La biblioteca del cartógrafo (24 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
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Hewley negó con la cabeza y tragó saliva.

—Magnífico. Y ahora, niña, aquí tienes más dinero del que has visto en tu vida. Timur te acompañará afuera y te quitará la venda. Olvidarás todo este episodio y te inventarás una historia creíble para lo de tu nariz. Por favor, acepta mis disculpas. Y ahora vete y no te atrevas a mirar atrás.

Dicho aquello, Voskresenyov se concentró en las cartas dispuestas sobre la mesa, un diez de espadas, un ocho de copas, una sota de oros, un as de oros y un diez de copas, antes de echar un vistazo a las que tenía en la mano. Hewley siguió su ejemplo.

—Este juego pierde gracia si no se apuesta —masculló Voskresenyov—. Señor Hewley —dijo en voz alta y clara—, ¿está preparado para mostrar sus cartas?

—Sí.

Objeto 7: Un naipe aproximadamente 2,4 centímetros más largo y 1,2 centímetros más estrecho que el naipe estándar inglés o americano. El dorso es vermellón oscuro con ribete dorado. En la parte interior del ribete, escrito en intrincada caligrafía y empezando en el rincón superior izquierdo para continuar en el sentido de las agujas del reloj por toda la carta, se ve el siguiente texto: «Sutcliffe Sanderson & Trout, artesanos expertos en toda clase de grabados, especializados en la creación de cartes de jeux y caligrafía ornamental, por nombramiento de Su Majestad el duque Pelotasdecaballo de la Conchinchina, impreso con autorización solo nuestra en Londres u otro lugar».

En el anverso se ve una reina de picas de angulosa forma geométrica y la finura general propias de los naipes ingleses de finales del siglo XVIII y principios del XIX. A juzgar por los detalles que la rodean y delicadas líneas que la definen, procede de un grabado en cobre realizado al estilo de los grabados en madera. El fondo de la carta es un mosaico de círculos entrelazados y unidos por las lunas crecientes que Yazdeh Samizdanji y sus seguidores empleaban en Tabriz para sus cartas de número (el diseño se inspiraba en una serie rara pero famosa de litografías procedentes de la corte del rey Rogelio II de Sicilia). La reina sostiene un alambique verde en una mano y un pequeño ataúd con la inscripción latina: EL REY HA MUERTO. LARGA VIDA AL REY. Una lágrima solitaria adorna su mejilla, unida por un fino hilillo al ojo. Los pocos que conocen la existencia de esta carta se refieren a ella como «las Lágrimas de la Reina de Hoxton».

El rey es el material original que debe ser transformado; el proceso da comienzo cuando empieza a emanar agua. Las lágrimas de la reina representan tanto los atributos purificadores del agua (y, por ende, la alquimia) como la aflicción del rey al pasar de una vida, una forma, a otra.

Fecha de fabricación: Finales del siglo XVIII o principios del XIX.

Fabricante: En ningún gremio de Londres ni de Inglaterra consta inscrita ninguna empresa llamada Sutcliffe Sanderson & Trout. Jan Pieterszoon von Soudcleft, un conde flamenco enamorado del whist, el bridge, el vino español, los temas científicos mas arcanos y las muchachas excepcionalmente jóvenes, vivió al este de Londres entre 1792 y 1820, año en que murió de frío tras salir a pasear el día de Año Nuevo por los alrededores de su finca, ataviado tan solo con su peluca. Cuando su único hijo vendió el patrimonio y se cambió el apellido por el más inglés de Sutcliffe, entre los objetos subastados se hallaba una tipografía y diversos utensilios de grabador, todo ello poco usado o tal vez por estrenar. El conde Von Soudcleft poseía asimismo una amplia colección de grabados en madera musulmanes, los cuales su hijo maldijo y quemó en lugar de venderlos. Los historiadores expertos en naipes especulan que esta baraja, la única registrada a nombre de Sutcliffe Sanderson & Trout y el único exponente de un diseño de grabado en madera de estilo híbrido musulmán-inglés, se inspiraba en la colección de grabados inmolada.

Las identidades de Sanderson & Trout siguen siendo un completo misterio.

Lugar de origen: Las cartas parecen ser inglesas a juzgar por la lengua empleada en el dorso, su forma y tamaño, así como las representaciones genéricas utilizadas en las figuras (los naipes franceses, españoles, ingleses y holandeses se basaban siempre en personajes históricos, y solo los ingleses recurrían a figuras genéricas).

Ultimo propietario conocido: Hugh Hewley, anticuario británico, marchante de antigüedades y carterista compulsivo. Después de que muriera ahogado durante un accidente de pesca con mosca en Gales, todas sus posesiones, tanto deudas como antigüedades, pasaron a manos de su hijo educado en Cambridge, Antony, que trabajaba como intérprete autónomo de ruso en Londres, pero cuya principal fuente de ingresos era el póquer. Inmediatamente después de la muerte de Hugh, Antony viajó a Letonia por razones que se desconocen. A su regreso, saldó de golpe todas las deudas pendientes de su padre y vendió la tienda con todo su contenido a los Icemen de Southall, una banda londinense de mediados de los setenta encabezada por Azim Mehmood y Stony Rosen. Las cartas no se localizaron por ninguna parte, lo cual resulta extraño, ya que Hugh afirmaba guardarlas siempre bajo llave en una caja fuerte en la trastienda y se había negado varias veces a venderlas a ningún cliente por ningún precio. Se decía que llevaba las cartas encima al ahogarse y que se desintegraron en el fondo del Severn.

