—Barley, ¿tiene idea de la naturaleza del material que la fuente que usted llama Goethe ha proporcionado hasta el momento? ¿De su mensaje general, digamos? —preguntó azoradamente Bob, exhibiendo su amplia sonrisa.
Johnny había lanzado la misma clase de pregunta a Landau, recordé. Y se quemó los dedos.
—¿Cómo voy a tenerla? —replicó Barley—. No le he puesto los ojos encima. Ustedes no me dejan.
—¿Está completamente seguro de que el propio Goethe no le dio ninguna indicación anticipada? ¿Ninguna palabra susurrada, de autor a editor, de lo que
podría
proporcionarle algún día, si ambos cumplían sus promesas? ¿Aparte de lo que ya nos ha contado de Peredelkino de las divagaciones sobre armamento y enemigos irreales?
—Les he dicho todo lo que recuerdo —respondió Barley, meneando la cabeza con aire confuso.
También igual que Johnny antes que él, Bob empezó a mirar de soslayo que sostenía bajo la mesa. Pero en el caso de Bob con verdadera turbación.
—Barley, en las seis visitas que ha realizado usted a la Unión Soviética durante los siete últimos años, ¿ha establecido algún contacto, aunque sea breve, con pacifistas, disidentes u otros grupos extraoficiales de esa naturaleza?
—¿Es delito acaso?
Clive terció con tono cortante.
—Responda a la pregunta, ¿quiere?
Sorprendentemente, Barley obedeció. A veces, Clive era, simplemente, demasiado pequeño para llegar hasta él.
—Está uno con toda clase de personas, Bob. Músicos de jazz, libreros, intelectuales, periodistas, artistas… Es una pregunta imposible de responder. Lo siento.
—Entonces, ¿puedo modificarla un poco y preguntarle si está usted relacionado con pacifistas en Inglaterra?
—No tengo ni idea.
—Barley, ¿sabía usted que dos miembros de un cierto grupo musical con el que usted estuvo entre 1977 y 1980 participaron activamente en la Campaña por el Desarme Nuclear, así como en otras organizaciones pacifistas?
Barley pareció sorprendido, pero complacido.
—¿De veras? ¿Tienen nombres?
—¿Le sorprendería si le dijese Maxi Burns y Bert Wunderley?
Para regocijo de todos menos de Clive, Barley soltó una alegre carcajada.
—¡Oh, Dios mío! Olvídese del pacifismo, Bob. Maxi era un comunista rematado. Habría hecho saltar por los aires las Cámaras del Parlamento si hubiese tenido una bomba. Y Bert le habría tenido cogida la mano mientras lo hacía.
—¿Debo entender que eran homosexuales? —preguntó Bob, con sonrisa maliciosa.
—Maricas perdidos —confirmó alegremente Barley.
Ante lo cual, con evidente alivio, Bob dobló su hoja de papel y dirigió a Clive una mirada para indicar que había terminado, y Ned propuso a Barley que salieran a tomar un poco el aire. Walter se acercó invitadoramente a la puerta y la abrió. Ned debía de haberle exigido que actuara a manera de contraste, pues Walter nunca se habría atrevido si no. Barley vaciló unos instantes y, luego, cogió una botella de whisky y un vaso y se metió cada cosa en un bolsillo de la chaqueta en lo que sospecho que era un gesto destinado a impresionarnos. Así equipado, marchó tras ellos a paso de ambladura, moviendo, como la jirafa, las piernas y los brazos a un tiempo, dejándonos a los tres solos y sin pronunciar palabra.
—¿Eran las preguntas de Russell Sheriton las que le estabas haciendo? —pregunté con tono amistoso a Bob.
—Últimamente, Russell es demasiado brillante para toda esta maldita clase de cosa, Henry —respondió Bob con evidente disgusto—. Russell ha recorrido un largo camino.
