Magistral novela de intriga y de amor en la que un modesto editor britanico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, se ve envuelto, de forma fortuita, en una trama de espionaje internacional.
Corre el tercer verano de la frágil perestroika. Nike Landau, un agente comercial, acude a una feria de Moscú: allí se le acercara una hermosa joven rusa llamada Katya, quien le pide que lleve un paquete cuando regrese de Inglaterra. El paquete está dirigido a Blandy Blair, un curioso individuo aficionado al jazz, bebedor y modesto editor.
Contiene información que puede considerarse vital para la defensa Occidente.
Braly Blair es un hombre que se rige por sus propias reglas. Ha tenido diferentes experiencias matrimoniales. Sin embargo en el fondo, el aspira al amor y a un hogar, así como servir a la causa ideal. Desde el primer momento de su encuentro con Katya el cree que ha hallado cuanto anhelaba. Pero ¿será cierto?
John le Carré
La casa Rusia
ePUB v1.1
Perseo08.07.12
Título original:
The Russia House
John le Carré, 1989
Traducción: Adolfo Martín
Diseño/retoque portada: Perseo
Editor original: Perseo (v1.0 a v1.1)
ePub base v2.0
A Bob Gottlieb
gran editor y
paciente amigo.
«Realmente, yo creo que la gente desea tanto la paz que los Gobiernos harían bien en quitarse de en medio un día de éstos y dejarle disfrutar de ella».
D
WIGHT
D. E
ISENHOWER
«Se siente que pensar como un héroe para comportarse como un ser humano simplemente decente».
M
AY
S
ARTON
Los agradecimientos en las novelas pueden ser tan tediosos como los títulos de crédito en el cine; sin embargo, constantemente me siento conmovido por la buena disposición de personas atareadas a dedicar su tiempo y su sabiduría a una empresa tan frívola como la mía, y no puedo dejar pasar esa oportunidad de darles las gracias.
Recuerdo con especial gratitud la ayuda de Strobe Talbott, el ilustre periodista de Washington, sovietólogo y escritor sobre temas de defensa nuclear. Si hay errores en este libro, sin duda no son suyos, y habría habido muchos más sin él. El profesor Lawrence Freedman, autor de varias obras clásicas sobre el conflicto moderno, me permitió también aprender de él, pero no se le debe culpar de mis simplezas.
Frank Geritty, agente durante muchos años del Federal Bureau of Investigation, FBI, me introdujo en los misterios del detector de mentiras, tristemente llamado ahora polígrafo, y si mis personajes no están tan versados como él en sus poderes, a ellos y no a él debe culpar el lector.
Debo absolver también de responsabilidad a John Roberts y su personal, de la Asociación Gran Bretaña-URSS, de la que es director. Fue él quien me acompañó en mi primera visita a la URSS, abriéndome todas las puertas que en otro caso quizás hubieran permanecido cerradas. Pero nada sabía de mis oscuros designios y nada al respecto. De entre sus ayudantes debo mencionar especialmente a Anne Vaughan.
Mis anfitriones soviéticos en el Sindicato de Escritores mostraron una discreción similar, y una grandeza de espíritu que me sorprendió. Nadie que visite la Unión Soviética en estos extraordinarios años y goce del privilegio de sostener las conversaciones que a mi me fueron permitidas, puede regresar sin un duradero amor a su pueblo y sin una sensación de temor ante la magnitud de los problemas con que se enfrenta. Espero que mis amigos soviéticos encuentren reflejados en este relato un poco del calor que sentí en su compañía y de las esperanzas que compartimos por un futuro más sensato y sociable.
El jazz es un gran unificador, y no me faltaron amigos cuando se trataba del saxofón de Barley. Wally Fawkes, el famoso caricaturista e intérprete de jazz, me prestó su oído musical, y John Calley su tono perfecto, tanto en letra como en música. Si estos hombres gobernasen el mundo, yo me quedaría sin conflictos sobre los que escribir.
J
OHN LE
C
ARRÉ
En una ancha calle de Moscú, situada a menos de doscientos metros de la estación de Leningrado, en el último piso de un recargado y horrible hotel construido por Stalin en el estilo conocido por los moscovitas como «Imperio durante la Peste», la primera feria de material sonoro para la enseñanza del idioma inglés y la difusión de la cultura británica, organizada por el Consejo Británico, se arrastraba penosamente a su fin. Eran poco más de las cinco y media y el tiempo estival se mostraba un tanto errático. Tras los violentos chaparrones que se habían sucedido durante todo el día, un sol débil brillaba en los charcos y levantaba nubecillas de vapor en las aceras. De los transeúntes, los más jóvenes llevaban pantalones vaqueros y zapatos de lona, pero sus mayores continuaban arrebujados en sus prendas de abrigo.
La sala que el Consejo había alquilado no era cara, pero tampoco era apropiada para la ocasión. Yo la he visto. No hace mucho, estando en Moscú para otra misión completamente distinta, subí de puntillas la gran escalera desierta y, con un pasaporte diplomático en el bolsillo, me detuve en la eterna penumbra que envuelve a los viejos salones de baile cuando están dormidos… Con sus gruesas columnas oscuras y sus espejos dorados, resultaba más adecuada para las últimas horas de un trasatlántico yéndose a pique, que para el lanzamiento de una gran iniciativa. En el techo, ceñudos rusos tocados con gorras proletarias agitaban sus puños en dirección a Lenin. Su vigor contrastaba inevitablemente con los desportillados bastidores de cassettes magnetofónicas que se alineaban a lo largo de las paredes, presentando
Winnie the Pooh
e
Inglés para ordenadores en tres horas
. Las cabinas de audición, forradas de arpillera y suministradas por los servicios locales, poseían toda la melancolía de unas sillas de lona en una playa desierta bajo la lluvia. Los puestos de los expositores, apiñados bajo la sombra de una galería salediza, parecían tan blasfemos como unas oficinas de apuestas en un templo.
