—¿Cuáles?
—Sobre todo, en el viejo problema que nos ocupaba: el de los espías infiltrados en la expedición. Hace mucho tiempo que vengo dando vueltas a ciertos datos y no me queda más remedio que pensar que, si hay alguien que haya estado trabajando desde dentro para perjudicar a la expedición, ése no puede ser otro que tú, Basílides.
El geógrafo, alto y ancho, de manos grandes y rasgos toscos, le contempló con hosquedad. Luego se sirvió la cerveza y bebió.
—Explícate.
—Hay poco que explicar. Ya hemos discutido este tema otras ocasiones, ¿recuerdas? Tú dices que la razón puede desentrañar cualquier misterio, y yo digo que no es necesario ningún ingenio para hacerlo, sino sólo tener dedos en las manos, y saber sumar y restar con ellos.
—Ya. ¿Ya qué conclusión se supone que has llegado con tus métodos de tendero?
—Tú le das vueltas al montón de manzanas, a distancia, tratando de verlo desde todos los ángulos y averiguar, por simple reflexión, cuál es la podrida. Ya te dije que quizá no sea mal método, pero no es el mío. Yo me acerco, cojo cada manzana, la sopeso y, si me parece sana, la aparto; hasta que sólo queda la que busco, y que con frecuencia está oculta bajo las demás —hizo una pausa—. Es más, a menudo parece lustrosa y más sana incluso que las otras, porque tiene el gusano dentro. Voy restando —alzó una mano y agitó los dedos—, y así es como, al final, queda la verdad al descubierto.
—¿Y cuál es tu verdad?
—Que tú eres el agente de Aristóbulo Antipax dentro de la expedición.
—Dame tus razones.
—Lo primero de todo que, en Filé, los asesinos llegaron a la isla ex profeso, con un plan ya fijado para matar al tribuno. Sabían de antemano que iba a visitar el santuario y alguien tuvo que avisarles con tiempo para preparar el golpe.
—¿Y eso me señala a mí? Éramos unos cuantos, incluido tú mismo, los que sabíamos que Emiliano iba a ir ese día a Filé.
—Es verdad. Pero eran más los que no lo sabían, y eso descarta a todos ellos y nos deja ya con un grupo pequeño de gente. Fuiste tú el que le estuvo enseñando la isla. Y he estado indagando con discreción, amigo, y tú le animaste a visitar los monumentos de la parte oriental de la isla, que es donde le estaban esperando los asesinos.
El alejandrino le miró con la copa en la mano.
—Supongo que no basarás tu acusación sólo en esa casualidad.
—No, Basílides. Es sólo un hecho y por sí sólo no es significativo. Pero hay más —el romano se permitió una sonrisa cansada—. Tú siempre has estado a la mano izquierda del prefecto, lo mismo que yo, tratando de averiguar quién pudiera ser el espía. Y, por tanto, sabías en todo momento cómo iban las averiguaciones: Demetrio y yo te contábamos cuanto sabíamos y así nos llevabas ventaja.
Hizo una pausa, mientras su interlocutor le observaba, al parecer con curiosidad.
—Tú debías ser aquel misterioso personaje que salía del campamento por la noche, a reunirse con los hombres de Aristóbulo, y debiste ser tú el que hizo que matasen a aquellos críos, cuando te contamos que te habían visto. Eran ratones de caravana, muy espabilados. Pero, cuando Demetrio y yo retrocedimos a buscarles, sus huellas estaban mezcladas con las de un adulto. No le habían seguido, sino que recorrieron ese trecho a la par: las huellas de los chicos unas veces estaban debajo y otras encima de las de las sandalias de ese adulto. Así que él, fuera quien fuese, tenía su confianza y les llevó a donde les esperaban los hombres de Aristóbulo. Y el hecho de que los chavales habían descubierto a alguien salir de noche de la caravana, sólo lo sabíamos Demetrio, tú y yo.
