El alejandrino miró al ánfora y luego a la bolsa, y no dijo esta boca es mía. El otro se quedó esperando largo rato, en vano, a que contestase algo.
—Adiós, Basílides —dijo por último. Y se iba ya a marchar cuando el griego le contuvo con un gesto.
—Una cosa, Agrícola —habló con pesadez—. Una puntualización.
—¿Sí?
—Habláis constantemente de un
traidor
, pero he de decirte que tal palabra no es del todo correcta. A mí me reclutaron antes de unirme a la expedición, y no conocía a ninguno de sus miembros. Trabajaba para mis misteriosos patronos antes que para esta misión, así que en realidad no he traicionado a nadie.
—¿Sabes, Basílides? —Agrícola movió la cabeza—. Eso fue algo que en su momento me llamó la atención. En algún momento caí en la cuenta de que todos decíamos
traidor
, en tanto que tú decías
saboteador
o
misterioso enemigo…
y me pregunté por qué.
El geógrafo le observó con gesto hosco; él le dedicó una de sus sonrisas entre cínicas y cansinas y, girándose, se fue de ese alojamiento, dejándole sentado a la mesa con una expresión entre torva y meditabunda, las grandes manos cruzadas, los pulgares sujetando el mentón, y los ojos fijos en el ánfora y la bolsa que tenía delante.
* * *
Al día siguiente, fue Valerio Félix, que solía mantener largas charlas filosóficas con Basílides, el que le echó de menos. Fueron a buscarle pero no le encontraron: el alojamiento estaba vacío y su ocupante se había marchado. Nunca apareció.
Fue un pequeño misterio, la comidilla durante unos días de todo el campamento. El tribuno Januario, que inspeccionó en persona el cuarto, no encontró ninguna pista de por qué o adónde se había ido. Se había llevado consigo todas las anotaciones hechas acerca del viaje, desde Meroe a aquel punto, su bastón y el morral. Sobre la mesa había un ánfora vacía y una copa con un resto aún de vino en el fondo. Agrícola, que también estuvo allí, olisqueó huraño esta última. El geógrafo se había bebido el vino antes de huir y, sin duda, se había llevado consigo el veneno porque, por mucho que Agrícola buscó, no pudo encontrar la bolsa.
Januario estaba desconcertado, pero entre Seleuco y Quirino le convencieron de que la fiebre tenía que haber enloquecido al pobre hombre, que se habría marchado a las selvas, fuera de sus cabales. Se supo, en efecto, que había cruzado solo las puertas del campamento; los guardias, acostumbrados a sus idas y venidas, no le pusieron el menor impedimento.
El tribuno decidió que había que buscarle y Seleuco estuvo de acuerdo. De hecho, se ocupó de todo: llamó a Flaminio y le encomendó la tarea. Tuvieron una charla y, si alguien se hubiese fijado, hubiera visto cómo el segundo escuchaba al primero con perplejidad y luego pensativo. Salió sin perder un momento, acompañado de cuatro libios de plena confianza.
Estuvieron todo el día fuera y no volvieron hasta la noche, con las manos vacías. El geógrafo se había encaminado al noroeste y habían perdido su rastro en un río. Si había vadeado hasta salir por otro punto, o se lo había comido un cocodrilo, eso ya no pudo decirlo Flaminio. Sólo que no pudieron encontrar de nuevo sus huellas, o eso dijo.
En semanas posteriores, algunos exploradores oyeron hablar de alguien que podía ser Basílides a los indígenas. Pero la verdad es que nunca más se tuvieron noticias ciertas del geógrafo y, como en aquel campamento romano perdido en el lejano sur no faltaba el trabajo, los incidentes ni los muertos, poco tiempo después ya todos se habían olvidado de Basílides de Alejandría, convertido ya en una baja más de las muchas sufridas en aquella larga expedición en demanda de las fuentes del Nilo.
Los días fueron pasando con mayor rapidez de lo que hubiera podido esperarse. El
extraordinarius
Seleuco se ocupaba de que los
milites
no estuviesen ociosos. Primero fueron las labores de fortificación, luego desbrozar, el cultivo de los huertos, las maniobras y patrullas. Los
principales
sacaban todos los días a los
gregarii
al llano y los hacían entrenarse con escudos,
pila
y espada. Siempre había algo que hacer, desde revisar una vez más las embarcaciones, puestas en seco y protegidas por una estacada contigua al campamento, hasta reparar los equipos.
Ayudaba al entretenimiento la novedad, porque aquél era un mundo totalmente nuevo para los romanos, y las partidas de caza volvían siempre con noticias de nuevas maravillas. Los inmensos rebaños de herbívoros y las bandadas de aves que, cuando levantaban el vuelo, oscurecían los cielos. Las manadas de elefantes y las estrambóticas jirafas. Los rinocerontes, que dieron más de un disgusto a los exploradores. Las familias de leones y los leopardos solitarios, que observaban desde las horquillas de los árboles, con posturas indolentes pero ojos amarillos y alertas, a las partidas romanas al pasar.
