—No lo sé: yo he perdido ya la cuenta de los días.
—El aire quema, la tierra es barro, el agua fango. Esto no es otra cosa que un resto del Caos, clavado como una espina en el costado del Cosmos.
Agrícola se dio un cachete en el cuello, y aplastó a un gran mosquito. Se miró fastidiado la palma de la mano, llena ahora de su propia sangre. Suspiró.
—A mí me parece más bien el propio Infierno.
—Y lo es. Lo es —Basílides bebió—. No hay un único infierno, sino que cada raza y región tiene el suyo propio. Los pueblos de oriente tienen uno subterráneo y llameante, y el de los germanos está hecho de nieve, hielo y rocas negras.
Apuró su taza y volvió a señalar con ella a lo que les rodeaba.
—Y éste es el Infierno del Sur.
Hubo un silencio. Agrícola se limpió el sudor que le cubría el rostro.
—Basílides. ¿Cómo es posible que precisamente tú no sepas decir cuántos días llevamos en estos pantanos?
—¿Saber? Cada mañana y cada tarde hago mis anotaciones, si es a eso a lo que te refieres. Pero cada día es igual al anterior y aquí no hay ningún punto de referencia; no hay más que agua, barro, plantas, y canales y lagunas que mañana ya no estarán. ¿Te extraña que me olvide de algo que en realidad no tiene significado, y que no es más que un simple número?
Se giró con pesadez.
—Tengo fiebre, me duelen los huesos. Es un gran invento la escritura.
Abandonó la penumbra de la lámpara, para tumbarse de cualquier manera entre hombres ya dormidos, y hundirse en el sopor del alcohol. Eran muchos los que esos días, agobiados por la humedad sofocante y las fiebres, bebían para poder dormir, aunque fuesen unas horas, antes de que la luz deslumbrante del sol, el calor y los olores a ciénaga les despertasen, molidos y con la cabeza embotada.
Razón no le faltaba a Basílides, ya que Agrícola no podía recordar aquella parte del viaje como una sucesión de jornadas, sino como un cúmulo de sucesos sueltos que no conseguía ubicar en el tiempo, de forma que no era capaz de decidir qué había sucedido antes y qué después. Eso podía achacarse a las fiebres, que le habían atacado a él, como al resto de expedicionarios, pero también podía deberse a la falta de referencias mencionada por el geógrafo, ya que los días no eran otra cosa que un continuo avanzar a través de un laberinto de aguas y vegetación.
Recordaba muy bien el día en que la piragua en que viajaba Valerio Félix fue atacada por un hipopótamo enfurecido. El bote, tripulado por dos hombres, se había destacado a explorar una de las porciones de tierra que emergían de aquellos pantanos para averiguar si era apta para montar un campamento. Porque en esos aguadales sin horizontes, todo era engañoso y el terreno que a simple vista parecía firme y seco se volvía apenas pisarlo un cenagal.
Valerio había subido a la piragua con la intención de examinar los árboles que crecían en aquel infierno pantanoso. Los dos exploradores, nubios de plumas azules en el pelo y colas de león colgando del taparrabos, se sentaban a proa y popa, manejando los remos con precisión. Navegaban por una laguna libre de plantas acuáticas, y Agrícola y Demetrio estaban acodados en la borda de su nave, viendo cómo ganaban la isla.
El sol se deshacía en miríadas de reflejos, en aquellas aguas tranquilas, y los observadores tenían que entornar los párpados para no quedar cegados. El día era despejado y muy caluroso. Los pantanos, en muchas partes, parecían humear con la evaporación y un número increíble de aves revoloteaba sobre las extensiones de papiros.
Sin aviso previo, un hipopótamo gigantesco emergió a un tiro de flecha, entre un estallido tremendo de agua y espuma. Cargó bramando, con las fauces abiertas de par en par. Nadie sabía de verdad por qué atacaban aquellas bestias salvajes; feroces por naturaleza, acosaban de continuo a las naves y eran un peligro mucho mayor que los cocodrilos, pese al aspecto más temible de estos últimos.
Estalló un gran griterío en las embarcaciones que estaban más cerca, mientras los remeros salían de su indolencia para palear con furia, tratando de esquivar al monstruo. Agrícola pudo ver a Valerio, cada vez más delgado y con la barba más larga, que se volvía aturdido a mirar con los ojos muy abiertos a la mole furiosa que se les echaba encima. Todo fue muy rápido: la bestia se estrelló contra la piragua y, con un estruendo y chascar de maderas, el bote saltó por los aires y los tres hombres salieron volando como monigotes, chillando y braceando.
Desde los barcos daban voces, señalaban y maldecían, mientras, entre las maderas rotas y surtidores de espuma, los náufragos braceaban con desesperación, tratando a ciegas de hurtarse a las mandíbulas del monstruo. Pero ya otras piraguas llegaban como flechas sobre las aguas, con lanceros de pie en proa. Nubios, negros y algún egipcio, expertos todos en alancear cocodrilos e hipopótamos, ya que el prefecto, tan atento siempre a los detalles, había mandado que estuvieran siempre alertas, en previsión de sucesos como ése.
