—Esto es vida —no se cansaba nunca de repetir—. Esto es vida y no la de la Biblioteca, enterrado entre papiros y pergaminos escritos por muertos.
—Sin embargo, es verdad que gracias a los libros uno puede vivir, en cierta forma, las vidas de esos hombres muertos —le replicó una vez Demetrio, filosófico.
—Es cierto, amigo —repuso con la mayor seriedad el otro—. Nadie ama los libros más que yo. Pero también es verdad que cada cual debe vivir su propia vida. El conocimiento es un tesoro y uno ha de adquirirlo tanto de la experiencia propia como de la de los demás. En el equilibrio está la verdadera sabiduría.
—Pues me parece que pocas veces debe de encontrarse ese equilibrio.
—¿Pocas? Casi nunca. Los hombres de talla están casi siempre en uno de los extremos: o son hombres de acción, que viven arrastrados por su destino, o son estudiosos que se agostan bebiendo del conocimiento ajeno. Y entre los dos, claro —sonrió, el rostro ya muy oscuro por los soles etíopes— una mayoría de hombres pequeños, que pasan por la vida sin preguntarse ni ambicionar nada, como esos burros de carga que van ahí.
—Y tú te consideras uno de los segundos, claro…
—Y lo soy. Por eso agradezco a los dioses que me hayan dado esta oportunidad de salir al aire libre y hacer algo por mí mismo; algo más que recopilar el saber ajeno.
—¿Y yo sería de los primeros o de los intermedios? —el mercenario sonrió a su manera tranquila.
—Yo te admiro, Demetrio —contestó totalmente en serio el geógrafo—. Tú, lo mismo que Tito y otros que he conocido en esta embajada, tienes un poco de los dos extremos.
—¿Qué dices? —el otro se echó a reír—. No soy un hombre culto.
—Te equivocas. No es lo mismo ser culto que erudito. Conozco a muchos que presumen de los muchos libros que han leído y de lo que han estudiado; pero son sabidos, no sabios. Tú tienes cierta instrucción, has vivido, viajado y se te nota que al menos reflexionas sobre lo que se te muestra ante los ojos. Todo eso te hace a ti bastante más sabio que a otros que se jactan de ello.
—Si tú lo dices… —Demetrio movía la cabeza, apurado, y no sabiendo qué contestar volvía los ojos para contemplar el desierto a pleno sol.
—En esta expedición hay muchos hombres que están más cerca de ese equilibrio del que hablaba. Hombres de acción como Tito, un legionario hijo de legionarios, pero que se ha instruido, y se le nota.
—Tienes razón en eso, y también en que no es el único.
—Los romanos dan muchos hombres así, capaces de actuar y de estudiar —el geógrafo sonrió como en confidencia—. En ese sentido, he de admitir que siempre he admirado a los romanos por ser capaces de producir tantos personajes de tal madera.
Demetrio le miró bastante sorprendido, antes de corresponder con una sonrisa.
—¿Qué dirían tus colegas de la Biblioteca? —preguntó con sorna—. Los depositarios de la pureza de nuestra cultura helenística…
—Me echarían a patadas… —se rió.
—Tienes una curiosa forma de pensar, Basílides.
—Sólo soy lógico; lo que pasa es que muchas veces cuesta y duele, y es mejor aferrarse a lo cómodo —se puso serio, dejó vagar él también los ojos por el desierto y por último esbozó una mueca ruda—. No digo que sea un error buscar la sabiduría en el retiro, reflexionando sobre lo que otros han escrito y hecho. Antes al contrario. Pero digo que ése sólo es un camino, y no necesariamente el mejor.
—¿Cuál es entonces el mejor?
—Eso depende del hombre en cuestión.
—Y del margen de elección que tenga, claro —replicó el mercenario, de golpe un poco melancólico, porque había visto a los chicos que les servían de espías y que en esos precisos momentos se les acercaban correteando, entre risas y chillidos, esquivando los latigazos que les lanzaba algún arriero.
—Es verdad —Basílides agitó con solemnidad la cabeza, lo que en ese hombre grande y de tosco aspecto se convertía en un gesto de lo más impresionante. Contempló al trío de niños sucios y harapientos—. Aunque todos somos juguetes del Destino, es bien cierto que unos lo somos más que otros.
Los chavales llegaron a su altura y Demetrio, riendo, abrió su morral y les dio unos trozos de torta de centeno. Aquellos diablos tenían siempre un hambre voraz, como Demetrio había podido constatar, y no se les escapaba ni una sola miga.
—¿Tenéis algo que contarme? —les preguntó con aire paternal el mercenario, mientras ellos hacían rodar los trozos de torta en la boca, para que les durase algo más la sensación de estar comiendo.
—Sí, sí. Muy importante —exclamó el cabecilla del trío, Ramosis, el mayor de todos—. El hombre que nos has dicho que busquemos…
—El traidor, el espía.
—Ese, Gran Demetrio. Abandona algunas noches el campamento, cuando todos duermen, y sale a encontrarse con unos hombres que vienen del desierto.
