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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Casa Corrino (30 page)

BOOK: La Casa Corrino
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La barca dobló una curva, donde los setos parecían más altos, y los afilados espinos más largos. Más adelante, Pilru vio débiles luces en la base de un enorme edificio de piedra gris. Una doble puerta metálica que dominaba un canal acuático permitía el acceso al penal. Brillaban luces al otro lado.

En el extremo de altos postes que flanqueaban la puerta había las cabezas de cuatro prisioneros ejecutados, tres hombres y una mujer. Habían vaciado sus cráneos, todavía envueltos en carne sanguinolenta, que luego habían cubierto de un polímero conservante, para a continuación colocar en su interior globos de luz, de manera que una luz espectral brillaba a través de las cavidades oculares, la boca y la nariz.

—La Puerta de los Traidores —anunció el barquero, mientras las puertas de metal se abrían con un chirrido y la embarcación pasaba—. Un montón de prisioneros famosos entran por aquí, pero muy pocos vuelven a salir.

Un guardia apostado en el muelle les hizo señales, y Pilru bajó del bote. Sin pedirle sus credenciales, el hombre le guió por un pasillo siniestro que olía a moho y podredumbre. Pilru oyó gritos. Tal vez eran ecos procedentes de las temidas cámaras de tortura imperiales…, o simples grabaciones destinadas a perpetuar la angustia de los prisioneros.

Pilru fue conducido hasta una pequeña celda rodeada por un campo de contención anaranjado.

—Nuestra suite real —anunció el guardia. Apagó el campo de contención y permitió que el embajador pasara. La celda hedía.

Riachuelos de humedad resbalaban por una pared de roca situada al fondo de la celda, y caían sobre la cama y el suelo de piedra, donde crecían hongos. Un hombre vestido con una raída chaqueta negra y pantalones mugrientos yacía en un catre. El prisionero se incorporó con cautela cuando Pilru se acercó.

—¿Quién sois? ¿Mi experto en leyes, tal vez?

—La alcaide McGarr os concede una hora —dijo el guardia al embajador—. Después, podéis marchar…, o quedaros.

Tyros Reffa pasó sus pies calzados con botas por encima de la cama.

—He estudiado los principios del sistema judicial. Conozco el Código de la Ley Imperial al dedillo, y hasta Shaddam está obligado por él. No está siguiendo…

—Los Corrino siguen la ley que más les conviene.

Pilru meneó la cabeza. Lo había vivido en sus carnes, cuando había condenado las injusticias recaídas sobre Ix.

—Yo soy un Corrino.

—Eso decís vos. ¿Aún no tenéis representación legal?

—Han pasado casi tres semanas, y nadie ha hablado conmigo todavía. —Parecía agitado—. ¿Qué ha pasado con el resto de la compañía? No saben nada de esto…

—También han sido detenidos.

Reffa inclinó la cabeza.

—Lo lamento muchísimo. Y también la muerte del guardia. No era mi intención matar a nadie, sino tan solo dar a conocer al público mi opinión. —Miró a su visitante—. ¿Quién sois?

Pilru se identificó en voz baja.

—Por desgracia, soy un servidor gubernamental sin gobierno. Cuando Ix fue conquistado por los invasores, el emperador se lavó las manos.

—¿Ix? —Reffa le miró con cierto orgullo—. Mi madre era Shando Balut, que más tarde contrajo matrimonio con Dominic Vernius de Ix.

El embajador se acuclilló, procurando que sus ropas no rozaran nada ofensivo.

—Si en verdad sois quien decís, Tyros Reffa, sois legalmente un príncipe de la Casa Vernius, junto con vuestro hermanastro Rhombur. Sois los dos únicos miembros de vuestra familia todavía vivos.

—También soy el único heredero varón Corrino.

Reffa no parecía asustado de su posible destino, solo indignado con el tratamiento que recibía.

—Eso decís vos.

El prisionero cruzó los brazos sobre el pecho.

—Análisis genéticos detallados probarán mis aseveraciones.

—Exacto. —El embajador extrajo un maletín médico de la bolsa de nulentropía ceñida a su estómago—. He traído un extractor genético. El emperador Shaddam quiere mantener oculta vuestra verdadera identidad, y he venido sin su conocimiento. Hemos de ser extremadamente cautelosos.

—El no se ha sometido a ningún análisis. O ya sabe la verdad, o no le interesa. —Reffa parecía disgustado—. ¿Intenta Shaddam mantenerme oculto aquí durante años, o ejecutarme con sigilo? ¿Sabéis que el auténtico motivo de su ataque contra Zanovar era eliminarme? Tanta gente muerta…, y yo ni siquiera estaba allí.

Pilru, que había empleado sus habilidades diplomáticas durante años, consiguió reprimir la sorpresa ante aquella afirmación asombrosa. ¿Todo un planeta arrasado para eliminar a una sola persona? No obstante, estaba convencido de que Shaddam habría sido capaz de acabar con una supuesta amenaza de esta manera.

