Mientras los hombres abrían el foso, Emiliano fue a dar una vuelta de inspección, acompañado por los tres germanos, y acabó encontrándose con Tito, que deambulaba también a lo largo de la línea de obras, vara en mano. Hacía un calor bochornoso, el cielo estaba nublado y los legionarios, casi desnudos y cubiertos de barro, manejaban entre maldiciones los zapapicos, chapoteando en la tierra empapada. Se detuvieron el uno junto al otro y, en tono casi casual, discutieron durante un rato asuntos de la expedición. A veces Tito señalaba con su vara de centurión los trabajos, las naves o hacia el sur; Emiliano, con su túnica roja y la cabeza descubierta, asentía a ratos. No mencionaron en ningún momento a Senseneb, aunque cada vez que los ojos azules se encontraban con los oscuros del otro, ambos los apartaban con rapidez.
Más tarde, los dos mandaron a hombres de su confianza a la tienda de la meroíta, y ambos recibieron la misma respuesta: Senseneb estaba muy mal, hundida en un estupor que era casi semiinconsciencia, y ardía de lo alta que era la fiebre. Emiliano, que se encontraba a la puerta de su tienda cuando le dieron la noticia, levantó los ojos y vio un ave que alzaba el vuelo y se alejaba hacia occidente. Según dijeron después, el pájaro era negro y el tribuno se tapó el rostro y escondió en su carpa; pero de eso Agrícola no fue testigo.
Esa noche llovió de forma torrencial. La furia de la tormenta despertó a todo el campamento: el agua caía en trombas rugientes y corría cuesta abajo, formando regatos profundos que arrastraban la tierra roja del cerro. Las tiendas estaban empapadas y las gotas hacían resonar las lonas como tambores. Los centinelas recorrían las empalizadas, tratando de ver algo a través de la oscuridad, entre cortinas de lluvia y calados hasta los huesos. Todos los fuegos y luces que no estaban protegidos se apagaron siseando, de forma que apenas veía uno a un palmo de las narices.
Tito pasó una noche agitada. Primero fueron a despertarle cuando la lluvia se convirtió en diluvio, y salió a revisar en persona al varadero de las naves, con una lámpara de arcilla en la mano. Luego fue a dar una ronda por los puestos de guardia, se detuvo un momento a mirar la sombra oscura de la tienda de Senseneb y se volvió a su carpa, empapado. Se deshizo de la túnica y se secó. Hacía mucho calor y la lluvia no hacía sino empeorar el agobio, en vez de mitigarlo, quizá por culpa de tanta humedad. Se arrojó suspirando en el lecho.
Pero más tarde despertó, o creyó hacerlo, de nuevo.
Se revolvió en la cama y entreabrió los ojos, aturdido. Estaba bañado en sudor y la lluvia tamborileaba furiosa sobre la cubierta de su tienda. Una lámpara de aceite ardía sobre la mesa de campaña y, en ese resplandor turbio y amarillo, advirtió, entre las brumas del sueño, que no estaba solo. Abrió lentamente los ojos y, sin alarma ni sorpresa, vio que era Senseneb la que estaba en su tienda. Fue entonces cuando comprendió, a medias, que aún estaba dormido y que soñaba.
En ese sueño se incorporó hasta quedarse sentado en el camastro, desnudo y sudoroso. Ella estaba al alcance de su mano, con ese aire indefinible que tienen los fantasmas de la mente, envuelta en sus velos blancos pero destocada, mirándole con sus ojos oscuros. Se contemplaron durante instantes eternos, en la atmósfera húmeda y asfixiante de la tienda. Ella no se movía, ni habló ni sonrió. El prefecto se levantó entonces muy despacio, poseído por una especie de abulia extraña, tal y como suele ocurrir en los sueños, de forma que no se le ocurrió hacer ni decir nada.