Seguía el espumar, los gritos, los rociones. Oyeron con claridad un chillido, y el agua se tiñó de rojo de repente. Agrícola blasfemó. Pero ya el primero de los negros arrojaba una lanza larga y esbelta, con una gran hoja de hierro. El arma se hundió hasta la vara en el lomo de la bestia, que se revolvió bramando entre chapoteos y, con la boca abierta de par en par, mostrando los grandes dientes amarillos, cargó contra su atacante.
Llegó rompiendo las aguas estruendosamente, el asta de la lanza vibrando en el lomo; pero el negro, sin amilanarse, le tiró un segundo proyectil. Y ya desde otras dos piraguas le arrojaban también más lanzas, algunas de ellas con cuerdas, para impedir que se perdiesen, así como para gobernar a la presa.
Mientras los tres esquifes lidiaban con el monstruo herido, un cuarto se acercó a toda prisa al lugar del naufragio para recoger a los supervivientes, aunque sólo pudieron sacar con vida a Valerio Félix. Uno de sus acompañantes había muerto partido por un bocado del hipopótamo, eso seguro. En cuanto al otro, a pesar de que no estaban muy lejos, nadie pudo ver con certeza cuál fue su suerte; si tuvo el mismo fin o si se fue al fondo y se ahogó.
Entretanto, la bestia había sucumbido a la lluvia de lanzas, sin cesar de bramar y de revolverse con furia aterradora entre rociones de espuma, rojos de su propia sangre. Cuando dejó de debatirse, los lanceros jalaron el cadáver tirando de las cuerdas para, más adelante, hacer escudos con su pellejo grueso.
Valerio embarcó en la nave más próxima, que era la de Agrícola, en un estado lamentable. Llegaba chorreando agua, casi incapaz de articular palabra y dando diente con diente, no de frío, sino de miedo. Algo después, Demetrio le comentó esa circunstancia a Agrícola, un día que se sentaban cerca del agua, una de las veces en la que la expedición pudo encontrar tierra firme en la que desembarcar.
—Estaba muerto de miedo —el mercader se encogió de hombros.
—Está claro —el mercenario bruñía su espada con parsimonia—, y no me parece bien.
—¿Cómo? ¿Quién podría reprocharle que se asustase, con lo que pasó? —Agrícola se estremeció ante la idea de verse debatiendo en aguas pobladas por cocodrilos e hipopótamos.
—Yo no le reprocho que tuviese miedo. Eso es normal.
—¿Entonces?
—A mí lo que me parece mal es que no mantuviera la compostura. Tener miedo es humano; pero no debió dejar que todos le vieran así, temblando como un niño.
—Eres un hombre sensato, Demetrio. Pero, por una vez, tu juicio es demasiado duro —apuntó Merythot, que estaba también allí, con sus ropajes blancos, la cabeza afeitada, apoyado en su báculo y los ojos perdidos en las aguas.
—¿Por qué dices eso? —Demetrio alzó la mirada, ya que había llegado a sentir gran respeto por aquel sacerdote.
—Tú eres un soldado, pero Valerio no es más que un viajero ocioso, y todo ocurrió de repente. No esperes que ningún hombre, si no está entrenado para ello, reaccione bien ante una sorpresa. Te aseguro que el filósofo más templado perdería la compostura si un día, mientras diserta sobre las verdades del universo en su patio, la muerte le enseña de golpe las fauces.
—Tienes razón, como siempre —admitió Demetrio, que era de esa clase tan escasa de hombres que son capaces de escuchar y aceptar argumentos ajenos.
Eso ocurrió quizás un poco antes de que se perdiera una barcaza entera de provisiones. Cierta noche, mientras estaban fondeados en una laguna, cuyas márgenes no eran tierra, sino masas apretadas de vegetación, se despertaron con los gritos y, al incorporarse alarmados, la mano en la espada o la lanza, vieron cómo uno de sus barcos se hundía envuelto en llamas.
En mitad de la negrura, pudieron ver poco más que una gran hoguera que parecía ir siendo tragada, poco a poco, por las aguas oscuras. El reflejo del fuego danzaba en rojo sobre la superficie del lago, y se oían gritos y chapoteos. Algunos creyeron oír incluso el siseo de los maderos ardientes, al contacto con el agua. Ellos no pudieron hacer otra cosa que asomarse a la borda, impotentes, en medio de la noche y las nubes de mosquitos, mientras se consumaba el desastre. Gritaban de frustración, maldecían y, desde las naves más cercanas, botaron piraguas para intentar, al menos, salvar a los supervivientes, que no fueron muchos.
Ni siquiera éstos pudieron decir qué había ocurrido. Se supuso que debía de haberse abierto una vía de agua en el casco y que, al inclinarse la nave, la lámpara de popa se había volcado en cubierta y prendido en las provisiones, de forma que la nave había naufragado entre la oscuridad, el agua y el fuego. No quedó muy claro qué podía haber causado esa vía, aunque se aventuró la posibilidad de que un tronco a la deriva pudiera haber golpeado el casco, aunque nadie se había apercibido de algo así.