—Todo es posible. Sin embargo, negar vuestra existencia sirve a los propósitos del emperador. Por eso debo tomar muestras, con el fin de llevar a cabo un análisis exhaustivo…, lejos de Kaitain. Necesito vuestra colaboración.

Distinguió una expresión esperanzada en el rostro de Reffa. Los ojos verdegrisáceos se iluminaron, y se puso muy tieso.

—Desde luego.

Por suerte, no pidió más detalles.

Pilru abrió una caja negra, en la que había un autoescalpelo reluciente y una jeringa, así como varios frascos y tubos.

—Necesitaré suficiente material para varios análisis genéticos.

El prisionero accedió. El embajador recogió a toda prisa sangre, semen, partículas de piel, uñas y células epiteliales del interior de la boca de Reffa. Todo lo necesario para procurar pruebas definitivas sobre el parentesco de Reffa, aunque Shaddam intentara negarlo.

Siempre que Pilru lograra sacar las muestras del planeta, por supuesto. Se llevaba entre manos un juego muy peligroso.

Después de tomar todas las muestras, los anchos hombros de Reffa se hundieron, como si por fin hubiera aceptado que jamás saldría vivo del planeta.

—Supongo que nunca me permitirán ir a juicio, ¿verdad?

Parecía un muchacho inocente.

El amado Docente Glax Othn siempre le había enseñado que la justicia era algo sagrado. Pero Shaddam, el Verdugo de Zanovar, se creía por encima de la ley imperial.

—Lo dudo —dijo el embajador con brutal sinceridad.

El prisionero suspiró.

—Escribí un discurso para el tribunal, una majestuosa declaración en la tradición del príncipe Raphael Corrino, el personaje que encarné en mi última representación. Iba a utilizar todo mi talento para hacer llorar a la gente por la época dorada del Imperio, y obligar a mi hermanastro a reconocer el error de su proceder.

Pilru calló, después sacó una diminuta holograbadora de su bolsa de nulentropía.

—Pronunciad vuestro discurso ahora, Tyros Reffa. Yo me encargaré de que otros lo escuchen.

Reffa se sentó muy erguido, y una magnífica capa de dignidad le arropó.

—Me habría gustado hablar para un público.

La grabadora empezó a zumbar.

Después, cuando el guardia regresó, el embajador Pilru estaba impresionado, resbalaban lágrimas sobre su rostro.

—¿Y bien? —preguntó el guardia, cuando el campo de contención se abrió por un lado—. ¿Os vais a quedar con nosotros? ¿Queréis que os busque una celda vacía?

—Me voy.

El embajador Pilru lanzó una mirada de despedida a Tyros Reffa y se apresuró a salir. Tenía la garganta seca, las mejillas húmedas, las rodillas débiles. Nunca había experimentado el tremendo poder de un Jongleur adiestrado.

El hijo bastardo de Elrood, erguido con todo el orgullo de un emperador, miró a Pilru a través de la neblina anaranjada del campo.

—Saludad de mi parte a Rhombur. Ojalá… hubiéramos podido conocernos.

42

La clave del descubrimiento no reside en las matemáticas, sino en la imaginación.

H
ALOA
R
UND
, primeros diarios de laboratorio

Con el cuerpo todavía desasosegado e inquieto, Rund se inclinó sobre una mesa de dibujo electrónica, contempló los garabatos y líneas magnéticas de la pantalla plana. Mientras repasaba la lista de sus notas, utilizando algunos trucos mentat para recobrar la memoria utilizada mucho tiempo atrás, había reconstruido en el orden exacto todas las preguntas que las Bene Gesserit habían formulado, todos los detalles que había observado en la nave siniestrada.

Ahora que sabía que el campo de invisibilidad podía existir, solo tenía que encontrar la forma de recrearlo. El desafío era formidable.

Talis Balt y el director Kinnis esperaban en un rincón del austero laboratorio.

—Director, he estado reflexionando durante horas —dijo Balt—. Las afirmaciones de Haloa me parecen… correctas, aunque no sé por qué.

—Yo no recuerdo nada —contestó el director.

—Mi mente ha sido sometida a los rigores del adiestramiento mentat —dijo Rund sin levantar la vista—. Tal vez poseo cierta capacidad de resistencia a los trucos mentales Bene Gesserit.

—Pero fracasaste como mentat —le recordó Kinnis en tono escéptico.

—No obstante, cambió los senderos neuronales de mi cerebro. —Recordó un adagio de la escuela: las pautas tienden a repetirse, tanto para el éxito como para el fracaso—. Mi mente desarrolló bolsas de resistencia, músculos mentales, zonas de almacenamiento auxiliares. Tal vez por eso su coacción no obró un efecto absoluto.

Su viejo tío se sentiría orgulloso de él.

Balt se rascó la cabeza, como si intentara desenterrar raíces de pelo.

—Propongo que registremos de nuevo el laboratorio de Chobyn.

—Ya lo hicimos cuando desertó —replicó el director, impaciente—. Chobyn no era más que un investigador de poca monta, hijo de una familia sin importancia, de modo que no gozaba de un espacio muy grande. Lo hemos utilizado como almacén desde su desaparición.