Las luchas por el poder que se desarrollaban en Langley eran un misterio incluso para los que se veían implicados en ellas, y ciertamente —por mucho que fingiéramos otra cosa— para nuestros barones del piso doce. Pero en las agitaciones y maniobras desarrolladas, el nombre de Sheriton había aparecido frecuentemente como el hombre con más probabilidades de acabar descollando.
—¿Quién las autorizó entonces? —pregunté yo, ateniéndome a la cuestión—. ¿Quién las redactó, Bob?
—Quizá Russell.
—¡Acabas de decir que era demasiado brillante!
—Quizá tiene que mantener tranquilos a sus boyardos —respondió turbadamente Bob, encendiendo su pipa y sacudiendo la cerilla.
Nos dispusimos a esperar a Ned.
El umbroso árbol está en un jardín público próximo a los muelles. Yo he estado bajo él y sentado bajo sus ramas he contemplado cómo se elevaba sobre el puerto el sol naciente mientras el rocío depositaba gotitas de agua sobre mi impermeable gris. He escuchado, sin entenderle, a un viejo místico de rostro venerable que gusta de recibir allí a la luz del día, a sus discípulos. Son de todas las edades y le llaman profesor. El banco está instalado alrededor del tronco del árbol y se halla dividido en asientos individuales por medio de reposabrazos de hierro. Barley estaba sentado en el centro, entre Ned y Walter. Habían hablado primero en una soñolienta taberna de marineros y luego en lo alto de una colina, dijo Barley, pero, por alguna razón, Ned se niega a acordarse de la colina. Ahora habían vuelto al valle como lugar final. Brock permanecía sentado, vigilante, el coche alquilado observándoles detrás de la extensión de hierba. De los almacenes del otro lado de la carretera llegaba un chirrido de grúas, un ir y venir de camiones y los gritos de los pescadores. Eran las cinco de la mañana, pero el puerto está despierto desde las tres. Las primeras nubes del alba se formaban y disgregaban como el Primer Día.
—Elijan a otro —dijo Barley. Lo había dicho ya de varias maneras diferentes—. Yo no soy su hombre.
—Nosotros no le elegimos —dijo Ned—. Le eligió Goethe. Si conociéramos una forma de volver junto a él sin usted, nos apresuraríamos a utilizarla. Él se ha fijado en usted. Probablemente ha estado esperando diez años a que apareciese alguien como usted.
—Él me eligió porque no era un espía —repuso Barley—. Porque canté mi maldita aria.
—Y tampoco será un espía ahora —dijo Ned—. Será un editor. El de él. Todo lo que hará será colaborar con su autor y con nosotros al mismo tiempo. ¿Qué hay de malo en ello?
—Usted tiene empuje, tiene talento —dijo Walter—. No es extraño que beba. Ha permanecido infrautilizado durante veinte años. Ahora es su oportunidad de brillar. Tiene suerte.
—Ya brillé en Peredelkino. Cada vez que brillo, se apagan las luces.
—Podría incluso llegar a ser solvente —dijo Ned—. Tres semanas de preparación en Londres mientras espera nuestro visado, una divertida semana en Moscú, y nunca volverá a tener dificultades económicas.
Con la prudencia innata en él, Ned había evitado la palabra «adiestramiento».
Y vuelve el turno a Walter, un toque de látigo, un poco de adulación, pero Ned lo deja pasar.
—¡Oh!, el dinero no importa. ¡Barley es demasiado espléndido! Se trata de hacer algo por el propio país, y a mucha gente no se le presenta nunca la oportunidad. Sueñan con ello, solicitan hacerlo, pero nunca encuentran ocasión. Y después, cumplida su intervención, puede reposar y disfrutar los beneficios de ser británico, sabiendo que se los ha ganado aunque se ría de ellos, a lo que tiene perfecto derecho, cosa que, como todas las demás, es preciso luchar para conseguirla.
Y Ned había juzgado bien. Barley se echó a reír y dijo a Walter «venga de ahí» o algo parecido.