Ella le cogió las manos entre las suyas. Se las llevó a las mejillas y luego las besó muchas veces, con pasión repentina, él se dejó hacer, lleno de ese asombro distante de los que sueñan. Senseneb volvió a besarle, un beso muy largo esta vez, el dorso de las manos y le miró con unos ojos que de repente estaban húmedos. Tito Fabio, al mirar dentro de ellos, sintió de repente una gran angustia.
Tanta que quizá fue esa mirada la que le hizo despertarse. Abrió otra vez los ojos, esta vez de golpe y de verdad. La lluvia golpeteaba sobre las lonas de su tienda, hacía un calor húmedo y sofocante, y una única luz de aceite alumbraba con luz difusa y amarillenta. Pero estaba solo.
Se sentó desnudo al borde de la cama y allí se quedó largo rato, sintiendo cómo el sudor le corría por el cuerpo y oyendo la lluvia. Se pasó las manos encallecidas por el rostro y el pelo, notándolos mojados. Luego se contempló esas mismas manos, como sintiendo aún en el dorso los besos y las lágrimas de su amante. Se quedó mirando el bailoteo de la única llama de la lámpara y, por último, se levantó con pesadez. Se lavó en una palangana, antes de ponerse una túnica limpia con manos que, pese a que las miró con ira, temblaban un poco. Por último se sentó a esperar, en la penumbra de su tienda, con la cabeza entre las manos.
Así fue como le encontraron despierto y vestido cuando, al cabo de nadie sabe cuánto tiempo, Seleuco y Quirino fueron a avisarle que Senseneb, sacerdotisa de Isis y ministra de sus reyes, había muerto.
Se ciñó espada y daga, y salió a la oscuridad y la lluvia junto con sus dos ayudantes, que llevaban lámparas de arcilla. Claudio Emiliano ya estaba a las puertas de la tienda de la sacerdotisa, completamente solo. Caía el agua a mares, la túnica roja se le pegaba empapada al cuerpo y el cabello rubio le caía en mechones goteantes sobre el rostro. Los arqueros nubios velaban ante la tienda de la muerta, armas en mano, y el tribuno estaba discutiendo con Satmai.
—No puedes pasar, tribuno —decía en su griego dificultoso el meroíta de la cota de malla, al tiempo que meneaba pesaroso la cabeza—. No. No puedes pasar.
Emiliano porfiaba y Satmai no cedía. Merythot surgió de repente, de la oscuridad y la lluvia, báculo en mano, con el agua corriéndole por el rostro delgado.
—Es inútil, tribuno —le dijo en latín, con la misma voz casi del que habla a un niño—. Nunca te dejarán ver a su ama muerta. Ni a ti ni a nadie. Ellos tienen sus costumbres sagradas y tendrías que matarles a todos para poder entrar en esta tienda.
—¿Matar? —el romano le miró confuso—. Pero yo no quiero matar a nadie.
Tito le vio tan descompuesto, como si fuera a echarse a llorar allí, delante de todos, que se adelantó chapoteando en el barro y le puso una mano en el hombro.
—Tribuno, discúlpame, pero estos hombres tienen sus usos y religión, y nosotros tenemos que respetarlos, por la dignidad de esta embajada y porque no queremos que los dioses de esta tierra nos castiguen. Bastantes dificultades tenemos ya.
Claudio Emiliano le miró con expresión aturdida. Si se le había escapado alguna lágrima, la oscuridad apenas rota por las luces, y la lluvia que le formaba regueros en el rostro lo ocultaron.
—No debemos quedarnos aquí, tribuno —añadió Tito Fabio—. Seleuco, acompáñale a su tienda.
El pretoriano, pasados unos instantes, asintió muy despacio, como entre sueños, y el
extraordinarius
le escoltó a través del diluvio de gotas cálidas, de vuelta a su carpa. La noche se los tragó.
Tito se quedó allí unos instantes, sin decir palabra, los brazos a lo largo de los costados, ante la gran tienda y los guerreros que velaban con sus arcos ante la entrada.