Rund borró los dibujos de su pantalla. Sin pedir permiso a Kinnis, corrió hacia la antigua zona de trabajo…

En el laboratorio abandonado, examinó una lista de piezas solicitadas y fragmentos de notas. Revisó holofotos de vigilancia tomadas de Chobyn, pero no descubrió nada importante.

El inventor renegado se había dedicado a alterar las ecuaciones clásicas de Holtzmann, desarrolladas milenios antes. Los más brillantes científicos modernos no comprendían cómo funcionaban las fórmulas esotéricas de Tio Holtzmann, pero funcionaban. Rund tampoco podía comprender lo que Chobyn había hecho.

Su cerebro estaba inflamado, trabajaba con una eficacia mayor de lo que había imaginado. Flinto Kinnis hacía lo posible por supervisar, mientras Rund registraba todo el laboratorio, sin hacer caso de los demás. Daba golpecitos en las planchas del suelo, en las paredes y en los techos. Inspeccionaba cada centímetro cuadrado.

Se arrodilló ante una juntura situada entre el suelo y el casco exterior de la estación orbital, y reparó en una grieta que destellaba regularmente, apenas una mota de polvo en el ojo. Rund miró hasta que le dolieron los ojos, y recordó cómo un severo maestro mentat le había enseñado a observar. Aceleró sus percepciones, aminoró el paso del tiempo y captó el siguiente destello.

En el momento preciso, Rund pasó a través de la pared.

Se encontró dentro de un cubículo claustrofóbico, que olía a metal y aire viciado. La pared se cerró detrás de él con otro destello. Apenas podía dar media vuelta en la diminuta habitación. La oscuridad cayó sobre él, como si se hubiera quedado ciego. Le costaba respirar. Todas las superficies estaban heladas.

Tanteó en la oscuridad y encontró delgadas hojas de cristal riduliano, pantallas de proyectos, carretes de hilo shiga repletos de datos. Gritó, pero sus palabras rebotaron en las paredes. No podía ver ni oír nada procedente de la habitación principal.

Cuando la pared destelló de nuevo, Rund salió, sereno pero entusiasmado. El director Kinnis le miró.

—Es una habitación secreta, protegida por un campo, pero parece que el campo está fallando. Chobyn dejó mucha información ahí dentro.

Kinnis se frotó las manos.

—Excelente, hemos de recuperarla. Quiero llegar al fondo del asunto. —Se volvió hacia uno de los técnicos—. En cuanto se produzca otro destello, entre y saque todo lo que encuentre.

El técnico se agachó como un gato al acecho, eligió el momento con precisión y desapareció a través de la pared. La habitación se desvaneció de nuevo.

Rund y Kinnis esperaron minutos que se convirtieron después en media hora, pero el hombre no apareció. No oyeron el menor ruido, ni pudieron abrir de nuevo el cubículo, pese a que golpearon repetidas veces las planchas.

Vino una cuadrilla con herramientas cortantes y abrieron un boquete en la pared, pero solo encontraron la acostumbrada cámara de aire entre las paredes de la estación. Ni siquiera los escáneres captaron algo inusual en la zona.

Mientras la desesperación de los técnicos aumentaba, Haloa Rund contemplaba la lejanía, con la mente perdida en una proyección casi mentat. Basándose en una variación de las ecuaciones Holtzmann, supuso que el campo de invisibilidad había creado un pliegue espacial alrededor del cubículo secreto.

Cuando la abertura volvió a destellar y se abrió, el técnico se derrumbó a través de ella, con la cara pálida y la mirada perdida, las uñas rotas y ensangrentadas, como si hubiera intentado salir a fuerza de arañar las paredes. Dos hombres se precipitaron a ayudarle, pero el técnico estaba muerto, al parecer asfixiado o congelado a raíz de su extraño viaje. ¿Adónde le había transportado el «destello»?

Nadie se movió, temeroso de recuperar los datos almacenados en el cubículo todavía abierto, hasta que Rund avanzó como en trance. Kinnis emitió débiles protestas, ansioso por obtener la información.

Rund, a sabiendas de que la barrera podría cerrarse de un momento a otro, lanzó pantallas de proyectos, carretes de hilo shiga, hojas de cristal riduliano, que los técnicos corrían a recuperar. Como si su mente estuviera sintonizada con el extraño generador de campo, Rund regresó a la seguridad del laboratorio tan solo segundos antes de que la pared se cerrara de nuevo, tan sólida como antes.

Talis Balt contempló las notas.

—Será necesaria una completa investigación para descubrir los secretos de estas anotaciones.

Olvidado ya el técnico muerto, la expresión del director Kinnis parecía indicar que estaba intentando decidir cómo iba a ponerse las medallas del descubrimiento.

—Convenceré al primer ministro Calimar de que necesitamos abundantes fondos. Muy abundantes. Rund, habla con el conde Ilban. Juntos, deberían ser capaces de encontrar una manera de obtener una gran cantidad de dinero.

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