El misterio pareció quedar resuelto un par de días más tarde. Aunque Agrícola, de nuevo, no estaba muy seguro del tiempo transcurrido entre uno y otro incidente, pero sí de cuál fue primero y cuál segundo.
Fue otra noche, una más de atmósfera quieta y sofocante, martirizados por los mosquitos y la humedad, cuando les despertaron gritos de guerra y toques de cuerno, que transmitían la alarma de nave en nave. Se pusieron en pie, a toda prisa. Los vigías se gritaban a través de las aguas y el resonar de los cuernos despertaba largos ecos sobre las extensiones de papiros. Nadie sabía qué estaba pasando y los había que arrojaban lanzas incendiarias, tratando de descubrir algo a su luz llameante.
Estaban atacando la nave del prefecto; poco a poco se corrió la voz. Sus tripulantes lanzaban jabalinas, entre un gran clamor. Algunas naves zarparon a toda prisa para ir en su auxilio; pero el combate fue muy breve y al poco los cuernos avisaron que los enemigos se habían retirado, así que los socorros interrumpieron las maniobras de acercamiento, siempre peligrosas en plena noche.
Luego se supo que no se había tratado de un ataque masivo, sino más bien de un intento de golpe de mano, ejecutado por hombres de los pantanos, éstos se habían acercado a la nave de Tito, amparados por la oscuridad, en piraguas casi planas, remando muy despacio, y habían tratado de abrir una brecha en el casco. Los centinelas les habían descubierto; fue entonces cuando se produjo la escaramuza y, en las tinieblas, creyendo que les atacaban en gran número, habían tocado los cuernos.
Al día siguiente, Agrícola pudo ver el cuerpo de uno de sus atacantes, que era de piel marrón y pequeño de estatura. Pero mucho más interés despertó en él la barrena con la que había querido abrir una vía de agua en el casco. El propio prefecto fue con ella en la mano, a la nave del tribuno, y este último, sentado en cubierta bajo un toldo, estuvo contemplando meditabundo cómo su visitante jugueteaba con la herramienta.
El prefecto a su vez guardó silencio un buen rato, sin hacer otra cosa que acariciar la espiral de acero de la barrena y cruzar miradas con el tribuno. Luego se volvió a Merythot, que estaba también a bordo, apoyado en su báculo, con sus linos blancos destacando aún más en aquel paisaje primitivo de aguas y verdor.
—Dime tú, que eres un sabio —le mostró el instrumento—. ¿Es normal que encontremos una herramienta así en poder de un hombre de los pantanos?
—Por supuesto que no. Estas pobres gentes llevan una vida mísera y precaria. En este país es imposible la agricultura y sus habitantes subsisten gracias a la caza, la pesca, las raíces y las bayas. Visten cueros de animales o van desnudos, y no creo que conozcan ninguna industria. La poca que tienen, sin duda, la consiguen gracias al trueque con otros pueblos.
—¿Y tú qué dices, Agrícola?
El aludido tendió la mano sin despegar los labios, y el prefecto puso en ella la barrena. La examinó apenas un instante.
—ésta es una herramienta de carpintero y me apuesto lo que quieras a que ha sido fabricada en Egipto. En Egipto o por un artesano nacido allí.
—Tú lo has dicho —aprobó con satisfacción hosca Tito que, debido a su cargo de
praefectus castrorum
, sabía de útiles y herramientas tanto como el mercader—. Y está nueva, así que no hacía mucho que la tenía.
—Entonces ¿alguien se la ha dado recientemente? —el tribuno puso en él unos ojos azules muy claros.
—En efecto —recobró el instrumento de las manos de Agrícola.
—¿Se la entregaría ese alguien para que dañase nuestros barcos?
—¿Para qué otra cosa si no? Ya has oído a Merythot: en estos pantanos no hay más que proscritos, caníbales y tribus primitivas que no conocen ningún tipo de industria o manufactura. ¿Para qué puede querer un cazador errante una barrena, si no es para abrir agujeros en el casco de una nave grande? Nave grande que ha de ser de las nuestras, claro; porque no creo que se vean muchos barcos de gran porte por estas aguas.
Siguió un silencio, mientras los presentes mascaban las implicaciones de su afirmación. No se trataba entonces de tribus hostiles a los invasores sino de, una vez más, guerreros empujados contra ellos por terceros, para impedir u obstaculizar su avance. Los hombres se miraban entre ellos y a la barrena que el prefecto sujetaba con la diestra, en la que relucía el anillo de oro de caballero. Emiliano se pasó una mano por el cabello rubio y lo sintió mojado en sudor.
—¿Aristóbulo? —preguntó al cabo—. ¿Es posible que nos haya seguido tan al sur?
—No lo sé.
Se miraron desalentados. Un cuerno resonó desde una de las naves de proa, pero sólo estaban avisando de la presencia de un tronco flotante. Luego una bandada de aves, de apariencia fabulosa, pasó volando a estribor, por encima de las aguas centelleantes. Se la quedaron mirando; Emiliano se agitó en su silla y miró a Merythot.