Pescaban grandes percas en el Nilo, cazaban ungulados y cuidaban de los huertos por una mezcla de necesidad y diversión. Salieron partidas de descubierta a batir a varias jornadas del campamento y entraron en contacto con algunos pueblos de esas tierras. Trocaban provisiones por telas, útiles y baratijas compradas a Hesioco en Ambanza, y trataban de conseguir información con ayuda de los intérpretes, que más o menos podían apañarse con algunas de las lenguas allí habladas.
A veces, algunos indígenas llegaban hasta las inmediaciones del campamento romano, movidos por la curiosidad o las ganas de comerciar. Los hubo que se quedaron allí cerca, viendo la posibilidad de hacer buen negocio y no tardó en surgir un pequeño poblado donde se codeaba una población heterogénea que maravillaba a los romanos, pues allí había desde hechiceros ambulantes de piel amarillenta a negros robustos que hablaban una lengua parecida a la de los meroítas, pasando por pigmeos e incluso un guerrero de casi diez palmos de estatura, exiliado de una tierra lejana.
Agrícola iba a veces a esa población nueva y heterogénea, y se sentaba a beber alguna infusión, lamentando que Valerio Félix hubiera perdido todo interés por consignar aquel viaje, ya que, tras la desaparición de Basílides, todo aquello quedaría sin describir y se perdería para siempre. Allí podía uno comprar casi de todo: caza, frutas, licor local, telas, y conocer, hasta donde lo permitían un puñado de palabras recién aprendidas y el lenguaje de signos, historias fabulosas sobre esas tierras. Desde los gigantes —a uno de los cuales podía ver con sus propios ojos en el poblado— a los dragones que vivían en grandes lagos, muy al sur, y que arrebataban a los pescadores de sus piraguas.
Así fue como oyó hablar por primera vez de los bayabas; un pueblo salvaje, llegado de las selvas del suroeste y cuyo nombre era tan sinónimo de terror como el de los ogros de Germania. Porque los bayabas eran una raza errante y guerrera, sin otra ocupación que el pillaje y que devoraba a las tribus que tenían la desgracia de encontrarse en su camino. Vagaban desde hacía años por un inmenso territorio, en grandes bandas, y allí donde llegaban lo devastaban todo, como nubes de langosta, y tras su paso no quedaban más que ruinas y razas aniquiladas. Decían que eran tan salvajes que mataban a sus propios hijos para que no les estorbasen en su vagabundear, y que incorporaban a sus filas a los vástagos de las tribus a las que vencían y devoraban.
Los exploradores también habían escuchado esas historias sobre los bayabas, de cuya existencia daban fe todos los pueblos. Corría la leyenda, empero, de que una coalición de tribus sureñas se había enfrentado a un gran ejército formado por muchas bandas bayabas, y que los habían derrotado tras una enorme batalla que duró todo un día y dejó el campo sembrado de muertos. Desde entonces, había aminorado el azote bayaba. Pero seguía el miedo, y la posibilidad de que aquellos caníbales apareciesen de repente en su territorio era algo que parecía nublar el ánimo de todos los habitantes de esas tierras.
Ante esas noticias, el tribuno Januario mandó reforzar las defensas, doblar las guardias y que los exploradores extremasen las precauciones. Ningún romano se topó jamás con un bayaba, aunque Flaminio decía haber visto pruebas claras de su existencia. Un brujo local, sin miedo a los fantasmas, les llevó a sus hombres y a él a lo que, hasta hacía pocos años, debió de ser un poblado grande y floreciente. Flaminio y el brujo deambularon por entre empalizadas podridas y cabañas quemadas. En el centro del poblado, había una gran plaza, ahora cubierta por hierbas altas, el romano fue testigo de la existencia de pilas de huesos humanos, restos según el brujo de un festín caníbal, y de una pirámide de calaveras, evidentemente levantada por manos humanas.
Llegó así el día en que se cumplió el plazo de tres lunas, pedidos por Emiliano para poder volver de su búsqueda de las fuentes del Nilo. Aquel plazo no era arbitrario, ni estaba hecho en función de una supuesta distancia de su meta, sino a partir del inventario de las provisiones. Llegado el momento, sin que los vigías avistasen a las dos naves, los dos tribunos, Seleuco y Quirino, se reunieron para discutir, todos indecisos sobre qué debían hacer.
El consejo no duró mucho. Puesto que las tribus circundantes no eran hostiles, y habían conseguido víveres mediante trueques, los
extraordinarii
habían propuesto a Januario que, antes de levantar el campamento y zarpar rumbo al norte, enviase una nave a explorar, para ver si al menos conseguía alguna noticia acerca de Emiliano y sus compañeros. El tribuno, que tenía tan pocas ganas de marcharse como el resto, aceptó sin dudar.