—Cuenta, cuenta —Demetrio trató de ocultar su interés reacomodándose la correa de la espada en el hombro, no fuera que aquellos chavales se emocionasen y adornaran de forma excesiva el relato.
—Hemos visto huellas: pisadas que salían del campamento e iban al desierto.
—Pueden ser de cualquiera que salga a hacer sus necesidades.
—Las hemos seguido, griego —repuso con algo así como orgullo ese demonio famélico y renegrido por el sol—. Se alejaban mucho y acababan revueltas con otras, fuera de la vista del campamento.
—¿Otras huellas?
—De caballos y hombres. Dos caballos y dos hombres.
—¿Cómo es posible que alguien salga del campamento sin ser visto? ¿No es correr mucho riesgo? —le preguntó Basílides a Demetrio.
—Del campamento militar romano no se puede salir sin ser visto, pero del de la caravana sí. Los centinelas están para cuidar que no nos ataquen por sorpresa o nos roben los animales, y es fácil colarse entre ellos si se sabe dónde están apostados —Demetrio se encaró otra vez con los chicos—. ¿Cuántas veces habéis visto esas huellas? Y no exageréis; no os voy a dar más premio por eso.
—Las hemos visto dos veces, griego —Ramosis levantó dos dedos en el aire, como para dar más énfasis—. Y yo mismo le he visto a él con estos ojos, la última de las veces.
—¿Que le has visto? —se inclinó con avidez hacia delante—. ¿Sabes quién era? ¿Podrías reconocerle?
—No sé, griego —la alegría de aquella cara sucia se nubló—. Le vi salir del campamento: es un hombre grande y se cubría con un manto, no sé si para esconderse o porque tenía frío.
—¿Cómo era el manto?
—Negro o marrón, no sé; los hombres de las caravanas los usan así.
—¿Qué más viste?
—Nada más. Era de noche y yo estaba lejos de él. No tenía dónde esconderme si me acercaba, y sentí miedo.
—Claro, chaval —abrió de nuevo el morral y les dio un poco más de pan de centeno—. Acercaos luego por mi tienda y os daré de comer, y puede que alguna moneda.
Sus pequeños aliados cogieron con avidez los pedazos.
—Si vuelvo a ver a ese hombre —le prometió Ramosis—, me acercaré a él y le veré la cara.
—Ni se te ocurra —el mercenario le soltó un capón—. Si volvéis a verle salir del campamento, lo que tenéis que hacer es venir a mi tienda y despertarme. Si lo hacéis así y consigo capturarle, os daré muchas monedas. No intentéis seguirle, él y sus amigos son asesinos. Si le veis, venid a mi tienda y avisadme. ¿Me habéis entendido?
Los tres se marcharon corriendo y gritándose entre el polvo que levantaban los pies de los hombres y los cascos de las bestias.
—Así que nuestro misterioso enemigo sale al desierto a informar o a recibir instrucciones de Aristóbulo —reflexionó en voz alta Basílides.
—Eso parece —Demetrio, caminando de nuevo a largas zancadas, se recolocó la espada en el hombro—. Algo traman y tengo que avisar de inmediato a Agrícola.
—¿Conseguiremos sorprenderle?
Demetrio hizo una mueca fatalista, antes de pasear la mirada por las colinas soleadas y las dunas sobre las que se estremecía el aire caliente.
—Ya veremos.
Eso ocurrió el mismo día en que un destacamento se desgajó de la columna. El tribuno menor C. Centenio Félix, acompañado por el
numerus
de S. Crepecio Fadio —casi cien libios con su prepósito a la cabeza—, cruzó el Nilo con la misión de atajar por tierra dirigiéndose al sudoeste, hasta llegar de nuevo al río y salvar de esa manera la gran recurva del río.
La misión era geográfica y algunos sospechaban que sobre todo militar, ya que Félix tenía el encargo de evaluar la ruta terrestre, que ya había intentado siglos atrás el persa Cambises con su ejército, y que llevaba, a quien la siguiera, al norte de Meroe. Atravesaron el río a plena luz del día, en botes alquilados en una de las aldeas ribereñas, mientras Antonio Quirino y un puñado de auxiliares les observaban desde la orilla. Les vieron apartarse de la orilla, los dos oficiales a caballo, los libios con las armas a cuestas, arreando algunas mulas cargadas de provisión. Antes de dirigirse al desierto oriental, Crepecio Fadio se volvió en la silla y, tan jovial como siempre, agitó la mano a modo de despedida.
Y ésa fue la última vez que alguien les vio o supo de ellos. El desierto se tragó a aquel
numerus
de libios hechos a los rigores del desierto, a su veterano oficial y al tribuno. El mismo desierto que ya había aniquilado al ejército del gran Cambises cuando quiso seguir esa misma ruta. Jamás se conoció si habían muerto extraviados en las arenas, o emboscados por los nómadas, o si quizá los libios se habían amotinado y huido, tras matar a los romanos. Lo único cierto es que no llegaron al lado oriental del río y que nunca más se oyó hablar de ellos.
