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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (48 page)

BOOK: La casa Rusia
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—No debías haber insistido —dijo ella.

Brillaban los altos edificios sobre ellos, pero en las calles se instalaba ya la amenazadora atmósfera del toque de queda. Aromas otoñales saturaban el húmedo aire nocturno. Una media luna envuelta en velos de niebla permanecía suspendida en el firmamento ante ellos. Ocasionalmente, sus manos se rozaban. Ocasionalmente, sus manos se agarraban en fuerte abrazo. Barley observaba el espejo retrovisor. Estaba roto y le faltaban algunos pedazos, pero podía ver en él lo suficiente como para distinguir a los coches que les seguían sin alcanzarles. Katya torció a la izquierda, pero continuó sin adelantarles nadie.

Ella se mantenía sin hablar, así que tampoco él lo hacía. Se preguntó cómo aprenderían dónde se podía hablar y dónde no. ¿En la escuela? ¿De otras chicas mayores a medida que crecían? ¿O era ésa la primera plática del médico de familia hacia el segundo año de la pubertad? «Ha llegado el momento de que sepas que los coches y las paredes tienen oídos igual que las personas…».

El coche avanzaba a sacudidas por una carretera lateral llena de baches que conducía a un aparcamiento a medio terminar.

—Imagina que eres un médico —le advirtió ella cuando se miraron uno a otro por encima del techo del coche—. Debes tener un aire muy severo.

—Soy un médico —dijo Barley. Ninguno de los dos bromeaba.

Avanzaron por un laberinto de charcos iluminados por la luz de la luna hasta un sendero cubierto por un techo de amianto que conducía a unas puertas dobles y un vacío mostrador de recepción. Barley captó los primeros y alarmantes olores a hospital: desinfectante, cera de suelos, alcohol. Con paso vivo, ella le guió a través de un vestíbulo circular de cemento veteado, a lo largo de un pasillo con suelo de linóleo y por delante de un mostrador de mármol atendido por mujeres de gesto hosco. Un reloj señalaba las diez y veinticinco. Con ademán deliberadamente oficioso, Barley lo comparó con su reloj de pulsera. El del hospital iba diez minutos atrasado. El pasillo siguiente estaba flanqueado por figuras derrumbadas en sillas de cocina.

La sala de espera era una sombría catacumba sostenida por inmensas columnas y con un estrado elevado en un extremo. En el otro, unas puertas batientes daban acceso a los lavabos. Alguien había instalado una luz provisional para mostrar el camino. A su débil resplandor, Barley distinguió una hilera de colgadores vacíos detrás de un mostrador de madera, camillas con ruedas y, sujeto a la columna más próxima, un viejo teléfono. Junto a la pared había un banco. Katya se sentó en él, así que Barley tomó asiento también junto a ella.

—Siempre procura ser puntual. A veces se retrasa por la conexión —dijo ella.

—¿Puedo hablar yo con él?

—Se enfadaría.

—¿Por qué?

—Si oyen hablar en inglés en una conferencia interurbana prestarán atención inmediatamente. Es normal.

Por las puertas batientes, un hombre con la cabeza vendada, que parecía un soldado aturdido llegado del frente, entró en el lavabo de mujeres en el momento en que dos mujeres salían de él. Éstas le agarraron y le colocaron en la dirección correcta. Katya abrió su bolso y sacó una libreta de notas y una pluma.

Lo intentará a las diez cuarenta, había dicho. A las diez cuarenta intentará el primer contacto. No hablará mucho tiempo, había insistido. Es imprudente hablar demasiado tiempo aun entre teléfonos seguros. Se puso en pie y se dirigió hacia el teléfono, agachándose con soltura para pasar bajo el mostrador del guardarropa.

¿Le dirá que la quiere?, se preguntó Barley. ¿«Te quiero lo suficiente como para poner en peligro tu vida por mí»? ¿Le hablará de amor como hacía en su carta? ¿O le dirá que ella es un precio aceptable por la purificación de su desasosegada alma?

Ella estaba en pie, oblicuamente con respecto a él, mirando atentamente a través de las puertas batientes. ¿Había visto algo malo? ¿Había oído algo? ¿O estaba ya su mente muy lejos, con Yakov?

«Es su postura cuando le está esperando —pensó—, como alguien dispuesto a esperar todo el día».

Sonó el teléfono, roncamente, como si tuviese polvo en la laringe. Un sexto sentido había guiado ya a Katya hacia él, por lo que no tuvo oportunidad de lanzar un segundo graznido antes de que ella lo cogiese. Barley estaba sólo a unos pasos de ella, pero apenas si podía oír su voz por encima del ruido de fondo que llenaba el edificio. Katya se había vuelto de espaldas a él, presumiblemente para proteger su intimidad, y se había tapado con la mano la oreja libre a fin de poder oír mejor a su amante por el auricular. Barley sólo podía escucharla decir «sí» y de nuevo «sí», sumisamente.

¡Déjala en paz!, pensó airadamente Barley. Te lo he dicho antes y te lo volveré a decir el fin de semana. Déjala en paz, mantenla fuera de esto. ¡Trata con los hombres grises o conmigo!

