«Venganza». ¿Ha creado alguna vez el lenguaje una palabra más deliciosa? Me la repito cuando voy a dormir por la noche, confiado en que me proporcionará sueños agradables.
Barón V
LADIMIR
H
ARKONNEN
El gobierno de Richese necesitaba una enorme cantidad de solaris, aunque de forma extraoficial, para financiar el desarrollo del campo de invisibilidad de Chobyn. Y el primer ministro Ein Calimar sabía dónde encontrar los fondos que quería.
Llegó a Giedi Prime, irritado por tener que insistir en que la Casa Harkonnen pagara su deuda, largo tiempo dilatada. En lugar de ser conducido a la fortaleza donde siempre se reunía con el barón, el capitán de la guardia Kryubi le guió hasta el opresivo corazón de Harko City.
Calimar, un hombre delgado, vestido con suma elegancia, se preparó para lo peor y procuró no perder los nervios. El barón era muy aficionado a los juegos psicológicos. Por algún motivo desconocido, el Harkonnen había decidido aquella mañana inspeccionar sus plantas de reciclaje de residuos, y el primer ministro estaba informado de que la entrevista tendría lugar allí, de lo contrario habría perdido el tiempo. Calimar arrugó la nariz al pensar en ello.
La atmósfera que reinaba en el interior del enorme edificio industrial era bochornosa, permeada de olores que habría preferido no experimentar jamás. Los ojos le picaban tras las gafas de montura dorada. Notaba que el hedor impregnaba su traje de tela sintética, que debería quemar después de regresar a sus lujosas oficinas de Centro Tríada. Pero no regresaría sin el dinero que el barón debía a la Casa Richese.
—Por aquí —dijo Kryubi, sus labios firmes adornados con un fino bigote.
Precedió a Calimar por una serie interminable de escaleras metálicas, que subían hasta una red de pasarelas, elevadas sobre cubas de aguas negras hediondas, como siniestros acuarios para necrófagos.
¿Cómo consigue llegar hasta aquí un hombre tan gordo como el barón?
Calimar jadeó durante casi todo el trayecto, en su esfuerzo por no alejarse del capitán, y por fin se fijó en plataformas elevadoras situadas en lugares estratégicos.
Está intentando ponerme en mi lugar.
Frunció la nariz y apretó los dientes para infundirse confianza. Necesitaba ser duro y tratar al barón con determinación.
La primera vez que el remilgado Calimar había ido a Giedi Prime, el barón había dejado que se sentara en una habitación cerca de la cual yacía un cadáver. Cuando el embajador había formulado la embarazosa petición de ayuda económica, el olor a podrido transmitió una amenaza no verbalizada.
Esta vez, Calimar se tomaría la revancha. Años antes, el barón había ofrecido ayuda a las titubeantes industrias de Richese, con la condición de ser tratado en secreto por un médico Suk. Más adelante, el barón solo había pagado una parte de lo pactado, para luego hacer caso omiso de las repetidas demandas de Richese. El médico, Wellington Yueh, había logrado identificar la enfermedad de su paciente, pero no así la manera de curarla. Nadie podía hacerlo.
Así, el barón había esgrimido dicha justificación para no pagar el resto de los honorarios. Pero ahora, después de que el director Flinto Kinnis hubiera asegurado que iban a desarrollar un generador de invisibilidad, Calimar necesitaba enormes cantidades de dinero. El trabajo de investigación inicial sería costoso, pero como su rival, Ix, funcionaba muy por debajo de su capacidad óptima, Richese tenía la oportunidad de recuperar su antigua posición económica.
El barón debía pagar lo que debía, aunque Calimar tuviera que chantajearle para que cumpliera con sus obligaciones…
El primer ministro avanzó por la pasarela hacia el obeso hombre. Kryubi le dijo que continuara solo, lo cual preocupó a Calimar.
¿Pretende el barón matarme?
Tal acción causaría un escándalo en el Landsraad. No, la Casa Richese poseía demasiada información perjudicial para los Harkonnen, y su señor lo sabía.
Calimar observó que el barón utilizaba filtros y tapones nasales, especialmente diseñados para defenderse del hedor. Sin una protección similar, el primer ministro no quería ni saber cuántas toxinas inhalaba cada vez que respiraba. Se quitó las gafas y limpió los cristales, pero persistió una capa aceitosa.
—Barón Harkonnen, habéis elegido un lugar… poco ortodoxo para nuestra reunión.
El barón contemplaba las corrientes remolineantes de cieno como si estuviera mirando por un caleidoscopio.
—Estoy muy ocupado, Calimar. Hablaremos aquí o en ningún sitio.
El primer ministro captó el mensaje no verbalizado, una grosera falta de respeto muestra de un hombre grosero. En respuesta, procuró hablar con el tono más rudo posible.
—Desde luego, barón. Como adultos, así como líderes de nuestros respectivos planetas, tenemos obligaciones que cumplir. Vos, señor, no habéis respetado las vuestras. Richese os proporcionó los servicios que solicitasteis. Estáis obligado a pagar el resto de lo acordado.
