—Hará figurar mi propio nombre como autor. Nada de evasiones ni de seudónimos. Utilizar un seudónimo es inventar otro secreto.
—Ni siquiera
conozco
su nombre.
—Ellos lo sabrán. Después de lo que Katya le dijo, y con los nuevos capítulos, no tendrán ningún problema. Lleve bien las cuentas y cada seis meses envíe, por favor, el dinero a una causa que lo merezca. Nadie dirá que hice esto por mi propio beneficio.
Por entre los cercanos árboles los sones de una música marcial rivalizaban con el estruendo de invisibles tranvías.
—Goethe —dijo Barley.
—¿Qué ocurre? ¿Tienes miedo?
—Venga a Inglaterra. Ellos le sacarán del país. Son astutos. Entonces podrá decir al mundo lo que quiera. Alquilaremos el Albert Hall para usted. Hablará por televisión, por radio…, donde quiera, Y, cuando haya terminado, le darán un pasaporte y dinero, y podrá vivir tranquilamente el resto de su vida en Australia.
Se habían detenido de nuevo. ¿Había oído? ¿Había entendido? No parpadeaba. Sus ojos estaban fijos en Barley, como si fuese un punto lejano en un vasto horizonte.
—Yo no soy un desertor, Barley. Soy ruso, y mi futuro está aquí, aunque sea corto. ¿Publicará mi obra, o no? Necesito saberlo.
Tratando de ganar tiempo, Barley metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el manoseado libro de Cy.
—Vaya darle esto —dijo—. Un recuerdo de nuestro encuentro. Sus preguntas están incluidas en el texto, juntamente con una dirección de Finlandia a la que puede escribir y un número de teléfono de Moscú con instrucciones sobre lo que debe decir cuando llame. Si trata con ellos directamente, tienen toda clase de chismes inteligentes que pueden darle para facilitar las comunicaciones.
Depositó el libro en la abierta mano de Goethe, donde permaneció.
—¿La publicará? ¿Sí o no?
—¿Cómo podrán comunicar con usted? Tienen que saberlo.
—Dígales que pueden contactar conmigo a través de mi editor.
—Saque a Katya de la ecuación. Quédese con los espías y manténgase alejado de ella.
La mirada de Goethe había descendido hasta el traje de Barley y permanecía posada sobre él, como si su vista le turbase. Su triste sonrisa era como una última fiesta.
—Hoy va usted de gris, Barley. Mi padre fue enviado a prisión por hombres grises. Fue ejecutado por un anciano que llevaba un uniforme gris. Son los hombres grises quienes han arruinado nuestra hermosa profesión. Tenga cuidado, o arruinarán también la suya. ¿Publicará mi obra, o debo recomenzar mi búsqueda de un ser humano decente?
Barley permaneció unos momentos sin poder contestar. Se le habían agotado sus mecanismos de evasión.
—Si consigo entrar en posesión del material y encuentro la forma de convertirlo en libro, la publicaré —respondió.
—Le preguntado sí o no.
Prométale cualquier cosa que pida dentro de lo razonable, había dicho Paddy. Pero ¿qué era razonable?
—Está bien —respondió—. Sí.
Goethe devolvió a Barley el librito en rústica, y Barley, aturdido, se lo volvió a guardar en el bolsillo. Se abrazaron, y Barley olió a sudor y a humo de tabaco rancio y sintió de nuevo la desesperada fuerza de su despedida en Peredelkino. Goethe le soltó ahora tan bruscamente como le había agarrado y, con otra nerviosa mirada a su alrededor, echó a andar con pasos rápidos en dirección a la parada del trolebús. Y, mientras le miraba, Barley advirtió que el viejo matrimonio del café observaba también su marcha, desde la sombra de los árboles oscuros y azulados.
Barley estornudó, luego empezó a estornudar seriamente. Luego, estornudó de veras. Regresó al parque, con el rostro sepultado en el pañuelo mientras sacudía los hombros y estornudaba y volvía a estremecerse.
—¡Hombre, Scott! —exclamó J. P. Henziger, con el desbordante entusiasmo de un hombre de gran actividad obligado a esperar, mientras abría la puerta de la habitación más grande del hotel «Europa»—. Scott, hoy es el día en que descubrimos quiénes son nuestros amigos. Pase, por favor. ¿Qué le ha retenido? Salude a Maisie.
Era un hombre de cuarenta y tantos años, musculoso y prensil, pero poseía la clase de rostro feo y amistoso al que normalmente Barley habría reaccionado al instante. Llevaba un pelo de elefante alrededor de una muñeca y una cadenilla de eslabones de oro alrededor de la otra. Medias lunas de sudor oscurecían sus axilas. Tras él apareció Wicklow, que cerró rápidamente la puerta.
Dos camas gemelas, cubiertas por colchas de color aceitunado, ocupaban el centro de la habitación. En una de ellas languidecía la señora Henziger, una gatita de treinta y cinco años sin maquillar y con las deshechas trenzas extendidas trágicamente sobre los pecosos hombros. Un hombre de traje negro permanecía con aire inquieto junto a ella. Llevaba gafas de montura amarilla. Un maletín de médico yacía abierto sobre la cama. Henziger continuó improvisando para los micrófonos.