Sin embargo, allí se había celebrado una especie de feria. Habían acudido visitantes, como suelen acudir los moscovitas, siempre que tengan los documentos y la posición social necesaria para satisfacer a los muchachos de fría mirada y cazadoras de cuero apostados en la puerta. Por cortesía, por curiosidad. Para hablar con occidentales. Porque está ahí. Y ahora, en la quinta y última tarde, se desarrollaba el gran cóctel de despedida de expositores e invitados. Un puñado de miembros de la reducida nómina de la burocracia cultural soviética se congregaba bajo la gran araña central, las damas con sus peinados estilo colmena y sus floreados vestidos diseñados para cuerpos más esbeltos, los caballeros estilizados por los brillantes trajes de confección francesa que significaban el acceso a las tiendas especiales. Sólo sus anfitriones británicos, vestidos en apagadas tonalidades grises, observaban la monotonía de la austeridad socialista. Aumentó en intensidad el rumor de las conversaciones, una brigada de azafatas con delantal distribuyeron los rizados canapés de salchichón y vino blanco caliente. Un alto diplomático británico que no era el embajador estrechaba las mejores manos y decía que estaba encantado.
Sólo Niki Landau se había apartado de las celebraciones. Estaba inclinado sobre la mesa de su vacío
stand
, sumando sus últimos pedidos y cotejando los recibos con los gastos, pues Landau tenía por norma no salir nunca a divertirse hasta haber terminado su trabajo del día.
Y en un extremo de su ángulo visual, reducida a una simple y borrosa mancha azul, aquella mujer soviética que él estaba ignorando deliberadamente.
Complicaciones
, pensaba mientras trabajaba.
Evitar.
El ambiente de fiesta no había contagiado a Landau, a pesar de ser alegre por temperamento. En primer lugar, siempre había sentido una profunda aversión hacia todo lo británico de tipo oficial, desde que su padre fuera devuelto por la fuerza a Polonia. De los británicos mismos, me dijo más tarde, no toleraba que se hablase mal, él era uno más de ellos por adopción y sentía el poderoso respeto del converso. Pero los lacayos del Foreign Office eran cuestión completamente distinta. Y cuanto más elevada era su posición y más se contorsionaban y sonreían y levantaban sus estúpidas cejas al mirarle, más les odiaba y pensaba en su padre. Además, si de él hubiera dependido, jamás habría ido a aquella feria de material fonográfico. Se habría quedado en Brighton con una nueva y preciosa amiguita que tenía, en un bonito hotelito particular que conocía para esas ocasiones.
—Es mejor que conservemos seca la pólvora hasta la feria del libro de Moscú, en setiembre —había aconsejado Landau a sus clientes—. A los rusos les encanta el libro, Bernard, pero el mercado fonográfico les asusta y no están predispuestos en su favor. Si nos dedicamos a la feria del libro, nos forramos. Si vamos a la feria fonográfica, podemos darnos por muertos.
Pero los clientes de Landau eran jóvenes y ricos y no creían en la muerte.
—Mira, Niki —dijo Bernard dando la vuelta tras él y poniéndole una mano en el hombro, cosa que a Landau no le gustaba—, en el mundo de hoy tenemos que hacer flamear la bandera. Somos patriotas, ¿comprendes, Niki? Como tú. Por eso somos una compañía domiciliada en el extranjero. Con la
glasnost
actual, la Unión Soviética es el Everest del negocio de la grabación. Y tú vas a llevarnos a la cumbre, Niki. Porque si no lo haces, encontraremos algún otro que lo haga. Alguien más joven, ¿eh, Niki? Alguien con empuje y con clase.
Empuje todavía tenía Landau. Pero clase, como él mismo era el primero en decir, clase…, eso más valía dejarlo. Él era un jugador, eso era lo que le gustaba ser. Un bullidor jugador polaco, y orgulloso de serlo. Era el viejo Nik, el muchacho desvergonzado y audaz de los representantes que trabajaban con el Este, capaz, según gustaba alardear, de vender cuadros obscenos a un convento georgiano, o tónico capilar a un calvo rumano. Era Landau, el bajito atleta de alcoba que llevaba tacones altos para dar a su cuerpo eslavo la escala inglesa que él admiraba, y ostentosos trajes que exclamaban «eh, aquí estoy». Cuando el viejo Nik montaba su puesto, aseguraron sus colegas a nuestros infatigables investigadores, casi podía oírse el tintineo de la campanilla de su carrito de vendedor polaco. Y el pequeño Landau reía la broma con ellos y les seguía el juego.
—Muchachos, yo soy el polaco con el que ninguno de vosotros podría igualarse —declaraba orgullosamente, mientras pedía otra ronda.
Era su forma de hacer que se riesen con él. Y no de él. Y, muy probablemente, para demostrar su aserto, se sacaría luego un peine del bolsillo superior de su chaqueta, y con la ayuda de un cuadro en la pared o de cualquier otra superficie pulimentada, se alisaría los negrísimos cabellos para una nueva conquista, utilizando las dos manos para domarlos.
—¿Quién es esa belleza que estoy viendo en aquel rincón? —preguntaba en su apicarada mezcla de polaco del ghetto y cockney del East End—. ¡Hola, encanto! ¿Por qué estamos sufriendo solos esta noche?