El barón frunció el ceño.
—Yo no os debo nada. Vuestro médico Suk no me curó.
—Eso no constó nunca en nuestro acuerdo. Os examinó y diagnosticó vuestra enfermedad. Debéis pagar.
—Me niego —replicó el barón, como dando el asunto por zanjado—. Podéis marcharos.
El primer ministro respiró hondo, lo cual le provocó náuseas, e insistió.
—Señor, he intentado en repetidas ocasiones ser razonable, pero teniendo en cuenta vuestra criminal negativa a pagar, me siento justificado por completo si altero las condiciones de nuestro acuerdo. Por lo tanto, subo el precio. —Calimar dio una cifra exorbitante—. Richese está dispuesta a llevar el asunto al tribunal del Landsraad, donde nuestros expertos legales y abogados demostrarán que tenemos razón. Revelaremos el origen de vuestra enfermedad y describiremos vuestra continuada degeneración y debilidad.
Hasta es posible que presentemos pruebas de una creciente inestabilidad mental.
El rostro del barón se tiñó de púrpura, pero antes de que pudiera estallar, fueron interrumpidos por la llegada de tres guardias. Escoltaban a un hombre larguirucho, vestido con ropas exquisitas hechas a medida.
Mephistis Cru se esforzó por hacer caso omiso de los olores alarmantes que le rodeaban y avanzó.
—¿Me habéis hecho llamar, mi señor?
Miró a un lado y a otro y frunció el ceño. Después, lanzó una mirada de desaprobación a la cuba.
El barón miró de reojo a Calimar, y después se volvió hacia Cru.
—He de haceros una pregunta delicada, una cuestión de protocolo. —Su cara mofletuda adoptó una expresión de ira mortífera—. Confío en que podáis proporcionarme una respuesta satisfactoria.
El asesor se irguió en toda su estatura con orgullo.
—Por supuesto, mi barón. Para eso estoy aquí.
—Desde el desastre de mi banquete, me he estado preguntando qué sería más cortés, si arrojaros a esta trampa mortal yo mismo, u ordenarlo a un guardia, para no ensuciarme las manos.
Cru retrocedió un paso, alarmado, y Kryubi indicó con un ademán a sus guardias que le cortaran la retirada.
—Mi… No comprendo, mi señor. Solo os di los mejores…
—No tenéis una respuesta clara, ¿eh? Muy bien, creo que se lo ordenaré a los guardias. —El barón agitó su mano morcilluda—. Debe de ser la alternativa más cortés, en cualquier caso.
De repente, al asesor de etiqueta no se le ocurrió nada educado que decir. Profirió a voz en grito una sarta de palabrotas que hasta el barón consideró ofensivas. Guardias uniformados agarraron al hombre por los brazos y le arrojaron por encima de la barandilla, con un gesto fluido y mecánico. Las elegantes prendas de Cru aletearon mientras caía. Consiguió retorcerse en el aire antes de zambullirse en la inmensa cuba de desechos humanos.
Mientras Cru pataleaba y se revolvía, el barón se volvió hacia su escandalizado visitante.
—Perdonad, primer ministro. Deseo contemplar el espectáculo y disfrutar cada segundo.
Mephistis Cru logró llegar hasta el perímetro de la cuba. Se aferró al borde y vomitó sobre el suelo limpio. Guardias provistos de guantes de polímero le inmovilizaron los brazos.
Cuando izaron a Cru por encima del borde, el hombre lloró de alivio y terror. El asesor estaba cubierto de cieno marrón y heces. Alzó los ojos hacia la pasarela e imploró perdón.
Los guardias ataron pequeñas pesas a sus tobillos y le arrojaron de nuevo a la cuba hedionda.
Calimar contemplaba estos hechos con horror, pero no se dejó intimidar.
—Siempre he considerado esclarecedor presenciar los abismos de vuestra crueldad, barón Harkonnen. —Imprimió firmeza a su voz, mientras la desgraciada víctima continuaba manoteando en el lodo—. Quizá podríamos continuar hablando de asuntos importantes.
—Oh, guardad silencio un momento.
El barón señaló a la figura gimoteante, sorprendido de que Cru aún tuviera fuerzas para mantener la cabeza fuera de los excrementos. Calimar no cedió.
—Hace muchos años, el emperador Elrood expulsó a mi amo, el conde Ilban Richese, de Arrakis porque parecía débil. Cuando vuestro hermanastro Abulurd dio muestras de debilidad, vos le expulsasteis y asumisteis el control de las operaciones de especia, antes de que Elrood interviniera. El Landsraad y el emperador desprecian a los líderes impotentes. En cuanto se enteren de vuestra enfermedad debilitadora, y que os fue transmitida por una bruja, seréis el hazmerreír del Imperio.
Los ojos negros del barón adquirieron un brillo de obsidiana. Abajo, el asesor de etiqueta se hundió bajo las aguas fecales, pero logró emerger de nuevo. Escupió, tosió y chapoteó.