—Scott, quiero que conozca al doctor Peter Bernstorf del Consulado General aquí, en Leningrado, un médico excelente. Le estamos muy agradecidos. Maisie va mejorando rápidamente. También le estamos agradecidos al señor Wicklow. Leonard se encargó del hotel, de la agencia de viajes, de la farmacia. ¿Qué tal le ha ido el día?
—Aguantando mecha —exclamó Barley, y por un momento el guión previsto amenazó irse al diablo.
Barley echó la bolsa sobre la cama y con ella el libro rechazado que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Con manos temblorosas, se quitó la chaqueta, soltó la correa del micrófono y lo echó con la bolsa y el libro. Se llevó la mano a la parte posterior de la cintura y, rechazando el ofrecimiento de ayuda por parte de Wicklow, se sacó de debajo del cinturón la pequeña grabadora y la echó también sobre la cama, de tal modo que Maisie dejó escapar un sofocado «mierda» y movió rápidamente las piernas a un lado. Dirigiéndose al lavabo, vació su botellín de whisky en un vaso de plástico, apretándose el pecho con el otro brazo como si le hubieran pegado un tiro. Luego, bebió y siguió bebiendo, indiferente a los movimientos, perfectamente organizados, que se desarrollaban a su alrededor.
Henziger, ágil como un gato pese a su corpulencia, cogió la bolsa, sacó el cuaderno y se lo echó a Bernstorf, que lo metió en su maletín, entre los frascos e instrumentos, donde desapareció misteriosamente. Henziger le pasó el libro, que se desvaneció también. Wicklow recogió la grabadora y la correa. Ambas fueron a parar también al maletín, que Bernstorf cerró mientras impartía sus últimas instrucciones a la paciente: nada de sólidos en cuarenta y ocho horas, señora Henziger, té, un trozo de pan moreno en todo caso, no deje de tomar todos los antibióticos, se sienta o no mejor. No había terminado cuando intervino Henziger.
—Y, doctor, si alguna vez va a Boston y necesita cualquier cosa, insisto,
cualquier cosa
, aquí tiene mi tarjeta y mi promesa y mi…
Con el vaso en la mano, Barley permaneció ante el lavabo, mirando con expresión ceñuda al espejo, mientras el maletín del Buen Samaritano avanzaba hacia la puerta.
De todas sus noches en Rusia y, pensándolo bien, de todas sus noches en cualquier lugar del mundo, ésta fue la peor de Barley.
Henziger había oído que acababa de abrirse en Leningrado un restaurante en régimen de cooperativa, siendo éste el eufemismo a la sazón utilizado para designar un negocio privado. Wicklow lo había localizado y había informado que estaba completo, pero las negativas constituían un desafío para Henziger. A fuerza de abundantes llamadas telefónicas y de propinas aún más abundantes, se les acabó colocando una mesa especial, a un metro de la peor y más estruendosa ópera gitana que Barley esperaba oír jamás.
Y allí se hallaban ahora sentados, celebrando la milagrosa recuperación de la señora Henziger. El maullido de los cantantes era amplificado por altavoces electrónicos. No había descansos entre los números.
Y en torno a ellos se sentaba la Rusia que Barley siempre había odiado pero que nunca había visto: los no tan secretos zares del capitalismo, los advenedizos industriales y consumidores ostentosos, los ricachones y especuladores del Partido, sus enjoyadas mujeres que apestaban a perfumes occidentales y a desodorante ruso, los camareros congregados alrededor de las mesas más ricas. Se elevaban las horribles voces de los cantantes, la música se elevaba para ahogarlas, se elevaban de nuevo las voces y la voz de Henziger se elevaba sobre todas ellas.
—Quiero que sepa algo, Scott —rugió, inclinándose excitadamente sobre la mesa en dirección a Barley—. Este pequeño país está en marcha. Huelo esperanza aquí, huelo cambios, huelo comercio. Y nosotros, en Potomac, estamos adquiriendo una parte de ello. Me siento orgulloso. —Pero su voz le había sido arrebatada por la banda—. Orgulloso —repitieron inaudiblemente sus labios frente a un millón de decibelios gitanos.
Y lo malo consistía en que Henziger era una buena persona y Maisie no lo era menos, lo que empeoraba las cosas. A medida que el tormento se prolongaba, Barley entró en el bienaventurado estado de la sordera. Dentro de la cacofonía descubrió su propia cámara de seguridad. Desde sus ventanas saeteras, su yo secreto miraba la noche blanca de Leningrado. ¿Adónde has ido, Goethe?, preguntó. ¿Quién la sustituye cuando ella no está aquí? ¿Quién remienda tus negros calcetines y te prepara tu aguada sopa mientras la arrastras del pelo a lo largo de tu noble y altruista camino a la autodestrucción?
De alguna manera, sin ser consciente de ello, debían de haber vuelto al hotel, pues despertó para encontrarse apoyado en el brazo de Wicklow entre los alcohólicos finlandeses que daban tumbos por el vestíbulo.
