He realizado ciertos descubrimientos sobre mí mismo. Nací glasnóstico, mis padres son viejos glasnósticos de toda la vida. Para mí, el glasnosticismo es una forma de vida. Yo quiero que mis hijos vivan.
—No sabía que tuviese usted hijos —dijo Ned.
—En sentido figurado —respondió Sheriton.
Pero si se prescindía de la envoltura, Sheriton nos estaba presentando una versión veraz de su nueva personalidad. Ned lo notaba. Yo lo notaba. Y, si Clive no lo notaba, era sólo porque había reducido deliberadamente sus percepciones. Se trataba de una verdad que radicaba no tanto en sus palabras, que con frecuencia iban destinadas a oscurecer sus sentimientos más que a expresarlos, cuanto en una nueva e irreprimible humildad que había impregnado sus modales desde sus azarosos días en Londres. A sus cincuenta años, después de un cuarto de siglo como camorrista de la guerra fría, Russell Sheriton estaba, por utilizar la expresión de Walter, sacudiendo los barrotes de su edad madura. Nunca se me había ocurrido que pudiera llegar a tenerle simpatía, pero aquella noche estaba empezando a cobrársela.
—Brady es listo —nos advirtió Sheriton con un bostezo mientras nos retirábamos—. Brady puede oír crecer la hierba.
Y Brady, se le mirara como se le mirase, era listo como pocos.
Se le notaba en su inteligente rostro y en la serena inmovilidad de su cuerpo. Su vieja chaqueta deportiva era más vieja que él, y al verle entrar en la sala se daba uno cuenta de que se complacía en carecer por completo de espectacularidad. Su joven ayudante llevaba también una chaqueta deportiva y, como su jefe, mostraba un elegante desaliño.
—Parece que ha hecho usted una cosa magnífica, Barley —dijo alegremente Brady con su deje meridional, al tiempo que dejaba sobre la mesa su cartera de mano—. ¿Alguien le ha dado las gracias? Yo soy Brady y soy ya demasiado viejo como para andar con nombres chuscos. Éste es Skelton.
Gracias.
De nuevo la sala de billar, pero sin la mesa y las sillas de respaldo recto de Quinn. En su lugar, nos hallábamos cómodamente retrepados en mullidos cojines. Se estaba fraguando una tormenta. Las vestales de Randy habían cerrado las contraventanas y encendido las luces. Cuando se levantó el viento, la mansión entera empezó a resonar como una hilera de botellas en un estante. Brady abrió su cartera, una joya de los tiempos en que sabían hacerlas. Como el profesor universitario que ocasionalmente era, llevaba una corbata azul de punto.
—Barley, ¿he leído en alguna parte, o estoy soñando, que en otro tiempo tocó usted el saxo en la banda del gran Ray Noble?
—En aquellos tiempos era un chico imberbe, Brady.
—¿No era Ray el hombre más bondadoso que jamás ha conocido? ¿No hacía la mejor música que haya oído nunca? —preguntó Brady como sólo los meridionales pueden hacer.
—Ray era el más grande. —Barley tarareó unos compases de
Cherokee
.
—Lástima lo de su política —dijo Brady, sonriendo—. Todos intentamos disuadirle de aquella estupidez, pero Ray no se avino a razones. ¿Ha jugado alguna vez con él al ajedrez?
—Sí, en efecto.
—¿Quién ganó?
—Yo, creo. No estoy seguro. Sí, yo.
Brady sonrió.
—Yo también.
Skelton sonrió igualmente, a su vez.
Hablaron de Londres y de en qué parte de Hampstead vivía Barley: «Me encanta esa zona, Barley. Hampstead es mi idea de la civilización». Hablaron de las bandas en que Barley había tocado. «¡Dios mío, no me diga que
él
anda todavía por ahí! ¡A su edad yo ni siquiera compraría plátanos verdes!». Hablaron de política británica, y Brady simplemente
tenía
que saber cómo era que Barley tenía tan mala opinión de la señora T.
Barley pareció verse obligado a reflexionar sobre eso y al principio guardó silencio. Quizás había captado la mirada de advertencia de Ned.
—Qué diablos, Barley, no es culpa suya si no tiene ningún adversario de categoría, ¿no?
—La mujer es una maldita comunista —gruñó Barley, para secreta alarma del bando británico.
Brady no se rió. Se limitó a enarcar las cejas y esperar, como hicimos todos.
—Dictadura electiva —continuó Barley, haciendo acopio de energías—. Mil piernas buenas, dos piernas piojosas. Dios bendiga a la corporación y maldiga al individuo.
Pareció disponerse a desarrollar esta tesis y luego cambió de idea y, para alivio nuestro, dejó las cosas como estaban.
Fue, sin embargo, un comienzo bastante intrascendente, y al cabo de diez minutos Barley debía de sentirse cómodo. Hasta que, con sus lánguidos modales, Brady llegó a «esta cosa actual en que usted se ha metido, Barley» y propuso que Barley hiciera de nuevo todo el recorrido con sus propias palabras, «pero centrándose en aquella histórica entrevista que ustedes dos tuvieron en Leningrado».
Barley accedió a los deseos de Brady, y, aunque quiero pensar que escuché tan atentamente como él, no oí en el relato de Barley nada que me pareciese contradictorio o particularmente revelador más allá de lo que ya figuraba registrado.
Y a primera vista, tampoco Brady pareció oír nada sorprendente, pues, cuando Barley hubo terminado, le dirigió una tranquilizadora sonrisa y dijo, con tono de aparente aprobación:
—Bueno, gracias, Barley. —Sus delgados dedos rebuscaron entre sus papeles—. Siempre digo que lo peor de espiar es el tener que andar haraganeando. Debe de parecerse a ser piloto de combate —dijo, seleccionando una hoja y observándola atentamente—. Un momento está en su casa cenando y al momento siguiente está zumbando a mil doscientos kilómetros por hora. Y luego, de vuelta otra vez en casa a tiempo para lavar los platos. —Al parecer, había encontrado lo que buscaba—. ¿Es eso lo que sintió usted, Barley, allá en Moscú?