El barón conocía muy bien los recientes cambios de humor del emperador Corrino. Calimar tenía cogido a su rival por los testículos, y ambos lo sabían. Por más que protestara el barón, no le cabía duda de que los richesianos cumplirían sus amenazas.
—No puedo pagar tanto —dijo en tono conciliador—. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo razonable.
—Convinimos un precio, barón, y habríais podido pagarlo en cualquier momento. Pero ya no. Ahora, vuestra propia estupidez ha aumentado el coste.
El barón se atragantó con su respuesta.
—¡No podría entregaros tantos solaris ni aunque vaciara todas las tesorerías de Giedi Prime!
Calimar se encogió de hombros. La cabeza de Mephistis Cru se había sumergido, pero aún agitaba los brazos. Incluso con las pesas en los tobillos, consiguió mantenerse a flote durante unos cuantos minutos más.
El primer ministro hizo su última contraoferta.
—Ya hemos presentado nuestra querella ante el tribunal del Landsraad. Dentro de dos semanas se celebrará una audiencia. Nos será muy fácil retirar la denuncia, pero solo si pagáis antes.
El barón se devanó los sesos en busca de una solución, pero sabía que no tenía alternativa…, de momento.
—¡Especia, puedo pagaros en especia! Tengo suficiente melange acumulada para pagar vuestro desorbitado precio, y os la puedo proporcionar de inmediato. Debería ser una moneda lo bastante sólida para un repugnante chantajista como vos…
—Vuestros insultos me resbalan. El grifo Harkonnen se ha quedado sin dientes. —Calimar emitió una risita, y luego se puso serio de nuevo—. No obstante, después del derramamiento de sangre en Zanovar, y considerando las continuadas amenazas de Shaddam contra las reservas ilegales de especia, dudo en aceptar el pago en esa forma.
—Solo cobraréis así. Podéis aceptar la melange ahora, o esperar a que encuentre financiación suficiente. —El barón esbozó una sonrisa insidiosa—. Tal vez tarde meses.
—Muy bien. —Calimar consideró que era lo máximo que podía obtener, puesto que su adversario necesitaba salvar la cara de alguna manera—. Nos encargaremos de transportar en secreto vuestra reserva a nuestra luna laboratorio de Korona, donde será guardada y custodiada. —El primer ministro se mostró indulgente—. Me alegro de haber solucionado el asunto, aunque lamento haber tenido que hacer esto.
—No, no lo lamentáis —replicó el barón—. Salid de aquí, y no intentéis chantajearme otra vez.
Calimar se esforzó por ocultar su nerviosismo mientras recorría la pasarela y bajaba las escaleras…
El barón, rabioso, se concentró en la contemplación de Mephistis Cru. Este lechuguino, tan preocupado por las formalidades y los perfumes elegantes, poseía una fuerza sorprendente. En cierta manera, era admirable. Incluso con las pesas en los tobillos, todavía no se había ahogado.
Por fin, cansado del espectáculo, el barón ordenó al capitán Kryubi que conectara las cuchillas rotatorias de la cuba. Cuando el turbio y espeso líquido empezó a remolinear, Mephistis Cru intentó nadar aún con más frenesí.
El barón solo deseaba haber podido añadir el primer ministro Calimar a la mezcla.
Hay más tragedias que triunfos en la historia. Pocos eruditos desean estudiar una larga letanía de acontecimientos que terminaron bien. Los Atreides hemos dejado más huella en la historia de lo que pretendíamos.
Duque P
AULUS
A
TREIDES
Duncan Idaho, armado con un cuchillo de aspecto peligroso en la mano izquierda y una espada corta en la derecha, se lanzó hacia Leto.
El duque retrocedió hasta entrar en el salón de banquetes y giró en redondo para proteger sus puntos vulnerables con un semiescudo centelleante. La velocidad de reflejos del maestro espadachín ya había disminuido, y había ajustado la celeridad de la hoja para que la punta pudiera atravesar la barrera.
Leto sorprendió a Duncan con un movimiento poco ortodoxo. Se precipitó sin vacilar hacia su joven contrincante. Esto aumentó la velocidad relativa del cuchillo de Duncan con respecto al escudo de Leto, y la hoja rebotó en el muro protector.
Leto desenvainó su espada corta, pero el joven maestro espadachín saltó sobre la mesa de banquetes y corrió hacia atrás con la agilidad de un gato.
Daba la impresión de que los ojos de múltiples facetas del toro salusano disecado y el retrato del duque Paulus, vestido de matador, contemplaban el duelo con interés.
—Esos candelabros fueron un regalo de bodas de mis padres —dijo Leto con una carcajada—. Si los rompes, me los cobraré con tu pellejo.
—No podrás tocar mi pellejo, Leto. Duncan saltó hacia atrás sobre la mesa.
Mientras el maestro espadachín estaba en el aire, Leto derribó uno de los candelabros con la mano que empuñaba el cuchillo y rodó bajo los pies de Duncan. Este perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Leto saltó sobre la mesa, corrió hacia delante, con la espada corta en la mano, dispuesto a concluir el duelo de práctica. Sería su primera victoria.