—Una gran fiesta —dijo a quien quisiera oírle—. La banda, espléndida. Gracias por venir a Leningrado.
Pero mientras Wicklow le remolcaba pacientemente para llevarle a la cama, la parte serena de Barley miró por encima de su hombro a lo largo de la amplia escalera. Y, en la oscuridad, junto a la puerta de entrada, vio a Katya, sentada con las piernas cruzadas y el bolso sobre el regazo. Vestía una chaqueta negra de pinzas. Llevaba un pañuelo blanco de seda anudado bajo la barbilla, y su rostro estaba vuelto hacia él con esa tensa sonrisa suya, triste y esperanzada, abierta al amor.
Sin embargo, al aclarársele la vista, la vio decirle alguna procacidad al portero y se dio cuenta de que se trataba, simplemente, de otra fulana de Leningrado en busca de clientes.
Y al día siguiente, a los sones de las más discretas de las trompetas británicas, nuestro héroe volvió a casa.
Ned no quería ceremonias, nada de americanos y, desde luego, tampoco Clive, pero estaba decidido a realizar algún gesto de bienvenida, así que nos fuimos en coche a Gatwick y, tras situar a Brock en la barrera de
Llegadas
con una tarjeta que decía «Potomac», nos instalamos en una sala de espera que el Servicio compartía de mala gana con el Foreign Office, entre una interminable discusión sobre quién se había bebido la ginebra.
Esperamos, el avión traía retraso. Clive telefoneó desde Grosvenor Square para preguntar «¿Ha llegado, Palfrey?», como si esperase que fuera a quedarse en Rusia.
Pasó otra media hora antes de que Clive telefoneara de nuevo, y esta vez fue el propio Ned quien atendió la llamada. No había hecho más que colgar el teléfono cuando se abrió la puerta y entró Wicklow, sonriendo angelicalmente pero arreglándoselas al mismo tiempo para lanzar una advertencia con los ojos.
Segundos después, entraba Barley, con el mismo aspecto de sus fotografías de vigilancia, a excepción de la palidez que le cubría el rostro.
—¡Malditos cabrones! —exclamó antes de que Brock cerrara de golpe la puerta—. ¡Ese remilgado capitán con su acento de Surrey! Le mataré al muy cerdo.
Mientras Barley continuaba despotricando, Wicklow explicó discretamente la causa de su agitación. Su vuelo chárter desde Leningrado había sido ocupado por una delegación de jóvenes comerciantes británicos a quienes Barley había calificado arbitraria como yuppies de la peor especie, cosa que, por el ruido que hacían, eran, en efecto. Varios estaban ya borrachos cuando subieron al avión y los restantes no tardaron en estarlo. No llevaban más que unos cuantos minutos en el aire cuando el capitán, que, en opinión de Barley, fue el provocador del incidente, anunció que el avión acababa de salir del espacio aéreo soviético. Se elevó un griterío ensordecedor mientras la azafata recorría el pasillo repartiendo champaña. Luego, todos rompieron a cantar el
¡Rule, Britannia!
—A mí que me den siempre «Aeroflot» —bramó furiosamente Barley ante los congregados—. Vaya escribir a la compañía aérea. Voy a…
—Usted no va a hacer nada parecido —le interrumpió amablemente Ned—. Usted va a dejar que le demos nuestro más cálido y cordial recibimiento. Y después puede dar rienda suelta a su berrinche.
Mientras decía esto, continuó estrechando la mano de Barley hasta que éste acabó finalmente sonriendo.
—¿Dónde está Walt? —preguntó, mirando a su alrededor.
—Me temo que ha tenido que salir a un trabajo —respondió Ned, pero Barley había perdido ya el interés. Su mano temblaba violentamente mientras bebía y lloraba un poco, cosa que Ned me aseguró era normal en los que volvían del lugar de la acción.
La pauta de los tres días siguientes, como los restos de un avión estrellado, fue minuciosamente examinada en busca de fallos técnicos, pero se encontraron muy pocos.
Tras su estallido en el aeropuerto, Barley entró en la fase radiante, sonriéndose mucho a sí mismo durante el viaje en coche, saludando con su habitual y recatado afecto los familiares puntos característicos del paisaje. También tuvo un acceso de estornudos.
Tan pronto como llegamos a la casa de Knightsbridge, donde Ned había decidido que Barley pasara la noche antes de volver a su piso, dejó caer su equipaje en el vestíbulo, abrazó a la señorita Coad y, declarándole amor eterno, le obsequió con un espléndido sombrero de piel de lince que ni Wicklow ni nadie pudieron recordar haberle visto comprar.
En este momento yo me separé de los demás. Clive me había ordenado que fuese al duodécimo piso para lo que él denominó «una discusión crucial», aunque resultó que lo que realmente quería era sonsacarme. ¿Estaba nervioso Scott Blair? ¿Se mostraba envanecido? ¿Cómo se sentía, Palfrey? Johnny estaba allí, escuchando, pero sin hablar apenas. Bob, dijo, había sido llamado a Langley para celebrar consultas. Yo les conté lo que había visto, nada más y nada menos. Los dos se sintieron desconcertados por las lágrimas de Barley.