La nave zarpó después de consultar los augurios y encontrarlos favorables. Januario y los
extraordinarii
se quedaron en la ribera, observando cómo se alejaba río arriba. Luego el primero fue a encerrarse en su alojamiento, mientras los dos últimos llamaban a los
principales
para, a regañadientes, comenzar a prepararlo todo para marcharse.
Se hizo el último acopio de provisión, cosecharon todo lo que estaba suficientemente maduro, y las naves fueron botadas una tras otra, tanto para comprobar su estado como para dar tiempo a que la humedad hinchase la tablazón y asegurase la estanqueidad. Después, con calma, comenzaron a inventariar. En esos días, los soldados pudieron ver con frecuencia al tribuno Gagilio Januario salir a pasear por la orilla, acompañado por dos libios con jabalinas atentos a que un cocodrilo no saliese de repente de entre las plantas fluviales y le arrastrase al fondo del río.
Mientras, los habitantes de aquel poblado de fortuna, nacido a la sombra del campo romano, se habían dado cuenta de que éstos se preparaban a marcharse, y llenaban de preguntas a los soldados libres de servicio que se acercaban hasta allí. Los mercaderes de tribus cercanas acudían con víveres, pieles y marfil, para hacer los últimos trueques, y los romanos gastaban monedas y eslabones metálicos en licor y mujeres.
El tribuno había dado a la nave de exploración dos semanas de plazo para encontrar al grupo de Emiliano, o al menos saber algo sobre ellos, y volver. Sin embargo, pese al desasosiego que sentían todos de tener que marcharse sin poder esperar a la pequeña expedición del tribuno, no hizo falta llegar al límite del plazo. Porque cinco días antes de cumplirse, a media mañana, los vigías situados río arriba hicieron sonar un cuerno repetidas veces.
Cuando aún los largos toques resonaban a lo largo del río, el tribuno Januario subió a toda prisa a una de las torres que flanqueaban el campamento. Los soldados vieron cómo ascendía corriendo por las escaleras aquel tribuno algo rechoncho, el pelo alborotado, con su túnica blanca de franja púrpura estrecha, y acudieron a su vez a los parapetos.
Al poco llegó también arriba Salvio Seleuco, a largos trancos pero sin correr. Volvieron a tocar la trompa en el río, despertando nuevos ecos en las riberas arboladas. Januario se inclinó sobre el pretil para otear, y Seleuco le puso una mano en el hombro, porque casi temía que se cayese, de lo mucho que se inclinaba.
—Tribuno, permíteme un consejo.
El aludido volvió la cabeza, sorprendido.
—Dime.
—No corras nunca, ni te apresures demasiado. No es bueno que los
milites
vean a sus jefes desbordados por los acontecimientos.
El tribuno le miró un instante, confundido, pero luego asintió:
—Tienes razón.
Por tercera vez sonó el cuerno desde el puesto de vigilancia y esta vez, al volver los ojos, pudieron ver cómo las tan esperadas naves, las tres, doblaban la recurva del río con las velas triangulares desplegadas. Seleuco se palmeó el muslo y se echó a reír; el tribuno se asomó de nuevo, agarrado al pretil con las dos manos. Los hombres de guardia en lo alto de las torres comenzaban a vociferar.
—Haz que toquen las trompetas, tribuno —dijo aún riendo Seleuco—. Y vamos abajo a recibirles; con calma, como si hubieras estado esperando que llegasen justo hoy y a esta hora del día.
Así fue como les estaban esperando a pie de agua, mientras los
milites
salían en torrente por la
porta principalis sinistra
del campamento, que era la que daba al río. Por eso se agolpaban cuando las tres naves vararon con un susurro y los viajeros bajaron a tierra, harapientos y sin afeitar, sonriendo como etíopes, con dientes que parecían muy blancos en esos rostros ennegrecidos por el sol.
Aquellas sonrisas, sus gestos al bajar a tierra, la forma de saludar, estremecieron a Agrícola, pues por ello supo que el grupo había logrado alcanzar su objetivo. Una certeza que no tardó en confirmar el propio Emiliano, que se subió a un gran tronco caído y, a gritos, anunció que Roma había llegado a las fuentes del Nilo. Agrícola se abrió paso entre el clamor, y el tumulto desatado hasta que, con un suspiro de alivio, constató que el alto Demetrio, ahora enflaquecido y con una gran barba, estaba allí, entre los recién llegados.
En cuanto tuvo oportunidad le arrastró consigo, entre la multitud que se dirigía ya de vuelta al campamento, rodeando como héroes a los recién llegados, que lo único que querían era una buena cama en la que descansar los huesos, después de varios días de navegación.
Sólo más tarde, Demetrio, ya bañado y afeitado, y con un cuenco de madera lleno de cerveza local, pudo encontrar un hueco para sentarse con varios de los que se habían quedado en el campamento. Miraba perplejo las empalizadas, los barracones y las torres, y sólo entonces Agrícola recordó que todo eso lo habían construido después de que partieran.