Apenas podía ver otra cosa que manchas y siluetas a la luz de la lámpara de Quirino. Dentro, a través del rugido del aguacero, se oía llorar y chillar a las dos esclavas de la sacerdotisa, fuese porque idolatraban a su ama, porque fuese costumbre la de plañir entre los nubios o porque, según las bárbaras costumbres meroítas, las iban a matar a golpes y enterrar con su dueña, para que la sirviesen en el más allá.
Sin querer, se pasó los dedos por el cabello. El agua le corría por todo el cuerpo y una enorme desazón se le agarraba a las entrañas, y le subía hasta la garganta, hasta el punto de que casi le faltaba el aliento.
—Es mejor que te retires tú también, prefecto —le invitó Merythot, que aún seguía allí, báculo en mano.
—Sí —meneó la cabeza—. Sí. Hay mucho que hacer.
Se dio la vuelta y se volvió a su propia tienda. Quirino iba a su lado, con la lámpara en alto. El egipcio se quedó unos instantes con los ojos puestos en esa luz que se alejaba entre la lluvia; luego se volvió a los arqueros y, cambiando de mano el bastón, hizo un gesto de bendición con la mano. Los meroítas se inclinaron reverentes y el sacerdote se giró a su vez. En un parpadeo, desapareció en la negrura.
* * *
Al día siguiente, pese a la petición de respeto a las tradiciones meroítas que había hecho al tribuno, Tito tuvo una discusión larga e infructuosa con Satmai.
Había cesado de llover y el cielo era de un azul lavado; las naves seguían varadas todas en el barro, sin daños, y las aguas bajaban turbias. Aves de todos los colores cubrían los cielos y sus gritos resonaban sobre las extensiones anegadas, con largos ecos que parecían duplicarse y alargarse hasta el infinito.
Claudio Emiliano se quedó en su tienda, al parecer atacado por la fiebre. El
praefectus castrorum
salió de la suya apenas clarear, con los ojos enrojecidos por la bebida o el sueño, y sin perder el tiempo comenzó a revisar los efectos, para comprobar qué daños pudiera haber causado el diluvio nocturno. Mientras estaba en la orilla enfangada, Satmai se le acercó, acompañado de Merythot, pues le había pedido que le acompañase para hacer de intérprete en caso necesario.
Tito, fatigado tras toda una noche de penas y vela, fue a sentarse en un tronco próximo al agua, sin cuidarse de nada; de forma que Seleuco y Quirino, que lo vieron, cogieron jabalinas y fueron a su lado, no fuera que de repente un cocodrilo surgiese de las aguas turbias con la intención de atrapar al prefecto y arrastrarle al fondo. La dejadez de éste, empero, pareció esfumarse en cuanto escuchó lo que tenía que decirle el arquero.
Satmai, convertido en caudillo de los nubios, había ido a comunicarle que pensaba hacer dar la vuelta a su embarcación y dirigirse de inmediato al norte, para llevar el cadáver de la sacerdotisa a Meroe, donde sería enterrada con todos los honores de su cargo. El prefecto le miró y meneó la cabeza, pero el nubio se empecinó.
En vano Tito le fue señalando todos los inconvenientes de aquel plan. La nave estaba en malas condiciones luego de un viaje tan accidentado por las extensiones de papiro, los meroítas tan castigados por las fiebres y las privaciones como los demás expedicionarios, las provisiones escasas. Y no había guías. Pero todo fue inútil: Satmai insistía en poner a flote de inmediato la nave con el buitre sagrado y navegar Nilo abajo.
Tito le instaba a seguir unos días más en compañía de la
vexillatio
, a acompañarles al sur hasta salir definitivamente de esa pesadilla acuática. Más al sur podrían levantar un campamento donde descansar y quizá comerciar con tribus ribereñas. Los carpinteros romanos carenarían el barco de los meroítas mientras éstos recobraban fuerzas, y le ofreció darle entonces tantas provisiones como su nave pudiera cargar.