Se detuvo de nuevo, pero Basílides no mostró intención de hablar, así que prosiguió.
—Ha habido muchos detalles menores a lo largo del viaje, por supuesto. Pero lo que me ha acabado de convencer es lo que nos ha sucedido en los pantanos. Los ataques y los intentos de echar a pique nuestras naves.
El geógrafo ahora sí que se echó a reír.
—¿Pero cómo podría yo tener nada que ver con eso, hombre?
—Tú visitaste el último de todos a Hesioco en Ambanza, y te las arreglaste para hacerlo en solitario. No sé cómo, pero conseguiste convencerle para que usase sus recursos en contra nuestra.
El geógrafo sonrió con dureza; pero, de nuevo, su réplica tuvo más de pulso retórico que de defensa.
—¿Y no podría ser que las tribus locales hubieran decidido cerrar el paso a unos extranjeros como nosotros?
—Quizá. Pero está el asunto de aquel hombre del norte, el exiliado al que sus ancianos enviaron a robar el
vexillum
, con la promesa del perdón. ¿Por qué ese empeño en hacernos daño? ¿Y a robar precisamente el
vexillum
, con la importancia religiosa que tiene para los soldados? ¿Cómo podrían saber eso unos bárbaros que jamás habían oído hablar de Roma?
—Desde luego, es un punto que merece reflexión.
Agrícola estuvo a punto de bufar ante esa salida, aunque se contuvo. Luego incluso logró sonreír.
—Los tienes bien puestos, Basílides.
—Tan sólo uso la cabeza, como me enseñaron mis maestros.
—Muy bien. ¿Cómo explicar, sin intervención ajena, los intentos de hacer naufragar nuestras naves? Tanto la barrena en sí, como su uso para esos menesteres, son típicas de los griegos. Hesioco tuvo que ser el instigador, el que suministró la herramienta y, si alguien dentro de la expedición le instigó a ello, sólo pudiste ser tú.
—Ah. Tú lo has dicho: «si alguien dentro de la expedición». Aun aceptando que Hesioco pudiera haber enviado a esos saboteadores, bien pudiera haberlo hecho por motivos propios.
—No es imposible, desde luego. Pero todo junto, si uno se para a pensar en ello, te convierte en bastante sospechoso.
—Ésa es tu opinión —el geógrafo sacudió la cabeza, con sonrisa de suficiencia—. Lo cierto es que tu argumentación, aunque demuestra ingenio y observación, no deja de ser tosca y, por tanto, endeble.
—Puede —sonrió a su vez—. Pero también es más que suficiente para dar que pensar a los jefes de esta expedición. Y ya conoces a Tito: te pondrá en manos de los
quaestionarii
y ellos te harán hablar.
—Los
quaestionarii
, ¿eh? —sonrió pensativamente, al tiempo que se servía más cerveza—. Es un factor más que tener en cuenta, desde luego.
Luego, de golpe, como si se le cayera una máscara, cogió el ánfora por el cuello y se lanzó encima del mercader. Pero Agrícola hurtó la cabeza y le tiró al rostro un tajo, con un cuchillo que había aparecido como por arte de magia en su mano. La hoja, triangular y filosa, a punto estuvo de rebanar la nariz a Basílides, que sólo pudo salvarse reculando a tiempo.
Se quedó ahí atrás, la jarra aún sujeta por el cuello, las ropas manchadas de la cerveza vertida, mirando con ira ciega al romano, éste suspiró, dolido.
—Basílides, hombre; no intentes pelear conmigo.
El alejandrino le observó aún un momento. Luego la furia de sus ojos se apagó, y fue como si el fuego se convirtiese en cenizas dentro de su mirada. Se sentó con pesadez en la mesa y apuró la poca cerveza que no se había derramado. Agrícola hizo desaparecer el cuchillo.
—Por un instante, creí que iba a tener que matarte. Supongo que esto puede llamarse una confesión.