La libreta de notas yacía abierta sobre un desvencijado estante sujeto a la columna, con la pluma encima, pero no había tocado ni una ni otra. Sí. Sí. Sí. Yo hice eso en la isla. Sí. Sí. Sí. Vio sus hombros elevarse y permanecer así, y su espalda distenderse después como si hubiera hecho una profunda inspiración o hubiera disfrutado de un momento placentero en su interior. Su codo se separó de su costado para apretar más firmemente el auricular contra su cabeza. Sí. Sí. ¿Qué tal
no
por una sola vez?
¡No, no me someteré por ti!

Su mano libre había encontrado la columna, y Barley pudo ver cómo los dedos se separaban y se tensaban al apretarse las yemas contra el oscuro yeso. Vio que le blanqueaba el dorso de la mano al ponerse rígida, pero sin moverse, y de pronto su mano le alarmó. Había encontrado un asidero y se estaba aferrando a él para salvar la vida. Ella estaba en la lisa faz del acantilado, y la presa de sus dedos era lo único que había entre su amante y el abismo.

Se volvió, con el auricular apretado aún contra su oído, y él vio su cara. ¿Quién era? ¿En qué se había convertido? Por primera vez desde que la conocía, su rostro carecía de expresión, y el teléfono arrimado a su sien era la pistola que alguien estaba sosteniendo allí.

Tenía la mirada del rehén.

Luego, su cuerpo empezó a resbalar a lo largo de la columna, como si no pudiera ya hacer el esfuerzo necesario para mantenerlo erguido. Al principio, cedieron solamente las rodillas, después se dobló también por la cintura, pero allí estaba Barley para sostenerla. Le rodeó la cintura con un brazo y le cogió el teléfono con la otra mano. Se lo llevó al oído y gritó: «¡Goethe!», pero solamente percibió el tono de llamada, así que colgó.

Era extraño, pero hasta ahora Barley había olvidado que era fuerte. Comenzaron a moverse, pero al hacerla, ella fue presa súbitamente de una violenta reacción contra él y le lanzó en silencio el puño, golpeándole en el pómulo con tanta fuerza que por unos instantes no vio nada más que una luz deslumbrante. Le sujetó las manos a los costados y las mantuvo allí mientras la empujaba por debajo del mostrador y la conducía a través del hospital y del aparcamiento. «Es una paciente alterada —estaba explicando mentalmente—. Una paciente alterada, bajo los cuidados de un médico».

Todavía sujetándola, volcó su bolso sobre el techo del coche, encontró la llave, abrió la puerta del lado del acompañante y la dejó caer dentro. Luego, dio la vuelta corriendo hasta el lado del conductor por si ella tenía idea de ponerse al volante.

—Iré a casa —dijo ella.

—No conozco el camino.

—Llévame a casa —repitió.

—¡No conozco el camino, Katya! Tendrás que decirme a la derecha y a la izquierda, ¿me oyes? —La agarró de los hombros—. Incorpórate. Mira por la ventanilla. ¿Dónde está la marcha atrás en este maldito cacharro?

Maniobró con los cambios. Asió la palanca y la puso bruscamente en marcha atrás, haciendo chirriar la caja de cambios.

—Luces —dijo.

Ya las había encontrado, pero hizo que ella se las encendiera, queriendo que reaccionara a su ira. Mientras avanzaban dando tumbos sobre los baches, tuvo que torcer a un lado para esquivar una ambulancia que entraba a toda velocidad. Un surtidor de barro y agua ennegreció el parabrisas, pero como no estaba lloviendo no había limpiaparabrisas. Deteniendo de nuevo el coche, se apeó y limpió a medias el cristal con su pañuelo. Luego, volvió a subir.

—A la izquierda —ordenó ella—. De prisa, por favor.

—Antes vinimos por el otro lado.

—Es de dirección única. Date prisa.

Su voz sonaba yerta, y él no podía reanimarla. Le ofreció su botellín de whisky. Ella lo rechazó. Conducía lentamente, haciendo caso omiso de sus instrucciones de que se apresurase. Brillaban unos faros en el espejo retrovisor, sin ganar ni perder terreno. Es Wicklow, pensó. Es Paddy, Cy, Henziger, Zapadny, todos los coraceros de la guardia. El rostro de Katya se iluminaba y oscurecía alternativamente bajo las lámparas de sodio, pero se mantenía exánime. Estaba mirando al interior de su propia mente, a cualesquiera terribles cosas que veía en su imaginación. Se había llevado a la boca el apretado puño y tenía los nudillos encajados entre los dientes.

—¿Tuerzo aquí? —le preguntó él ásperamente. Y de nuevo le gritó—: Dime dónde tengo que torcer, ¿quieres?

Ella habló primero en ruso y, luego, en inglés.

—Ahora. A la derecha. Más de prisa.

Nada le resultaba familiar a Barley. Cada calle desierta era como la siguiente y como la anterior.

—Tuerce ahora.

—¿Derecha o izquierda?


¡Izquierda!