Algunas jornadas más tarde, Claudio Emiliano tuvo una discusión con Quinto Crisanto, el jefe de la caravana, a cuenta de que la expedición se había detenido una vez más. Esta vez la parada era frente a Kawa que, situada en la orilla oriental del Nilo, era el centro administrativo de toda aquella zona y la capital más antigua del reino de Nubia. Los romanos habían despachado enviados de cortesía a la ciudad, y Basílides había ido a ver las ruinas y las tumbas de las afueras.
Quinto Crisanto argumentaba que todas aquellas paradas suponían un retraso en tiempo, más gastos en salarios y provisiones y, por tanto, costos adicionales. Emiliano, pese a que no podía soportar a aquel Crisanto, un nuevo rico que trataba de codearse de igual a igual con la nobleza de sangre de Roma, quiso en un principio contemporizar.
—Escucha, Crisanto —le dijo, mostrándole con un gesto el mapa desplegado sobre la mesa—. El encargo del césar es de medir las distancias y explorar tierras y ciudades, y yo sólo cumplo con mi deber.
El mercader, al que el viaje había dejado más delgado y con facciones aún más aquilinas, apenas podía contener esos arrebatos de ira que le acometían de vez en cuando.
—Tribuno: lo entiendo. Pero se me ha comunicado que vamos a seguir bordeando la margen occidental de río.
—Y así es.
—Pero eso nos va a suponer varios días más de viaje hasta llegar a Nápata —señaló a su vez el mapa, gesticulando—. El camino de las caravanas cruza en este punto y va por tierra a Nápata, y de ahí a Meroe.
—Lo sé. Uno de mis hombres va a seguir ese camino para medir las distancias y consignar las particularidades de la ruta.
—¿Y por qué no cruzamos todos? —hizo grandes aspavientos—. Nos ahorraríamos días, días.
El tribuno que, como casi siempre, vestía su túnica roja de pretoriano, le miró fastidiado, cruzó las manos a la espalda y dio varias zancadas arriba y abajo por la tienda, antes de contestarle.
—¿No me has oído hace un momento? ésta es una expedición geográfica, y se me ha encomendado la misión de explorar toda esa parte de la ribera oriental.
—Manda unos hombres a costear, y haz que el grueso de la expedición cruce el río.
—No —negó con la cabeza—. Se hará como te he dicho. Tú eres libre, por supuesto, de pasar con tu caravana a Kawa y coger la ruta a Nápata, y de allí hasta Meroe.
—¿Y quedarme sin la protección de tu columna?
—Tienes que elegir: unos días más o seguir por tu cuenta. Crisanto le observó, con rasgos más afilados que nunca.
—Te recuerdo, tribuno, que ha sido el oro de los patrocinadores de la caravana el que ha financiado en buena parte esta expedición.
—No se me olvida. Y yo te recuerdo que esta expedición es decisión del propio Nerón, y que yo tengo instrucciones muy precisas suyas —sonrió venenosamente—.
¿Me pides que desobedezca las órdenes expresas del emperador, y que abandone la margen del río, sólo para que tú ganes unos días y te ahorres gastos?
Crisanto no tenía réplica a eso y tuvo que marcharse con las orejas gachas. El tribuno, acto seguido, se tumbó pese a lo temprano de la hora, porque de nuevo se sentía débil y mareado. Y así estaba, en el lecho, cuando fue a visitarle poco después su ayudante Marcelo. El pretoriano se detuvo casi en el umbral de la tienda, dudoso y contemplando atribulado al tribuno, que yacía sudoroso y respirando con cierta fatiga. Pero el otro, al verle ahí parado, le hizo gesto de que se acercase.
—¿Ocurre algo, amigo? —le preguntó con ojos somnolientos por la fiebre.
—Parece que ha surgido algún problema con unos nubios.
—¿Cuál?
—No lo sé exactamente, pero los legionarios han apresado a unos que estaban de visita en el campamento y Tito les está ahora interrogando.
—¿Dentro de la estacada?
—No, no. Fuera.
Hubo un silencio, antes de que el pretoriano añadiera.
—En mi opinión, debieras estar presente.
El tribuno se pasó la mano por la frente y la retiró mojada en un sudor espeso y pegajoso. Uno de sus esclavos se le acercó con un pañuelo mojado en el agua de un cántaro.
—Marcelo: ¿no ves cómo estoy? Me duele la cabeza, los ojos, y siento las piernas como si fueran de plomo. Me hace daño la luz y la verdad es que no me entusiasma la idea de levantarme para descubrir que los guardias han capturado a unos rateros que trataban de robar cualquier bagatela.
—Y yo sigo pensando que debieras ir, sea lo que sea. Son incidentes como éste los que hacen que los soldados tengan en más o en menos a sus jefes.
—Casi no me tengo en pie.
—Haz al menos acto de presencia. Que las tropas te vean y sepan que nada ocurre aquí sin que tú te enteres, y sin tu consentimiento.