—Y es también hacer algo por su autor, si lo piensa bien —intervino Ned, con su forma sencilla de hablar—. Le estará salvando el cuello. Si va a entregar secretos de Estado, lo menos que puede hacer por él es ponerle en manos de gente competente. Usted es antiguo alumno de Harrow, ¿no? —añadió como si acabara de recordarlo—. ¿No he leído en alguna parte que se educó usted en Harrow?
—Sólo fui a clase allí —respondió Barley, y Walter soltó una de sus estrepitosas carcajadas, a las que se unió también Barley por pura cortesía.
—¿Por qué solicitó ingresar con nosotros hace todos esos años? ¿Recuerda qué le impulsó a ello? —preguntó Ned—. Algún sentido del deber, ¿verdad?
—Yo quería mantenerme apartado de la empresa de mi padre. Mi profesor dijo que enseñara en una escuela preparatoria. Mi primo Lionel dijo que me hiciera espía. Ustedes me rechazaron.
—Sí, Y me temo que no podemos hacerle ese favor una segunda vez —dijo Ned.
Como viejos camaradas, los tres hombres contemplaron en silencio el mar. Una hilera de barcos de guerra se extendía ante la bocana del puerto, orlados de luces sus aparejos.
—¿Sabe que siempre soñé que habría uno? —dijo de pronto Walter, mirando al mar—. En el fondo, yo soy un hombre de Dios. Estoy seguro. O, si no, un marxista fracasado. Siempre creí que, tarde o temprano, su historia tendría que producir uno. ¿Cuánta ciencia tiene usted? Ninguna, claro. Usted es de esa generación… Si le preguntase qué es velocidad de quemado, usted pensaría probablemente que le estaba hablando de temas culinarios.
—Probablemente —admitió Barley, riendo de nuevo a pesar suyo.
—¿CEP? ¿Alguna idea?
—Me temo que no me gustan las iniciales.
—Circular-errar-probable entonces. ¿Qué tal eso?
—En la inopia —replicó Barley, en uno de sus impredecibles accesos de irritabilidad.
—¿Recalibrar? ¿A quién o qué recalibro, y con qué?
Barley no se molestó en contestar.
—Bien. ¿Qué es el Gran Hijoputa, familiarmente conocido en los círculos como el GHP? No ofenderá eso sus oídos, ¿verdad?
Barley se encogió de hombros.
—El GHP es el supercohete SS9 soviético —dijo Walter—. Fue exhibido en un desfile del Uno de Mayo en los años oscuros de la guerra fría. Sus dimensiones eran impresionantes, y más tarde se le atribuyó una famosa
huella
. ¿Tampoco le dice nada eso? ¿Huella? No importa, ya se lo dirá. La huella en este caso eran tres enormes agujeros en las estepas rusas que parecían el diseño del grupo de silos para Minuteman con su centro de mando. La discusión era si habían sido producidos por cabezas explosivas susceptibles de ser dirigidas independientemente y si, por consiguiente, podían los soviéticos alcanzar a tres silos americanos a un mismo tiempo. Los que no querían creer tal cosa consideraban que las huellas eran mera casualidad. Los que sí lo creían fueron más lejos y dijeron que las cabezas explosivas eran para destruir ciudades, no silos. Prevalecieron los creyentes, y se dieron a sí mismos luz verde para el programa ABM. No importaba que su teoría resultara completamente desautorizada tres años después. Ellos se acabaron imponiendo. No sé si me sigue.
—No necesito ir detrás de nadie —dijo Barley.
—Pero aprende muy aprisa, ya lo creo que sí —le aseguró Walter a Ned, hablando por encima del cuerpo de Barley—. Los editores pueden hacerse cargo de cualquier cosa.
—¿Qué tiene de malo
averiguar?
—se quejó Ned, con el tono de un hombre desconcertado por sutilezas—. Eso es lo que no consigo entender. No le estamos pidiendo que construya los horribles cohetes ni que apriete el botón. Le estamos pidiendo que nos ayude a mejorar nuestro conocimiento del enemigo. Si a usted no le gusta la cuestión nuclear, tanto mejor. Y, si el enemigo resulta ser amigo, ¿dónde está el mal?