Antony murió presuntamente por una sobredosis de heroína dos semanas después de vender el negocio. No dejó descendientes.

Valor aproximado: Las barajas singulares de naipes pueden rebasar con facilidad los 100.000 dólares. Consideremos que los compradores suelen ser jugadores, que con frecuencia disponen de grandes cantidades de dinero en efectivo que no les conviene depositar ni declarar, y que en realidad están pagando por un mínimo de cuarenta pinturas distintas.

En 1889, el príncipe Alberto decidió afeitarse y volver a dejarse crecer la barba durante las vacaciones estivales en Balmoral. Encargó al retratista real que pintara su retrato cada día durante cincuenta y dos días, y luego mandó imprimir una baraja de cartas con las imágenes para conmemorar el proceso. En 1972, unos representantes de Frankie «Hombre Pollo» Testa compraron la baraja en una subasta privada por 120.000 dólares; la baraja recibió el nombre de «Las Patillas de Al» en honor del vello facial del príncipe y también del restaurante de Filadelfia que constituía la corte del Hombre Pollo.

En 1993, Wei Xiang, estudiante de un posgrado de robótica en la Universidad de California, Berkeley, utilizó un brazo mecánico acoplado a un aerógrafo para crear cincuenta y dos naipes del tamaño de un microchip, cada uno de ellos con una figura relevante en la historia de la informática. Uno de sus profesores le ofreció 15.000 dólares por la baraja, pero Wei, que vivía en un piso extraordinariamente desordenado, la perdió poco después de llevárselas a casa.

Solo cabe especular qué valdrían esas cartas si de repente se anunciara su reaparición.

Si fuera vertida en la tierra, separará la tierra del fuego, lo sutil de lo grosero.

Me pasé el trayecto desde el Blue Point hasta casa intentando decidir si en realidad debería estar conduciendo o no. Tras despedirme del profesor, intenté despejar la bruma provocada por el brandy dando un corto paseo por el nuevo parque construido a orillas del río, con aceras de ladrillo que respondían a la idea que algún burócrata tenía del universo europeo, y a continuación tomando un café de cuatro dólares en un establecimiento de paredes color naranja que ocupaba lo que antaño era el Mama Fatima. Por lo visto, la propia Mama Fatima había muerto hacía poco más de un año; su marido había vuelto a Loule y sus hijos habían vendido el restaurante, que había dejado de ser un bareto de estibadores para convertirse en un antro donde servían focaccia, brotes de toda clase y mochaccino a los bohemios acomodados que invadían los antiguos almacenes. Por descontado, los artistas habían huido despavoridos en cuanto los alquileres empezaron a engullir todos sus ingresos, trasladándose a Olneyton, mientras que los programadores, abogados y médicos que llevaban el dinero bien visible en forma de etiquetas de diseñadores pijos se morían por aspirar la fragancia pija del lugar. Pero en honor a la verdad, el café era mejor que el de Mama Fatima.

Por fortuna, el viaje transcurrió sin contratiempos, y aparqué en mi hueco habitual tras la señal de «Prohibido aparcar», entre el contenedor y el Celica blanco hecho polvo, alrededor de las seis. Era una noche oscura y despejada que despedía aquella maravillosa fragancia de hojas marchitas y humo, y en el centro se veía la cantidad de transeúntes habitual de los sábados por la noche, es decir, cero. The Colonial, una taberna situada en la acera de enfrente, con sus rótulos luminosos de cerveza en el escaparate y otro en forma de mosquete y tricornio sobre la puerta, parecía bastante concurrida, pero era el único indicio de vida en muchos kilómetros a la redonda.

Al subir el último tramo de escaleras que conducía a mi piso, vi una nota pegada a la puerta. Puse los ojos en blanco y proferí un bufido de toro; mi casera tenía la pesada mama de ponerme notitas en la puerta cada vez que cometía una infracción contra una de sus innumerables reglas. Ella y su marido vivían en el piso inferior y eran dueños de los diez pisos del edificio, así como de todos los locales comerciales de la finca. Supongo que eran unos caseros concienzudos, pero los ponía nerviosos alquilar un piso a un tipo joven y soltero de la Gran Ciudad. La semana anterior, la señora Tawell me había dejado una nota mecanografiada para informarme de que mi costumbre de botar una pelota de tenis contra la pared «amenaza con desprender las vigas y podría llegar a provocar el hundimiento del edificio». Sé que era una costumbre exasperante; en mi tierra, los vecinos se habrían limitado a pagarme con la misma moneda, pero imagino que eso no habría sido demasiado propio del norte. En cierta ocasión, el señor y la señora Tawell habían pasado una tarde de fin de semana examinando las bolsas transparentes de reciclaje de todos los vecinos para contar las botellas de licor que contenían.