Gritó la palabra con todas sus fuerzas y, luego, volvió a gritarla. Tras el grito, brotaron sus lágrimas y continuaron cayendo entre estrangulados sollozos. Luego, gradualmente, los sollozos se fueron debilitando y para cuando detuvo el coche delante de su edificio de apartamentos habían cesado por completo. Estiró del freno de mano, pero estaba roto. El coche se movía todavía cuando ella abrió la puerta de su lado. Él alargó el brazo para detenerla, pero Katya fue demasiado rápida. Había conseguido saltar a la acera y corría por el patio delantero con el bolso abierto y buscando las llaves. Un muchacho con chaqueta de cuero estaba apoyado en el quicio de la puerta y pareció querer cortarle el paso. Pero Barley había alcanzado ya a Katya, y el muchacho se hizo a un lado de un salto para dejarlos pasar. Ella no quiso esperar el ascensor, o quizás había olvidado que existía uno. Echó a correr escaleras arriba, y Barley lo hizo detrás de ella, pasando por delante de una pareja abrazada. En el primer rellano, un viejo estaba sentado, borracho, en un rincón. Subieron y siguieron subiendo. Ahora era una vieja la que estaba borracha. Ahora, un chico. Subieron tantos tramos de escalera que Barley empezó a temer que hubiera olvidado en qué piso vivía. Luego, de pronto, estaba haciendo girar la llave y nuevamente se encontraban en su apartamento, y Katya entraba en la habitación de los gemelos y se arrodillaba en su cama, con la cabeza echada hacia delante y jadeando como una nadadora desesperada, con un brazo extendido sobre el cuerpo de cada niño dormido.

Una vez más, sólo había su dormitorio. La llevó hasta allí porque, aun en aquel minúsculo espacio, ella ya no conocía el camino. Se sentó en la cama con aire titubeante, pareciendo no saber a qué altura estaba. Él se sentó a su lado, mirando su rostro apagado, viendo cómo sus ojos se cerraban, se entreabrían y volvían a cerrarse, sin atreverse a tocada porque estaba rígida y aterrada y alejada de él. Se agarraba la muñeca como si la tuviese rota. Lanzó un profundo suspiro. Barley pronunció su nombre, pero ella no pareció oírle. Él paseó la vista por la habitación, buscando. Sujeta a una pared había una especie de repisa, una improvisada mesa y un escritorio combinados. Echado entre viejas cartas vio un cuaderno con lomo de alambre en espiral, similar a los que usaba Goethe. Sobre la cama colgaba una reproducción enmarcada de un Renoir. Barley descolgó el cuadro y se lo apoyó sobre los muslos. El adiestrado espía arrancó una página de su libreta de notas, la apoyó sobre el cristal del cuadro, sacó una pluma del bolsillo y escribió:

Cuéntame.

Puso el papel delante de Katya, y ella lo leyó con indiferencia, sin soltarse la muñeca. Se encogió levemente de hombros. Su hombro estaba apoyado contra el de él, pero ella no se daba cuenta. Tenía abierta la blusa y los abundantes y negros cabellos desgreñados a consecuencia de su carrera. Escribió de nuevo
Cuéntame
y; luego, la agarró de los hombros mientras sus ojos la imploraban con desesperado amor. Después, señaló con el dedo índice la hoja de papel. Cogió el cuadro y se lo puso a ella sobre el regazo para que lo sujetase. Ella miró el papel y el
Cuéntame
, hizo una profunda inspiración y bajó la cabeza hasta que él la perdió la vista tras la caótica cortina de sus cabellos.

Han cogido a Yakov
, escribió.

Él volvió a tomar la pluma.

¿Quién te lo ha dicho?

Yakov
, respondió ella.

¿Qué ha dicho?

Vendrá a Moscú el viernes. Se reunirá contigo en el apartamento de Ígor a las once de la noche del viernes. Te traerá más material y responderá a tus preguntas. Debes tener preparada una lista concreta. Será la última vez. Debes traerle noticias de publicación, fechas, detalles. Debes traerle buen whisky. Me quiere.

Él volvió a coger la pluma.

¿Era Yakov el que hablaba?

Ella asintió con la cabeza.

¿Por qué dices que le han cogido?

Utilizó el otro nombre.

¿Qué nombre?

Daniil. Era nuestra norma. Pyotr si no hay novedad. Daniil si le han cogido.

La pluma había estado pasando urgentemente entre ellos. Ahora, Barley la retuvo, mientras escribía pregunta tras pregunta.

¿Ha cometido un error?
, escribió.

Ella meneó la cabeza.

Ha estado enfermo. Ha olvidado vuestro código
, escribió él.

Ella volvió a menear la cabeza.

¿Nunca se ha equivocado antes?
, escribió.

Negó ella con la cabeza, cogió la pluma y escribió furiosamente.

Me ha llamado Mariya. Ha dicho: ¿Eres Mariya? Mariya es e nombre que yo debía dar si estaba en peligro. Si estoy bien, Alina.

Escribe sus palabras.

Aquí Daniil. ¿Eres Mariya? Mi conferencia ha sido el éxito más grande de mi carrera. Eso era mentira.

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