—Yo creía que se suponía que la guerra fría había terminado —dijo Barley.
A lo que Ned, sinceramente alarmado al parecer, exclamó por lo bajo:
—¡Oh, Dios mío!
Pero Walter no se mostró tan contenido. Walter fingió estar indignado, y quizá lo estaba. Podía estar cualquier cosa en cualquier momento, y a menudo varias cosas a la vez.
—¡Teatralismos políticos baratos y amistades fingidas! —refunfuñó—. Aquí estamos, empeñados en el más grande enfrentamiento ideológico de la Historia, y usted me dice que todo ha terminado porque un puñado de estadistas consideran conveniente estrecharse las manos en público y deshacerse de unos cuantos juguetes anticuados. El imperio del mal de rodillas, ¡oh sí! Su economía es un desastre, su ideología titubea y su patio trasero está saltando en pedazos ante sus rostros. No me diga que esa es una razón para desmontar nuestros cañones, porque no le creeré ni una palabra. Es una razón para espiarles a fondo veinticinco horas al día y darles una patada en los huevos cada vez que intenten sacar los pies del tiesto. ¡Dios
sabe
quién se creerán que son dentro de diez años!
—Supongo que se da cuenta de que si deja en la estacada a Goethe lo estará entregando a los americanos —dijo Ned, a manera de información de tipo práctico—. Bob no le dejará escapar, ¿por qué habría de hacerla? No se deje engañar por sus modales de Yale. ¿Cómo vivirá usted consigo mismo
entonces?
—Yo no quiero vivir conmigo mismo —dijo Barley—. No puedo imaginar nadie peor con quien vivir.
Una nube color pizarra atravesó el rojo camino del sol antes de deshacerse en fragmentos.
—Todo se reduce a lo siguiente —dijo Ned—. Es una forma ruda y poco inglesa de expresarlo, pero lo diré de todos modos. ¿Quiere ser usted un elemento pasivo o activo en la defensa de su país?
Barley estaba todavía tratando de encontrar una respuesta cuando Walter se la proporcionó, y con un tono cortante que no admitía contradicción.
—Es usted miembro de una sociedad libre. No tiene opción —dijo.
El confuso rumor del puerto iba creciendo en intensidad a medida que aumentaba la luz del día. Barley se puso en pie lentamente y se frotó la espalda. Parecía tener allí una zona de dolor permanente, justo encima de la cintura. Quizás eso explicaba la inclinación de su cuerpo.
—Cualquier Iglesia decente hace tiempo que les habría quemado a ustedes en la hoguera, bastardos —dijo fatigadamente.
Se volvió hacia Ned, escrutándole a través de sus pequeñas gafas.
—Yo no soy el hombre adecuado —le advirtió—. Y es usted un necio por utilizarme.
—Todos somos inadecuados —dijo Ned—. Y estamos tratando con cosas inadecuadas.
Barley cruzó el césped, buscándose las llaves en los bolsillos. Entró en una calle lateral y se perdió de vista mientras Brock caminaba suavemente tras él. La casa era una cuña, estrecha en la calle, ancha en la trasera. Barley abrió la puerta principal y la cerró a su espalda. Pulsó el temporizador y empezó a subir la escalera con paso regular y pausado, porque tenía un largo camino que recorrer.
Ella era una buena mujer, y nada era culpa suya. Todas eran buenas mujeres. Eran mujeres con una misión que cumplir para con él, lo mismo que Hannah tuvo en otro tiempo una misión para conmigo…, salvarle, fortalecerle, encauzar sus numerosas capacidades en una dirección, ayudarle a emprender el nuevo rumbo que le liberase de todos los nuevos rumbos que había emprendido antes. Y Barley la había alentado como las había alentado a todas ellas. Había permanecido a su lado en el lecho de la enfermedad como si él mismo no fuese el paciente sino un miembro del equipo médico. «A ver qué podemos hacer por este pobre tipo que le haga restablecerse y ponerse de nuevo en marcha».