El otro le contempló, sin decir nada.
—¿Por qué lo hiciste? No lo entiendo, y es por lo que no podía creer que fueses tú.
¿Qué motivo podías tener?
—Dinero —el geógrafo se encogió ahora de hombros.
—¿Dinero? —le miró perplejo—. ¿Es que tienes deudas? ¿Caíste en manos de chantajistas?
—No, Agrícola, no. Nada de eso.
—¿Entonces? Tú eres uno de los eruditos del Museo, un hombre respetado, y esta expedición iba a ser la cima de tu carrera; tú mismo me lo dijiste en más de una ocasión. Te iba a permitir describir, de primera mano, tierras en las que ningún hombre de la órbita romana ha estado jamás.
—¿Y qué? —Basílides se pasó una mano por la cabellera áspera y de grandes entradas—. No soy más que un estudioso de segunda fila en la Biblioteca, y eso es lo que seré siempre, no importa lo que haga.
Agrícola se secó la boca con el dorso de la mano, recordando ahora el poso de amargura que parecía destilar muchas veces aquel personaje rudo, culto y contradictorio.
—¿Lo has hecho por rencor? ¿Es eso? ¿Para vengarte de que no se hayan reconocido tus méritos?
—Años atrás, siendo más joven, quizás hubiese sido una buena razón. Pero hace ya mucho tiempo que dejó de importarme ser o no alguien en la Biblioteca y el Museo.
—¿Entonces, por qué?
—Necesitaba ese dinero para poder librarme de la Biblioteca —enderezó algo la espalda, al tiempo que abría y cerraba las manos—. Es una vida que me resulta odiosa. ¿O aún no te has dado cuenta? Todo el día encerrado en ese maldito edificio, estudiando y clasificando documentos, un día tras otro, organizando las historias de gente que vivió vidas mucho más interesantes que la mía. Esa vida no es para mí, y hace años que lo sé. Me mata, me mata lentamente.
El mercader asintió, en silencio y mirándole con nuevos ojos.
—Un hombre contactó conmigo y me ofreció una gran suma para ayudar a que esta expedición fracasase. Me sorprendió al principio, pero acabé aceptando, y lo hice por dos razones. La primera porque ese dinero me iba a permitir darme la vida que nunca pude tener. La segunda porque no me pedían que ayudase a destruir la expedición, sino sólo a que fracasase en su misión y tuviera que darse la vuelta. Incluso considerarían un éxito que las dificultades fuesen tantas que desanimasen de organizar otras iguales en el futuro.
—¿Quién era ese hombre?
—Alguien sin importancia en toda esta trama. Un simple mensajero.
—Un mensajero por cuenta de…
—Eso no lo sé.
Agrícola clavó sus ojos cansados en esos otros, ahora llenos de hostilidad taurina, de Basílides.
—Los
quaestionarii…
—le recordó con suavidad.
—Ninguna tortura puede hacer que un hombre diga lo que no sabe. Quienes contactaron conmigo por medio de ese hombre no deseaban que yo supiese su identidad, él y yo no somos más que instrumentos. El dinero prometido está a buen recaudo en Alejandría, en poder de intermediarios de solvencia, esperándome en caso de que logre volver y haya cumplido con mi parte del trato.
—Has cumplido, sin duda —el romano agitó la cabeza—. Pero dudo mucho que logres volver.
—Ahórrame eso —Basílides se encogió de hombros, tratando de mantener la compostura—. Una de las razones por las que acepté el encargo del prefecto fue descubrir, por pundonor, como desafío intelectual, quiénes pudieran ser los que me pagaban.
—Aparte de que así sabía lo cerca que andábamos de descubrirte.
—También. ¿Qué duda cabe? Además, si yo buscaba saboteadores, eso me descartaba a ojos vuestros como sospechoso. Está en la naturaleza humana aceptar verdades de base que nunca se detiene a comprobar.
