—Nerón era un veleta. Lo más seguro es que cuando los supervivientes lograron llegar a Roma, a él ya se le hubiera olvidado que les había enviado. Además, si Agrícola tiene razón, no debía de tener muchas simpatías por esos pretorianos en concreto, así que tampoco debió prestarles mucha atención, aunque sólo fuera para no concederles honores.
—Puede que tengas razón —el legado se detiene a su vez ante un puesto de frutas—. ¿Pero cuál fue el verdadero papel de Agrícola en esa expedición?
—¿El papel? No te entiendo, amigo, él mismo nos explicó por qué se unió a esa aventura.
—Ya. Pero no creo que nos haya contado toda la verdad.
—Nadie lo hace —Africano se encoge de hombros, al tiempo que examina goloso las uvas y las manzanas—. Pero no sé adónde quieres llegar.
—Hubo algo en su relato que me llamó la atención. Algo que se le escapó, supongo que porque no le dio importancia.
—¿Qué?
—Que, al poco de volver de una expedición tan larga y fatigosa, se unió a otra que iba a las Puertas del Caspio.
—Agrícola es un hombre inquieto, de ésos que no pueden estarse mucho tiempo inactivos. Yo empleo a gente así en mis caravanas.
—No eres el único que saca partido a esas almas aventureras —se queda pensando—. Verás: en esa época yo estaba metido de lleno en política, en la Urbe, cosa que me costó ser enviado a provincias. Fue un falso ascenso y en su momento me lo tomé muy a mal, aunque supongo que es gradas a eso por lo que ahora estoy vivo. Pero el caso es que recuerdo muy bien que Nerón tenía puestos los ojos en dos lugares. Dos territorios que codiciaba como posibles provincias romanas. ¡Qué curioso que fuesen precisamente Nubia y las Puertas del Caspio!
Africano se le queda mirando, ahora boquiabierto. Pasa otra ráfaga de aire fresco, agitando toldos y mantos.
—Vaya, vaya, vaya…
—¿Ves ahora a lo que me refiero?
—Claro —menea la cabeza con mucha lentitud—. Cuando nuestro amigo Agrícola dijo que se había ido a las Puertas del Caspio, supuse que había sido con una caravana.
—Y puede que así fuera, no lo sé. Pero tengo la impresión de que debió de tratarse de algo más que un simple asunto comercial.
—Entonces, ese viaje tiene que tener también toda una historia.
—Sin duda.
—Pues Agrícola, a su vuelta, no se escapa sin contármela.
—¿Es que va a volver por aquí?
—Eso me dijo.
—¿Darás entonces una fiesta?
—Por supuesto.
El legado coge una manzana roja y lustrosa, y la contempla con detenimiento.
—Ya sabes que no me gustan demasiado las fiestas —frota la manzana para sacarle brillo—. Pero, cuando des ésa, que no se te olvide invitarme.
En el año 60 o 61 d.C., el emperador Nerón mandó una expedición en busca de las fuentes del Nilo. Tanto Séneca como Plinio el Viejo hacen mención a la misma y, por los pocos detalles que nos han llegado, debió ser un asunto bastante extraño. Ni su composición, ni la escasa repercusión que tuvo, habida cuenta lo lejos que debieron llegar, son normales. A partir de todos esos detalles anómalos, empecé a tramar el esquema de la novela.
Una novela histórica no debe hacer tesis, sino ser fiel a los detalles conocidos y jugar a su conveniencia con los desconocidos. Séneca nos cuenta que los pormenores de esa expedición le fueron relatados por pretorianos. La Guardia Pretoriana tenía encomendada la custodia de Roma y la salvaguarda del emperador, y sólo abandonaban la urbe escoltando a este último. Que los pretorianos fueran al corazón de África es tan extraño como que, en el siglo XIX, la reina de Inglaterra hubiese enviado a su Guardia de Buckingham a buscar las fuentes del Nilo. Por otra parte, el mismo Séneca nos dice que los expedicionarios llegaron a unos cenagales inmensos, situados muy al sur de Nubia, una zona que sólo puede ser El Sudd, territorio pantanoso más grande que Inglaterra, situado al sur de lo que hoy es Sudán. Narra también que allí encontraron el origen del Nilo, en un gran chorro que surgía entre dos peñas.
Ahora bien, esa historia del surtidor y las dos piedras es una vieja leyenda egipcia y, por otra parte, convenía muy bien a Séneca, que narra el viaje en su libro Cuestiones Naturales, y que lo usa para teorizar que los grandes cursos fluviales tienen un origen subterráneo.