Pero Satmai no dio su brazo a torcer: negaba con la cabeza y, cuando le faltaban las palabras, pasaba al egipcio y Merythot traducía entonces. Sus arqueros iban a arrancar su nave del barro ribereño, a empuñar los remos e izar la vela triangular, y regresar a Meroe con el cadáver de su ama. Lo único que le pedía al prefecto era que destacase a algunos hombres para mantener alejada a la soldadesca, y así poder ellos sacar a la muerta con dignidad.
Al cabo, el romano ya no supo qué decir. Observó a aquel nubio alto y negro, de facciones aquilinas, con esa cota de malla suya que ahora, pese a los cuidados, se veía algo herrumbrosa, éste, con el largo arco de madera endurecida en la mano, le devolvió impasible el escrutinio, y Tito supo que nada iba a hacerle cambiar de opinión. Se puso la cabeza entre las manos, como si le doliese o estuviera exhausto.
—Haz lo que quieras —admitió, derrotado.
El nubio se alejó a largos trancos, pero el sacerdote se quedó al lado del romano, con su atavío de linos blancos, que ni siquiera la lluvia parecía poder ensuciar, y con el báculo en la diestra.
—Que no te recoma más el tema, prefecto. No hay nada que hacer.
—Morirán en los pantanos: les matarán las fiebres, o los salvajes, o se atascarán en los papiros y morirán de hambre.
—Es muy posible. Pero Satmai hace lo que cree correcto.
—¿Correcto? ¿Cómo puedes decir eso? Lo más seguro es que no lleguen nunca a Meroe, que fracasen y se pierdan todos —apoyó la rodilla en el muslo, y el mentón en el dorso de la mano—. ¿Qué se gana con eso? Es una locura.
—¿Una locura? Es posible, sí. ¿Pero no podría alguien echaros lo mismo a vosotros en cara? Vosotros, romanos, que habéis hecho miles y miles de pasos en nombre del césar. Harías bien en respetar los motivos de cada hombre.
Tito Fabio, la barbilla aún en la mano, le miró ahora con ojos pensativos.
—Tienes razón, sacerdote. Claro que tú eres un sabio —suspiró, al tiempo que se enderezaba—. Hazme un favor: vete junto a Satmai y dile de mi parte que le deseo la mejor de las suertes, y que haremos sacrificios para que tengan un buen viaje.
El egipcio, alto, flaco, calvo, con la comisura de los ojos tatuados de azul y los linos blancos agitándose al compás de la brisa que soplaba desde las aguas a tierra, esbozó una sonrisa lejana.
—Así lo haré enseguida. De tu parte, prefecto.
Un par de días después, la expedición había salido ya con claridad de los pantanos, aunque navegaba por un país llano, de hierbas altas y árboles altos y copudos, en esos momentos inundado en parte por las grandes lluvias. El tribuno estaba enfermo y descansaba en la popa de su nave, protegido del sol por un toldo, así que fue el
praefectus castrorum
el que tomó la decisión de hacer un alto en la ribera occidental.
La travesía de los pantanos había castigado sobremanera a la flotilla. Muchos hombres sufrían de fiebres y los que no, ya las habían pasado; todos estaban muy débiles. Los muertos habían sido bastantes y la moral no era precisamente muy alta, además de que todas las naves estaban más o menos dañadas por colisiones con troncos flotantes, imposibles de evitar en aquella maraña de agua y vegetación. Urgía por tanto carenar, ya que las pequeñas vías de agua, aunque no suponían riesgo de naufragio, amenazaban con estropear las provisiones y los efectos.
Emiliano estuvo dos días enteros sin dejarse ver, convaleciente del último golpe de fiebres, o eso decían sus hombres. Pero, al tercer día, el prefecto perdió la paciencia y se presentó en su carpa, con la intención de discutir algunos asuntos con él, con calenturas o sin ellas.