Al llegar a mi puerta descubrí que la nota no estaba pegada, sino clavada con un clavo oxidado y apenas insertado en la madera. Era un sobre estándar tamaño postal, en cuyo anverso se veía un grueso bastón de dos cabezas y dos serpientes enroscadas a su alrededor, la clase de símbolo que se ve en el margen superior de algunas recetas médicas. Parecía un dibujo más que una imagen impresa, un sello o una fotocopia. Bajo el bastón habían pegado un recorte de periódico con mi nombre tal como figuraba en mi columna del Carrier.

Abrí el sobre. No contenía ninguna carta, pero al introducir la mano saqué un colmillo humano. Parecía recién extraído, pues en el interior del sobre se veía una mancha sanguinolenta, y la sangre aún adherida al diente y su raíz era roja, no marrón. El sobre desprendía un fétido hedor de diente podrido. Sufrí una arcada, abrí la puerta con dedos temblorosos y entré a toda prisa. Por primera vez desde que me trasladara a Lincoln, corrí el cerrojo.

La luz del contestador parpadeaba, y al pulsar el botón escuché la voz de Hannah.

—Hola, Paul Tomm, soy yo, Hannah. Llamaba para ver si ya habías vuelto de tu almuerzo con el profesor y para invitarte a cenar con una profesora de instituto. Llámame cuando llegues. Gracias.

Descolgué el teléfono para devolver su llamada, pero concluí que quizá merecía la pena contarle a alguien lo de la nota. Los Olafsson no harían nada al respecto. A Art le interesaría el asunto, pero probablemente insistiría en que me instalara en su casa o bien llamaría él mismo a la policía, y lo cierto es que no quería armar tanto revuelo. Por un instante me sentí tentado de llamar a mi madre, pero cabía la posibilidad de que explotara de preocupación. Si bien no tenía jurisdicción en Lincoln, Jadid parecía la persona más lógica a quien recurrir. Ya había manifestado interés en el caso y se había mostrado directo y honrado aun antes de conocerme. No creía que estuviera en la comisaría un sábado por la noche, pero me quedaría más tranquilo si intentaba localizarlo. Si no estaba, llamaría a Art.

Jadid contestó al primer timbrazo.

—Homicidios, Jadid.

—Sí, soy Paul Tomm y…

—Vaya, en vivo y en directo desde el culo del mundo, Paul Tomm. ¿Qué hace llamándome aquí un sábado por la noche?

—¿Qué hace usted en la comisaría un sábado por la noche?

—¿Acaso cree que los malos libran el fin de semana? Forma parte de mi plan de rehabilitación; trabajo de sábado a miércoles, bien de noche o bien de cuatro a doce. Vendrá a verme el lunes, ¿no? Tengo un par de cosas que podrían serle útiles.

—Sí, iré, pero acaba de pasar algo que me parece importante que sepa. Aunque no sé, porque ha pasado en mi casa y usted está en…

—¿Qué? ¿De qué se trata?

—Me he encontrado un sobre muy raro clavado en mi puerta al llegar a casa hace un rato.

—¿Qué decía?

—Nada, era un dibujo, uno de esos símbolos médicos, ya sabe, el del bastón con las dos serpientes.

—Sí, un caduceo.

—¿Un qué? ¿Cómo lo sabe?

—Un caduceo… Ventajas de criarse con el tío Abe, el hombre que sabe todo lo que hay que saber siempre y cuando no tenga ninguna utilidad práctica. Cuestión, que se ha encontrado un caduceo clavado en su puerta. ¿Algo más?

—Sí, dentro del sobre había un diente.

—¿Cómo dice?

—Un diente, un colmillo humano, si no me equivoco. Creo que hay sangre fresca en la raíz. Nada más. Ni cartas, nada escrito, nada de nada. Solo un diente ensangrentado.

—¿Roto o arrancado?

—Parece arrancado, porque aún tiene la raíz.

—¿Ha llamado a la policía?

—¿Y qué cree que estoy haciendo ahora mismo?

—No, me refiero a la de su pueblo, a los cabrones que se encargan del resto de los cabrones allí.

—Pues no, y si los conociera, usted tampoco los habría llamado.

Jadid respiró hondo. Oí el chirrido de su silla cuando se reclinó contra el respaldo y el golpeteo de un bolígrafo contra la mesa.

—Mire, hágame un favor, ¿quiere? —pidió en voz más baja y algo amortiguada, como si estuviera cubriendo el micrófono con la mano—. Los tribunales no aprecian mucho a los polis que creen ser polis en todas partes, pero a tomar por el culo, no me aprecian de todos modos… Vuelva a meter el diente en el sobre y tráigalo cuando venga a verme el lunes. Lo enviaremos al laboratorio para intentar averiguar de dónde y de quién procede. ¿Quiere que le envíe a alguien para cuidar de usted? En plan oficioso, por supuesto; no sería un policía, pero con él estaría a salvo.

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