En la primera versión de la novela, la expedición llegaba hasta esos grandes pantanos pero, documentándome más y leyendo relatos de aventureros y exploradores del XIX, no pudo dejar de llamarme la atención la similitud que alguno de ellos señalan, al hablar de las cataratas Murchison con un gran chorro que surgiera entre peñas. Estas cataratas están ya muy cerca del Lago Alberto, son un desaguadero, y no pude resistir la tentación de situar allí el punto al que llegó la expedición. Como he dicho arriba, no pretendo hacer tesis, sino una novela entretenida; es decir, no postulo que esas cataratas sean las dos peñas de la leyenda egipcia, porque las hipótesis corresponden a otros, no a los novelistas.
Por su parte, Plinio el Viejo dice claramente que la expedición fue enviada sobre todo a espiar; a evaluar el potencial militar de Nubia, porque Nerón tenía ambiciones territoriales ahí y en las Puertas Caspianas. Una cosa no quita la otra y bien pudiera ser que una expedición geográfica redondease su cometido calibrando el poderío de un posible enemigo.
Respecto a la terminología, he buscado el equilibrio entre la fidelidad y la eficacia. He usado términos españoles cuando existen, y en latín en caso contrario. En ocasiones no he dudado en recurrir a vocablos que no son de la época, por razones de eficacia literaria. Así sucede, por ejemplo, al hablar de «nacionalistas egipcios», porque
nacionalistas
, aunque muy posterior, define muy bien a los movimientos de resistencia surgidos ya en tiempos de los lágidas. También he empleado frases hechas, tales como «jugar un papel» o «coto cerrado», que en español definen situaciones concretas y evitan explicaciones largas e innecesarias. Los romanos tenían sus propias frases hechas, equivalentes a las nuestras y con la misma función. Otro tanto puede decirse de palabras de uso común como «pachorra» o «chaval», que se han empleado a sabiendas, por las mismas razones de eficacia y concisión antes expuestas.
Los reyes, gobernadores, sucesos conocidos, se han respetado escrupulosamente. También el trayecto supuesto de la expedición hasta Nubia y la situación humana y política de la época. Todo lo demás es inventado, desde los nombres de los partícipes en la expedición a los motivos que les llevan a estar en ella. Se dan casos curiosos, como el de que sí existió un Basílides en el Museo de Alejandría, y que tenía cierta mala fama, porque hizo una descripción de la India que más que recopilación geográfica es un compendio de fantasías. También en Meroe, capital de Nubia, apareció en una excavación un fragmento de cerámica, parte de una vasija de vino, donde se lee «Pertenezco a Basílides». Todo esto lo supe tras acabar la novela, fue fortuita la elección de ese nombre para el geógrafo de la expedición y lo he mantenido porque estas casualidades son las que también dan sal a las historias.
En primer lugar y sobre todo, debo gratitud por este libro a Hipólito Sanchiz, sin cuya ayuda, de verdad, nunca hubiera podido escribirlo. Me suministró ingente documentación sobre Roma, las legiones, la provincia egipcia, las relaciones con Nubia… y con suma amabilidad se prestó a buscar la solución a dudas históricas que yo no acertaba a resolver con mis propios medios.
A mi buen amigo Alfredo Lara, que me puso sobre la primera pista de esa extraordinaria aventura que fue la búsqueda de las fuentes del Nilo por parte de los soldados de Nerón.
A Francisco Canales, que me echó una mano con las cuestiones egipcias, y que se tomó la molestia de buscarme la frase en egipcio que pronuncia el sacerdote Merythot al llegar a las fuentes del Nilo.
Javier Negrete me ayudó con las cuestiones griegas. Pero el agradecimiento principal que le debo aquí no es por eso, sino por su doble condición de amigo y escritor, con el que he compartido un montón de veladas comentando los incidentes, alegrías y sinsabores que jalonan ese largo periplo que supone escribir una novela.
Y por último a Francisco García Lorenzana, que echó una mano de forma generosa a este barco, cuando amenazaba atascarse en los pantanos.
LEÓN ARSENAL, Nació en Madrid y años más tarde residió en La Coruña, ciudad donde cursó estudios en la Escuela Superior de la Marina Civil. Tras navegar durante varios años, desempeñó varios oficios en tierra. A principios de los años 90 comenzó a escribir relatos pero, hasta el año 2000 no publicó su primera novela,
El hombre de la plata
, narración de corte histórico, ambientada en el siglo VI a.C., en Tartessos.
A partir de ahí siguió publicando en los más diversos géneros: desde el histórico (que es el que ha cultivado con más asiduidad) al ensayo, pasando por el fantástico o el thriller. Dirigió también durante tres años la revista Galaxia, que obtuvo el premio a la mejor publicación de literatura fantástica en el año 2003, otorgado por la Asociación Europea de Ciencia-Ficción, en Turku, Finlandia.
El escritor es consejero por UPyD en el Consejo de la Cultura de la Comunidad de Madrid y forma parte del consejo político de UPyD.