Agrícola se quedó contemplando a aquel alejandrino grande y de aspecto rudo, que le miraba a su vez, sentado a la mesa. Dio unos pasos por la estancia.
—Basílides: ¿tienes cómplices en la expedición? Te aconsejo que seas convincente al responderme.
—Había un par de hombres, sí, que yo sepa; pero estaban en la caravana. Tampoco Aristóbulo Antipax siguió más allá de Meroe. Desde aquel momento, tuve que apañármelas solo.
—Menos mal para nosotros, porque lo has hecho demasiado bien. Hasta lograste convencer a Hesioco para que lanzase a los hombres de los pantanos contra nosotros, ¿verdad?
—Bah: eso fue un golpe de suerte. En realidad he hecho mucho más —irguió la espalda, lleno de un orgullo bastante sombrío—. He estado haciendo y deshaciendo delante de vuestras mismas narices, y ninguno se ha dado cuenta. Soy un hombre de la Biblioteca, el más erudito de la expedición, y me he dedicado a cargar las tintas al hablar de los peligros de estas tierras, a minar la moral, y nadie se ha percatado.
—Casi te admiro, Basílides. Tu vida ha estado en tanto peligro como la nuestra, por culpa de tus propias intrigas.
—Es un riesgo que tenía que correr. Haría lo que fuese con tal de librarme de la vida en la Biblioteca.
Agrícola resopló.
—¿Mataste tú a aquellos pobres críos?
—Si me preguntas si yo fui la causa de su muerte, la respuesta es sí. Pero yo no he matado nunca a nadie con mis propias manos. Los atraje al desierto y los hombres de Aristóbulo se ocuparon de ellos sin que yo estuviera presente, por fortuna, ya que querían interrogarles y no les dieron una muerte fácil. Fue a mí a quien vieron aquella noche salir del campamento, cuando iba a reunirme con los hombres de Aristóbulo.
—Eso es algo que me intriga. ¿Cómo no te reconocieron los chicos, con lo espabilados que eran?
—Amigo mío. Cuando salía al desierto me cubría con un manto de caravanero y el ojo sólo ve lo que quiere ver.
Agrícola asintió despacio, y ya no dijo más. Los dos hombres se quedaron mirándose. Hacía calor y humedad allí dentro, y algunos insectos zumbaban en el interior.
—¿Y
ahora qué? —inquirió el griego—. ¿Por qué has venido solo?
—Era lo mejor. Seleuco y Quirino lo saben todo; se lo conté. Estamos los tres de acuerdo en que no sería bueno para la moral, tal y como están las cosas, prender por traidor a alguien que, como bien has dicho, es el erudito de la expedición.
Soltó un suspiro.
—Así que hemos decidido que es mejor arreglar esto con discreción.
—¿A qué llamas tú discreción? —a pesar de que la pregunta la hizo con voz tranquila, las manos fuertes de Basílides le temblaron un poco.
Agrícola cogió la pequeña ánfora de vino que había llevado consigo, y la puso en la mesa, ante su interlocutor. Luego, de entre sus ropas, sacó una bolsita de ante.
—Guardaba este vino para una ocasión especial. Y en fin, ésta la es; aunque no la que yo esperaba. En cuanto a esto —le mostró la bolsa—, es veneno, rápido y no muy doloroso.
Empujó ánfora y bolsa hacia el geógrafo, que le miraba ahora pensativo.
—Disuelve el veneno en el vino y bebe. Si mañana te encuentran muerto en la cama, todos supondrán que has sufrido una recaída de fiebres mortal, y nunca más se hablará del asunto. Hemos perdido ya varios hombres aquí, y tú serás uno más. Pero, si mañana sigues vivo, Seleuco hablará con Januario y te pondrán cadenas hasta que vuelva la partida de expedición. Tito se ocupará de ti… y ya sabes cómo las gasta.